Mario
Szichman
Para
Éricka Tirado, mi diseñadora gráfica favorita,
por
captar en su bella portada la intención del texto.
Para
Carmen Virginia Carrillo, editora de mis novelas,
encargada
de transmutar otro patito feo en un cisne.
Mi
padre era relojero. Llegó a Buenos Aires a comienzos de la tercera década del
siglo pasado, procedente de Polonia. Si no me equivoco, de la población de
Volinia. Formaba parte de una extensa familia. Tenía su joyería en el barrio de
Liniers. No sé cuantas horas trabajaba en la joyería con mi madre, Sonia Tauba
Szylder, pero estoy seguro de que aparte de sus horas de descanso, el resto las
dedicaba al negocio. Después de cenar, se iba al pequeño taller que había
mandado construir en los altos de su joyería, y se dedicaba a sus relojes.
Trabajaba con la pericia de un prestidigitador quitando del reloj tornillos
diminutos con un pequeño destornillador, a fin de exponer la maquinaria.
Espirales de metal se dilataban y encogían en el interior como vísceras
latiendo ante un cirujano. La herramienta
más usual de mi padre era una brusela, parecida a un depilador de cejas, y una
lupa que insertaba en la concavidad de su ojo derecho. El ojo parecía nadar
agrandado dentro de la lupa, como en una pecera.
Mi
padre me enseñó a amar a Chaplin. Varias veces me llevó a ver Carlitos Relojero, un corto donde
Chaplin desarmaba un reloj a fin de exponer su mecanismo. Finalmente, la
maquinaria se sublevaba, las piezas huían del reloj y Chaplin las perseguía a
martillazos.
También
mi padre usaba su taller para evocar a los muertos. Una vez al año, no recuerdo
exactamente la fecha, encendía seis velas en un pequeño altar. Nunca me quiso
decir a quien rendía homenaje. Me enteré años más tarde, después que salí del
servicio militar. Esas seis velas eran en homenaje a los seis millones de
judíos asesinados por los nazis.
No
estoy hablando de la especialidad de mi padre por razones de nostalgia o de
romanticismo –algunos de los seres más nostálgicos y románticos que he conocido
eran unos crápulas a tiempo completo. Tampoco para retorcerme las manos de
sufrimiento. Mis ídolos son los partisanos que se alzaron en el gueto de
Varsovia, y las compañeras y amantes de los partisanos que depositaban granadas
en sus panties y en sus corpiños, y
se lanzaban de ventanas para caer sobre soldados alemanes, y morir junto con
ellos en la explosión. También me enfurece cuando dicen que los judíos
marcharon a los hornos crematorios como corderos para el sacrificio. Odio la
mansedumbre ante el enemigo.
Si
hablo de la especialidad de mi padre, es por razones estrictamente narrativas. La
pasión de mi padre por los relojes la asigné a un rufián jubilado que ni
siquiera era judío, y quien se convirtió en uno de los protagonistas de mi
primera novela, La verdadera crónica
falsa.
Uno
de los descubrimientos que hice cuando intenté escribir es que al lector le
interesa averiguar la destreza de un oficio. Lo mismo ocurre con los
espectadores de una obra de teatro o de un filme. Basta ver a John Malkovich en
la película In the Line of Fire
moldeando una pistola y balas de plástico a fin de cometer un atentado contra
el presidente de Estados Unidos. El interés de la audiencia se despierta de
inmediato.
Además,
ciertos oficios se prestan mejor para la puesta en escena. Un taller necesita
concentrar la luz en las manos, en una cabellera o en una calva. Los objetos
surgen y desaparecen en el cono de sombra creado por esas luces.
EL VIRTUOSISMO DE UN VIOLINISTA MANCO
Ignoro
el método de trabajo de otros narradores. Mi obstinación es con los personajes,
y especialmente con su pericia. Recuerdo una película de la primera época de
Alfred Hitchcok, The Man who Knew too
Much. Tras un funeral, era necesario desarmar el decorado donde habían
velado al muerto. El encargado de hacerlo, un lisiado, solo podía valerse del
brazo izquierdo para concretar la tarea. No recuerdo muchos episodios de esa
película, pero la imagen de ese tullido encargándose de sacar las coronas de
flores, y desarmar los atriles excluyendo el brazo derecho, es inolvidable.
Aprendí
algo más a lo largo de los años: es indispensable poner el carro antes que los
caballos. El rufián, relojero y jubilado, no tenía al principio ubicación
precisa en La verdadera crónica falsa.
Lo imaginaba, inclusive antes de escribir el primer párrafo de una novela, como
un personaje capaz de ampliarla, brindándole un pasado. Parafraseando a Marx,
que dijo haber parafraseado a Hegel (la cita es un invento de Marx), la
tradición de las generaciones muertas importuna como una pesadilla el cerebro
de los vivos.
Necesitamos
saber de dónde venimos y a donde vamos. Si el espíritu de los muertos no pesa
sobre los vivos, se diluye la historia. Y mi propósito era escribir una novela
basada en hechos históricos. Por lo tanto, la historia, la gran historia, debía
transcurrir, poseer tres dimensiones; de lo contrario, la trama tendría la
delgadez de una oblea. Y fue así que el rufián, además jubilado, se instaló con toda comodidad en el relato,
aunque sus objetivos eran imprecisos, excepto narrar cierto pasado que aún necesitaba
elegir.
Lo
único imprescindible era la historia a
contar. Esa historia no me pertenecía a
mí, sino a Rodolfo Walsh. Se trataba de una perfecta obra de non fiction titulada Operación Masacre.
¿Qué
era lo que me atraía de esa obra aparte de su magnífica escritura? El tema.
En
junio de 1956, tras una frustrada
insurrección peronista contra el régimen militar liderado por el general Pedro
Eugenio Aramburu, varios civiles y militares fueron fusilados en el basural de
José León Suárez, situado en las afueras de Buenos Aires. Walsh descubrió que
los insurrectos habían sido fusilados antes que se decretara la ley marcial. Por lo tanto, seguía rigiendo la Constitución
que no autorizaba la pena de muerte. Los fusilamientos constituían un crimen de
guerra.
Por
esa época, los militares argentinos carecían de la aptitud para matar que
desarrollaron luego durante la dictadura militar iniciada en 1976 por el
general Jorge Rafael Videla. Varios de los fusilados sobrevivieron, y hubo
alguno que logró asilarse en una embajada.
Mi
interés se concentró en los sobrevivientes. Y además, en el entorno militar. En
1966 hice el servicio militar en el Regimiento Tres de Infantería, en La
Tablada, una localidad del conurbano bonaerense. Pude conocer, por dentro, el
funcionamiento de un cuartel, y a los militares, suboficiales y oficiales, en
vivo y en directo. Odiaba la vida del cuartel, odiaba a los militares que presumían
ser los salvadores de la patria. Además, muchos de los suboficiales eran devotamente antisemitas. Recuerdo uno de ellos, quien me explicó, en
medio de su borrachera, las razones por las cuales los judíos sobraban en este
mundo.
Realmente,
no escaseaban los personajes novelables.
En realidad, la tarea más difícil era desbrozar la paja del trigo y elegir
entre decenas de suboficiales y oficiales, a cinco o seis que pudieran
participar en mi novela.
Y
finalmente, necesitaba una mujer como protagonista. La llamé Laura. Ya hablaré
de ella.
TENACIDADES
Había
sin embargo un problema con el manuscrito: no podía prescindir de mi familia
judía. Estaba demasiado anclado a sus recuerdos, a sus temores, a su necesidad
de pasar desapercibidos. Varios de ellos siempre esperaban un pogrom. Y
necesitaba esa familia como mi tabla de salvación. Solo el contraste y el conflicto funcionan en
una trama. La mirada de un extraño es invaluable, a la hora de representar un
grupo social.
La
novela es siempre conflicto, solo conflicto.
En ocasiones, se revela en el título. A Dostoievski nunca se le hubiese
ocurrido escribir una novela titulada Crimen
y Crimen.
Por
lo tanto, ésta era la trama de la novela: narrar las peripecias de un grupo de
sobrevivientes de los fusilamientos registrados en el basural de José León
Suárez, tras una frustrada insurrección peronista, y al mismo tiempo contar los
avatares de una familia judía, uno de cuyos integrantes moría en los
fusilamientos, aunque ni un solo judío murió en ellos. Y finalmente, estaba la
mujer, a la que bauticé Laura, quien aportó la mirada del extraño. Evaluando,
comentando, nunca juzgando.
(Recuerdo
que cuando conocí a Walsh, le expliqué mi incomodidad por haber incluido a un
judío entre los fusilados. Walsh se mostró muy generoso y cordial. Después de
todo, me dijo, lo mío era una novela, y los novelistas tenían permiso para ese
tipo de licencias).
VERSIONES
Mario Szichman por la época en que escribió La verdadera crónica falsa
Escribí Crónica
falsa en 1968, en Caracas, en una máquina Olivetti Lettera 22. Lo hice con
gran tranquilidad y con enorme desparpajo, en apenas tres meses. En realidad, Crónica Falsa es un título truncado. El
título completo era: “Crónica falsa de
los extraños sucesos ocurridos en la madrugada del nueve de junio de 1956,
cuando un grupo de civiles fueron fusilados en los basurales de José León
Suarez, luego de la abortada Revolución Peronista del general Valle, junto con
otros acontecimientos que serán del interés de nuestros amables lectores”.
Influyó
en ese interminable título el admirable escritor colombiano, Álvaro Cepeda
Samudio, autor de una espléndida novela, La
Casa Grande. Cuando conocí a Álvaro me comentó que estaba escribiendo otra
narración. Su título sería “Los grandes
reportajes sobre la extraña muerte de la mujer del médico más famoso de la
población de Ciénaga”. Me encantó la idea de explicar en el título el tema
de la novela.
Envié
Crónica Falsa al concurso Casa de las
Américas. Creo que eso fue en 1968. Estaba convencido de que iba a ganar. Tenía
23 años, y creía que podía llevarme el mundo por delante. La novela ganó una
mención, algo que todavía hoy me sigue resultando inexplicable. Cuando la vi
impresa, mi primera intención fue adquirir de la editorial Jorge Álvarez la
tirada completa, e incinerarla.
El
premio Casa de las Américas de ese año fue otorgado a una novela del escritor
boliviano Renato Prada Oropeza. Recuerdo que el novelista David Viñas, uno de
los miembros del jurado, me comentó con displicencia: “Sí hermanito, la novela
ganadora tiene como tema la presencia del Ché en Bolivia. ¿Quién podía
disputarle el triunfo?” Viñas no parecía muy convencido de la calidad del
texto. Ni siquiera se acordaba del título. “Es algo así como el arcoíris del lapislázuli”,
me dijo. “Estoy seguro que tiene una esdrújula”. En realidad, el título era “La
canción de crisálida”.
En
1972, cuando regresé a Buenos Aires logré publicar en la editorial CEDAL la
segunda versión de mi primera novela. Le
puse el título de La verdadera crónica
falsa, para diferenciarla de la primera, indigerible versión. La novela
había mejorado. Pero el final era insoportable.
Durante
décadas, dejé a la novela descansar en el desván de los recuerdos. Me pareció
que había perdido actualidad. Las otras dos novelas de “La trilogía del Mar
Dulce”, A las 20:25 la señora pasó a la
inmortalidad, y Los judíos del Mar
Dulce, fueron resucitadas en el 2012 gracias a la edición de la profesora
Carmen Virginia Carrillo. Las mejoras son notables, pues cuando se trabaja con
un editor, florece la imaginación dialógica.
A
mediados del 2016, hice otro intento con La
verdadera crónica falsa. No me hacía muchas ilusiones, pero ¿qué clase de
trilogía del Mar Dulce era mi saga, cuando nadie sabía qué había ocurrido con
una de las novelas? Por lo tanto, envié la tercera versión del manuscrito a la
profesora Carrillo, que es para mí el equivalente de Maxwell Perkins, el editor
de Scott Fitzgerald, y de Thomas Wolfe, y por supuesto, todo cambió en el
manuscrito, hasta la correlación de los episodios. Y especialmente el final.
Creo que se ha convertido en un canto a la vida.
Todos
aceptan que un filme, una obra de teatro, representan una tarea colectiva. Pero
a la hora de las novelas, o de los cuentos, existe la nociva idea de que la
soledad del autor es esencial. Pero si no existe un sounding board, en este caso un editor, los manuscritos pueden
eternizarse en el escritorio. La soledad solo sirve para perderse en
vericuetos. El narrador termina creyendo que la parte más interesante de su
anatomía es el ombligo.
Como
indiqué previamente, La verdadera crónica
falsa, requería de una mujer como protagonista. La bauticé Laura. No
percibía a Laura alguna cuando escribí la novela. Conocí a Laura años más
tarde, me casé con ella, era una intelectual a tiempo completo. Fuimos felices
durante 34 años, hasta su fallecimiento. Varios de los atributos de la Laura
novelada, pertenecían a la Laura de verdad.
La
última versión de La verdadera crónica
falsa ha quedado atrás. Ahora los lectores y lectoras deben decidir. Pero
la experiencia ha sido muy grata. Disfruto escribiendo. He conocido muchos
escritores que se afligían a la hora de escribir. (Viñas, siempre tan down to earth, decía de un novelista que
escribía y padecía: “Es como si alguien estuviese haciendo el amor con Sofía
Loren, y al mismo tiempo se apretase las bolsas seminales para sufrir”).
Muchos
suponen que su sacrificio a las musas los valida como autores. Uno absolutamente
espectacular en la recopilación de desdichas era Ernesto Sábato.
Nadie
debe dedicarse a una tarea pensando que sube a un potro de tortura. Lo
importante, siempre que sea posible, es disfrutar de lo que hacemos. Conozco a
una persona muy feliz. Su hobby es fabricar pan. Cuando me explica sus tareas,
le brilla el rostro.
El
caso de la escritura es muy especial. Nos abre la puerta a muchos portentos. Es
difícil creer en milagros, pero les aseguro que abundan en el territorio de la
ficción. Por cierto, uno de esos milagros persiste desde hace algunos años. Ha
adquirido tres dimensiones. Respira. Sonríe. Y además, es cotidiano.
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versión digital de La verdadera crónica
falsa ya está en los outlets de Amazon, Barnes and Noble y otras librerías en línea.
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