Mario Szichman
Ricardo III, REy de Inglaterra
Eugene Ionesco señalaba que existía algo raro
con la historia. Mientras vivía en Rumania, verificó que los rumanos habían
ganado todas las guerras. Luego, cuando se afincó en Francia, descubrió que
algunas de las batallas ganadas por los rumanos, habían sido en realidad
derrotas. Al menos, según la opinión de historiadores franceses.
Marc Bloch, un historiador y héroe de la
resistencia francesa, escribió un libro pequeño, luminoso: se titula Introducción
a la historia, y muestra cómo cada nación ha forjado su saga patriótica,
imbatible, que contradice la de otros países, especialmente aquella de los vecinos,
perpetuamente invictos. Se mencionan combates triunfales en sitios imaginarios,
acciones heroicas que nunca se concretaron, discursos de héroes a punto de
cargar el equipaje que resultan inverosímiles, simplemente porque un agónico
que se está desangrando no puede recitar una interminable perorata. O emplear,
además, una perfecta gramática.
Recuerdo cuando escribí La Trilogía de la
Patria Boba las sorpresas que me llevé. Nunca en los libros de historia
venezolana –excepto en El Culto a Bolívar, la gran obra de Germán
Carrera Damas—se hace una evaluación crítica de por qué el Libertador entregó
al Precursor Francisco de Miranda a los españoles. Es un acto que se podría
atribuir a un delator policial, no al padre de la patria.
También los historiadores dedican muchas
páginas a exaltar las virtudes guerreras del Libertador, aunque, como luego
dijo Carlos Marx basándose en las Memorias de Bolívar, de H.L. Ducoudray
Holstein, el padre fundador de Venezuela era “el mariscal de las derrotas”.
Si bien se revelan las salvajadas cometidas
por los españoles, que fueron abundantes, se practica un discreto silencio o se
incurre en malabarismos del lenguaje, al mencionar el decreto de guerra a
muerte de Bolívar, que autoriza crímenes de lesa humanidad (“Españoles y
canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis
activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la
vida, aun cuando seáis culpables”).
En cada país, las mentiras y verdades
históricas crean héroes de villanos, y viceversa, a fin de acomodar las
falsedades de la clase gobernante.
En Inglaterra, uno de los villanos favoritos
es el rey Ricardo Tercero, (1452–1485), eternizado en su ignominia por William
Shakespeare, en una de sus mejores tragedias, tras dotarlo de una joroba, y de
modales aviesos. Varios historiadores, enemigos del rey, añadieron otros
atributos. Por ejemplo, que había nacido con la dentadura completa y con la
cabellera hasta los hombros, tras pasar dos años en el útero materno.
El monarca murió en combate, en agosto de
1485, en la batalla de Bosworth, tras un breve reinado de dos años. Fue
derrotado por Enrique Tudor, quien luego ascendió al trono con el nombre de
Enrique Séptimo. Shakespeare lo inmortalizó también con el famoso grito de batalla:
“Mi reino por un caballo”, aunque otros autores cambian la frase por una más
combativa: “Mi reino por una espada”.
Los principes en la Torre de Londres. La leyenda dice que fueron
asesinados por orden de su tío, Ricardo Tercero
De todas maneras, la acción por la cual
Ricardo Tercero adquirió su fama de villano fue la desaparición de los dos
hijos de su hermano mayor, tras ser confinados en la Torre de Londres. Según
los enemigos del monarca, Ricardo, fue designado regente de los niños, luego de
la muerte de su padre, el rey Eduardo Cuarto. Con el propósito de ascender al
trono y no tener rivales, ordenó asfixiarlos.
Con el transcurso de los siglos, aumentaron
las dudas sobre la villanía de Ricardo Tercero. Había demasiados datos que
carecían de toda veracidad. Hasta que finalmente, en 1951, la escritora
Josephine Tey (seudónimo de Elizabeth MacKintosh) publicó The Daughter of Time, un mystery excepcional, que cambió las
reglas del juego al desmenuzar, en base a una prolija investigación histórica,
la leyenda del famoso villano.
Anthony Boucher dijo en The New York Times
que “éste es uno de los mejores policiales no del año, sino de todas las
épocas”.
LAS LEYES DE LA
NARRATIVA
En The
Daughter of Time, Tey consumó varias hazañas, entre ellas, la de trastornar
las reglas de la novela noir. Uno
piensa en una historia detectivesca, y de inmediato surge la figura del flatfoot,
el pesquisa que recorre kilómetros en cada una de sus investigaciones, hasta
hallar al culpable. Pero ¿qué ocurre con un detective que pasa todo el tiempo
en una cama de hospital, tras haber sufrido una espectacular caída persiguiendo
a un delincuente? El protagonista es Alan Grant, un inspector de Scotland Yard,
quien pasa aburridas horas de reposo, mientras los huesos de su quebrada pierna
se van soldando. Para sumar el insulto a la injuria, Grant no puede dedicarse a
su tarea de perseguir criminales. ¿Qué puede hacer para combatir el
aburrimiento? Sus amistades le ofrecen novelas, que son otra forma del tedio.
Finalmente, un día, una de sus amigas, una
actriz de teatro, recuerda la fascinación de Grant por las fotos y grabados, y
trae una colección de retratos vinculados a personajes históricos que causaron
grandes controversias durante su tránsito por éste mundo. Uno de los rostros
llama la atención del detective. Grant piensa que se trata del rostro de un
juez, “alguien acostumbrado a realizar tareas de gran responsabilidad. Alguien
responsable en su autoridad. Alguien excesivamente reflexivo. Un combatiente.
Quizás un perfeccionista”.
Cuando Grant observa la parte posterior del
retrato, descubre que el retrato pertenece al villano por excelencia de la
historia inglesa. ¿Cómo es posible que ese rostro que trasunta responsabilidad,
ecuanimidad, sea el de un asesino? Grant decide explorar la historia y la
leyenda de Ricardo Tercero. Y de esa manera, un detective inválido arrastra al
lector por los vericuetos de la historia inglesa. No hay pistas forenses, como
en las novelas policiales, solo libros de historia, en ocasiones manuscritos.
Toda clase de versiones surgen y son desechadas. ¿Qué historia es creíble? ¿La
historia oficial, escrita por los vencedores? ¿La historia del vencido, que
puede ser tan implausible como la oficial?
La autora no solo consiguió hacer
interesantes los libros revisados por Grant, algunos de los cuales se pierden
en las brumas del tiempo. Puso la narrativa policial topsy turvy, patas
para arriba. The Daughter of Time no
instala a un detective intentando desenmascarar a un culpable, sino su
conflicto interior: ¿cómo absolver a un ser que durante siglos ha sido una de
las encarnaciones del mal puro?
Es bueno insistir que la investigación es
realizada por un inspector de Scotland Yard confinado a una cama de hospital, a
veces ayudado por un joven investigador, Brent Carradine. Sus únicas
herramientas para resolver el enigma son diferentes textos de disímiles
historiadores. La novela transforma la crítica de textos en un arte mayor.
Hasta la forma de configurar una frase ofrece pistas sobre los sucesos
narrados. Grant excluye el testimonio de varios historiadores señalando que “en varias de las páginas algunos
cronistas usaban frases dotadas del aroma de chismes clandestinos o evocaban a
sirvientes espiando entre bastidores”.
Es obvio que Tey intentó sacar a Ricardo
Tercero del oprobio. Pero, al mismo tiempo, nunca transgredió las reglas del
policial. Su research es impecable. Y apasionante.
Es muy difícil entusiasmar al lector narrando
una historia de un país particular, en tiempos remotos, con el propósito de
salvar del oprobio a un monarca vilipendiado por incontables generaciones.
Pero el inspector Grant es un justiciero. Su tarea
es rescatar la inocencia de un temible personaje. En ese sentido, acata las
reglas del policial moderno. Reivindicar la inocencia de un ser humano es más
apasionante que confirmar su culpa. Pero además, la narradora, a través de los
textos consultados, consigue dar una andadura humana, actual, a seres que hace
mucho abandonaron nuestro mundo, y ya no pertenecen a nuestra manera de pensar.
Y también, hace surgir, como el genio de una botella, a un personaje totalmente
distinto al conocido por la historia, y rubricado por la leyenda.
Ignoramos si todas las conjeturas de la
novelista pueden corroborarse, pero Tey ratificó que es posible escribir una
historia alternativa de enorme rigor, tan aceptable como su versión contraria.
Por cierto, al final de la narración, Grant y
su Watson, el investigador Brent Carradine, están convencidos de que Enrique
Séptimo, el sucesor de Ricardo Tercero, fue el responsable del asesinato de los
príncipes recluidos en la Torre de Londres. Tal vez eso es implausible, aunque
Tey forja razones bastante creíbles para apuntalar su tesis.
Existe otra lección sustancial en esa
apasionante novela: la búsqueda de la verdad debe ser incesante, nunca se
agota. El título del relato, The Daughter
of Time, la hija del tiempo, es solo parte de la verdad. Pues se basa en un
adagio: Truth is the daughter of time,
la verdad es la hija del tiempo. Tal vez la pesquisa es porfiada, y no siempre
se concreta. Pero el intento vale la pena. Pues el resultado final es el encuentro
con la realidad, siempre más necesaria que las perniciosas fantasías.
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