Mario
Szichman
Poster de propaganda izquierdista contra los Blancos durante la guerra civil en Rusia
Siempre
me encantó el comienzo de Piedra de Mar,
de Francisco Massiani. El protagonista, un adolescente, quería escribir una
novela, pero no tenía idea cómo organizar la trama, o poner en contacto o en
conflicto a los personajes. Por lo tanto, empezaba a llamar por teléfono a sus
amistades, a fin de que le narraran sus historias. Y tenía la suerte de que sus
amigos y amigas, aceptaran el pedido.
Crecí
en Buenos Aires en un hogar judío. Pero nadie quería contar historias de su
previa vida en Rusia o en Polonia. Numerosos familiares de la rama materna
llegaron a la Argentina entre 1928 y 1932. Luego, el canciller Carlos Saavedra
Lamas ordenó en 1933 cerrar las puertas de la inmigración, usando el lema:
“Queremos inmigrantes, no refugiados”, pues en todas partes se cuecen Donald
Trumps. La mayor parte de la rama paterna quedó varada en Polonia. Nunca más se
supo de ellos, donde se les acortó la vida.
A
veces mi padre me brindaba fragmentarios recuentos de su estadía en Polonia, de
la primera guerra mundial, de las fenomenales repercusiones que tuvo en Europa
la Revolución Rusa, de la cual se cumple su primer centenario.
Un
recuento personal: en cierta ocasión mi padre, cuando tenía ocho o nueve años,
fue a nadar a un río, y estuvo a punto de ahogarse. El lacónico comentario de
su padre fue: “Es una suerte que no te ahogaste, porque no tengo dinero para
pagar un ataúd”.
El
antisemitismo era rampante. Uno de los chistes que se contaba era el siguiente:
El zar Nicolás de Rusia amenazaba al jefe de gobierno polaco diciéndole: “Si me
tocas a uno solo de mis judíos, acabaré con todos los tuyos”.
Proliferaban
los judíos al comienzo de la Revolución Rusa. Decían que el judío Trotksy (Lev
Davidovich Bronstein), jefe del Ejército Rojo, les comentaba a líderes del
gobierno bolchevique: “Solo necesitamos
un judío más, y hacemos un minyen”[i].
El
ser humano suele avanzar contra la corriente. Tanta prohibición de recuerdos
contribuyeron poderosamente a que intentara descubrirlos y comentarlos. De ahí
a narrarlos, existía un corto trecho.
Cuando
tenía veintiún años, recién salido del servicio militar, intenté escribir una
novela relacionada con unos fusilamientos registrados en los basurales de José
León Suárez, en los suburbios de Buenos Aires, en junio de 1956, tras el
derrocamiento de Juan Perón en 1955. La idea me la sugirió la lectura de Operación Masacre, un espléndido trabajo
de non fiction escrito por Rodolfo
Walsh.
Algunos
peronistas, varios militares, y también unos civiles, participaron en la
insurrección rápidamente sofocada. Los fusilamientos fueron sancionados por las
autoridades militares lideradas por el general Pedro Eugenio Aramburu, líder de
la llamada Revolución Libertadora. Walsh descubrió que en el momento de
ordenarse los fusilamientos, aún no se había decretado la ley marcial. Por lo
tanto, esas ejecuciones eran ilegales. Para sumar el insulto al agravio,
algunos de los fusilados lograron sobrevivir, e informaron a Walsh de sus
entretelones.
La
historia me fascinó, pero existía un problema: no sabía cómo trabajar a los
personajes. Yo provenía de una familia judía, y los seres que poblaban la
narrativa de Walsh eran argentinos. Mi familia era antiperonista, pertenecía a la clase media, y los personajes
de Walsh eran peronistas hasta la médula, algunos obreros o sindicalistas.
Mi
única ventaja era que conocía a los militares por dentro. Hice el servicio
militar en el Regimiento 3 de Infantería, en La Tablada, una zona de la
provincia de Buenos Aires. No hay mal que por bien no venga. Pude conocer un
cuartel por dentro, a los oficiales y suboficiales, sus absurdas jerarquías, el
desprecio que sentían por los soldados o “colimbas”. Media docena de los personajes
de mi primera novela[ii]
retratan a esos seres de uniforme.
Tras
ser dado de baja del ejército, escribí el primer, horrendo borrador de ese
proyecto de novela, y se lo llevé a un periodista quien me lo destruyó en un
santiamén mediante una serie de sarcásticos comentarios. Luego sacó de una de las gavetas de su
escritorio un manuscrito, insinuándome que si quería aprender a escribir, lo leyera.
Por cierto, el manuscrito llevaba la firma del periodista. Me informó que era
el núcleo de un libro que tendría 1.600 páginas. Falleció antes de superar la
docena de páginas.
Luego,
contacté al escritor David Viñas, que se convirtió en uno de mis mentores
intelectuales. Viñas reconoció que mi manuscrito era insalvable, pero me dijo
algo que cambió mi vida. “Mira, Marito”, me dijo, “el texto no se sostiene. Pero
hay un personaje, Bernardo, que es
muy interesante ¿Por qué no lo trabajas más?”
Algunas semanas después, en febrero de 1967, tomé
un avión en el aeropuerto de Ezeiza, rumbo a Haití. Había leído El reino de este mundo, de Alejo
Carpentier, y quería conocer la fortaleza que el emperador Henri Cristophe ordenó
erigir en Cabo Haitiano. Según Carpentier, en la argamasa empleada para
cimentar los muros habían mezclado sangre de toro.
Nunca llegué a Haití. La primera escala del
avión fue en Bogotá. Allí conocí a la escritora Marta Traba, quien me puso en
contacto con Álvaro Cepeda Samudio, periodista y autor de La Casa Grande, otro intelectual que me cambió la vida. Álvaro
era director del Diario del Caribe,
en Barranquilla, y me ofreció trabajo. Creo que no duré ni dos semanas en esa
ciudad. Pues un día Álvaro me preguntó qué diablos estaba haciendo en Colombia.
“Vete a Caracas”, me propuso, “Colombia es el pasado. Venezuela es el futuro”.
(Eso, no olvidemos, fue en 1967. Ahora, toda Venezuela es un pasado con magras
posibilidades de recuperar su futuro).
Seguí el consejo de Álvaro, viajé a Caracas, y
eso me cambió la vida. Tanto como la lectura de La Casa Grande, una novela extraordinaria que merece la más amplia
difusión. El primer capítulo, el diálogo de dos soldados que van a reprimir una
huelga de trabajadores, es una joya.
Parodiando a Jorge Luis Borges y a su relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, reconozco
que si bien no debo “a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el
descubrimiento de Uqbar”, si atribuyo mi incursión por la literatura a la
conjunción del consejo de David Viñas, y a la novela de Álvaro Cepeda Samudio.
Nunca las coincidencias son exactas, nada surge intacto de la cabeza de Minerva, y
en líneas generales, el inconsciente trabaja por aproximación. Sus desvaríos son
más prolíferos que sus aciertos. Recordé el consejo de Viñas: “Hay
un personaje, Bernardo, que es muy
interesante ¿Por qué no lo trabajas más?”, recordé a los dos soldados aterrados
que viajaban en una embarcación para sembrar el terror entre los huelguistas de
las bananeras, recordé mi paso por el ejército y también Operación Masacre, de Walsh. (Me impresionó especialmente la
ferocidad de una mujer que cuando observó a uno de los ensangrentados
sobrevivientes del fusilamiento escapando por los fondos de su casa, comenzó a
gritar: “¡Agárrenlo, agárrenlo. Mátenlo que se salvó!” )
Y esa conjunción tuvo un inesperado resultado:
a través del personaje de Bernardo, miembro de una familia judía, recuperé un
pasado que formaba parte de los vergonzosos, entrecortados cuchicheos de mi
familia.
¿QUÉ SE CUENTA?
La Argentina cuenta con la comunidad judía más
grande de América Latina. El antisemitismo ha sido siempre una presencia muy
poderosa. Recuerdo una famosa revista de historietas, Patoruzú.
Entre los personajes que divulgaba todas las semanas figuraba Popoff, un sastre
judío, que parecía salido del periódico nazi Der Stürmer publicado por Julius Streicher. Muchos intelectuales
judíos hacían malabarismos para disimular su origen. Algunos circuncidaban su apellido
para que no sonara “semita”.
Comencé a escribir sobre una familia judía, a
la cual rebauticé Pechof, y los mutilados recuerdos comenzaron a aflorar, así
como el pasado de mis ancestros, especialmente la rama materna. Arrancar
información a mis familiares era una tarea bastante difícil. Además, ¿cuánto de
lo que contaban era verdad, cuánto era fantasía? Pero, siempre hay maneras de
hurgar en el pasado.
Y hasta descubrí que contábamos con un pasado
en cierto modo marcial. Mi abuelo fue “reclutado” en el ejército zarista cuando
tenía cinco años de edad. En realidad, ese reclutamiento consistía en
secuestrar niños, ignoro si de distintas etnias, o solamente judíos, y
convertirlos en soldados. Revistaban en el ejército durante un cuarto de siglo,
y cuando los daban de baja, obtenían ciertos beneficios, como instalar negocios
en zonas alejadas de enclaves judíos. Mi abuelo tenía un estanco de tabaco que
le permitía vivir de manera holgada. En una ocasión se enamoró de una viuda,
que tenía cuatro o cinco hijos. Le propuso matrimonio, y la dama aceptó. La
familia se expandió. Luego estalló la primera guerra mundial. Mi familia debió escapar
de una zona en conflicto. Huyeron en un carromato mi abuelo, mi abuela y de
acuerdo al recuento inicial, sus ocho hijos e hijastros. Cuando ya estaban a
muchas verstas de distancia de la
casa, mi abuelo hizo un recuento de la prole, y recordó que entre niños y
adolescentes debían sumar nueve, no ocho. ¿Qué se había hecho de Mendele, el
benjamín de la familia? No aparecía por ninguna parte. Por lo tanto, mi abuelo
tuvo que frenar el carromato, dar la vuelta, y regresar a la casa. (No olvidemos
que estaban en un área de guerra, donde abundaban los cañonazos). Mendele, el bebé,
había sido olvidado junto a una chimenea apagada. Estaba envuelto en una sábana
bien ceñida. En esa época se consideraba saludable envolver a los bebés como a un
matambre. De acuerdo a la evocación familiar, Mendele dormía como un bendito.
Siempre fue una persona prueba de cañonazos.
Nicolas II último zar de Rusia
En el medio se cruzó otro recuerdo persistente.
En 1915, o 1916, el ejército zarista decidió reincorporar a sus filas a mi
abuelo. Debía temer que sin su presencia, la guerra se perdería. En cierta
ocasión un sargento, furioso porque mi abuelo no marchaba con la adecuada
celeridad, lo golpeó con la culata de su máuser en el oído derecho, y lo dejó
sordo. Mi abuelo, o zeide, siempre consideró
ese evento una desgracia con suerte. Mi abuela era una mujer de un carácter muy
fuerte, y a veces llenaba a su esposo de reproches. En esas ocasiones, mi
abuelo torcía la cabeza, y escuchaba a su esposa acercando el oído derecho. Las
palabras se deslizaban amortiguadas en su afortunada sordera, y mi abuelo podía
dedicarse a reflexionar sin ser perturbado.
Muchos de los recuerdos tal vez no corresponden
a una historia familiar, sino a una literatura comunal. Son recuerdos
compartidos por multitudes. Las tragedias eran indescriptibles, a veces
absurdas, otras imposibles de digerir.
En los gélidos lugares de la Rusia zarista, una
parte indispensable del uniforme de los soldados eran pantalones cuya parte
superior trasera tenía un cuadrado de tela fijado con botones. De esa manera,
cuando un soldado necesitaba hacer aguas mayores, solo requería desabrochar esa
tela. (Estamos hablando de áreas donde en el invierno la temperatura superaba
los 50 grados bajo cero). En cierta ocasión, mi abuelo participó en una
patrulla de reconocimiento. De repente,
la patrulla fue víctima de una emboscada. Los captores se limitaron a despojar
a los miembros de la patrulla de los botones de la tela ubicada en la parte
trasera de los pantalones, y los alejaron a patadas del lugar, convencidos que
sin esa prenda, morirían congelados en pocos minutos. Por un milagro, todos los
miembros de la patrulla se salvaron, aunque ignoro las consecuencias de ese
congelamiento.
Es obvio que las personas que sufrieron la
primera guerra mundial, y sus secuelas, estaban hechas de otra madera. Dos
parientes lejanos, un hombre y una mujer, quedaron huérfanos de niños. Toda su
familia murió de la “gripe española” que asoló en 1918 a Estados Unidos, a
buena parte de Europa, y a Asia, especialmente China. (La gripe causó entre 40 y 50 millones de
muertos. La guerra en sí, acabó con 31 millones de personas). Esos dos niños
deambularon por media Rusia, con ropas livianas, en pleno invierno, hasta ser
rescatados por enfermeros de una ambulancia militar, y alojados en un hospicio.
Ignoro qué traumas les causó la guerra, pues figuraban entre las personas más
amables y generosas que conocí en mi vida.
Proust decía que cuando nada subsiste de un
remoto pasado, el aroma, el sabor de las cosas persiste durante mucho tiempo, haciendo
emerger “el edificio enorme del recuerdo”. La vida es una carrera de
obstáculos. Cualquiera que revise su pasado podrá descubrir las docenas de
instancias en que se trata de apostar a cara o cruz. Los caminos más
transitados suelen terminar en callejones sin salida, aunque tampoco las
empresas arriesgadas son garantía de victoria. Pero todavía la constancia es
superior a la resignación. Un intelectual me señaló el camino fácil de
olvidarme de un proyecto literario, otro
me impulsó a concretarlo, aunque sin garantizarme éxito alguno. Un tercero me presentó
el desafío de visitar Caracas, en lugar de apoltronarme en un cómodo escritorio
en Barranquilla.
En definitiva, todo es cuestión de no
resignarse. Y cuando se trata de apostar, es preferible apostar a la
obstinación.
[i] Quórum de diez hombres
requerido para una plegaria en una sinagoga.
[ii] El título original de la
novela fue Crónica Falsa. Obtuvo
Mención en el Concurso Casa de las Américas de 1969. En 1971 rebauticé la
segunda versión La verdadera crónica
falsa. La tercera versión, editada por la profesora Carmen Virginia
Carrillo, aparecerá como libro digital esta primavera.
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