Antoine de Sartine fue jefe de la policía de
París entre los años 1759 y 1774, durante el reinado de Luis Quince de Francia.
Según contó François Vidocq en sus memorias de rapiña y redención, Sartine
usaba a sus presos más diestros como espectáculo para complacer a poderosos
invitados.
“Ignoro el tipo de individuos que reclutaba
como policías”, dijo Vidocq en sus memorias. “Pero sé muy bien que bajo su
administración, los ladrones eran seres privilegiados, y abundaban en París”.
Sartine se interesaba “muy poco revisando las
tareas” de los ladrones, indicó Vidocq. Pero sí se lucía con ellos. “De tanto
en tanto, cuando uno de los ladrones le parecía inteligente, se divertía con
ellos”.
Por ejemplo, si un extranjero prominente
llegaba a París, Sartine ordenaba a los delincuentes con mayor experiencia que
le hurtaran algún objeto. Luego, ordenaba poner carteles en París, donde se
ofrecían cuantiosas recompensas para quien localizara el botín. Una vez la
víctima del robo se presentaba en la jefatura de policía, Sartine lo invitaba a
su despacho y le entregaba las prendas robadas. De esa manera, podía demostrar
que la policía francesa era la mejor del mundo, y él, un funcionario
irremplazable.
En ocasiones, según Vidocq, Sartine llamaba a
los ladrones más meritorios, y los arengaba de ésta manera: “Caballeros, el
honor y la reputación de los ladrones corre peligro. Por ejemplo, me dicen que
no pueden concretar cierto robo. El dueño de objetos de valor está en guardia
día y noche. Les ruego que forjen sus planes. Además, recuerden que también mi
honor está en juego, pues he jurado a algunos amigos que coronaremos la empresa
con éxito”.
Vidocq aseguraba que embajadores, príncipes, en
una ocasión el propio monarca de Francia, engalanaron con su presencia esos
juegos de vigilantes y ladrones.
“En esta época, apostamos a la velocidad de un
caballo”, decía Vidocq. “En la época de Sartine, se apostaba a la destreza de
un cortabolsas”.
Vidocq sugería que la pericia de un ladrón era
un invento de la policía. Los ladrones no eran tan hábiles como se creía.
Cuando algún delincuente no acataba las reglas del juego impuestas por Sartine,
de inmediato era apresado, y enviado a prisión en las colonias, de las cuales,
muy pocos retornaban vivos.
Tan poco temibles eran esos ladrones, que a
veces eran usados como objetos de trueque en juegos de seducción. Un ladrón era
invitado a una vivienda de una persona de alcurnia para mostrar cómo podía
abrir una caja fuerte en escasos minutos. Si una mujer presente se compadecía
del desdichado atracador, Sartine ordenaba ponerlo en libertad, a cambio de
obtener favores de la señora.
Las Memorias
de Vidocq indican que la corrupción de su tiempo estaba tan extendida, que
era difícil distinguir entre policías y ladrones. Su carrera lo demuestra.
Cuando se puso del lado de la ley, acabó con muchas bandas de salteadores
simplemente golpeando a la puerta de sus viviendas y llevándolos a la cárcel. Aquellos
de sus ex compañeros realmente inteligentes y audaces, fueron reclutados y
provistos de uniformes. En muchas ocasiones, la superioridad hacía la vista
gorda a sus tropelías, o compartía el botín. “Nadie les exigía abandonar su
lucrativa profesión de saquear bolsillos ajenos”, decía Vidocq. “Solo que
denunciaran a sus camaradas”.
LA CARGA DEL HOMBRE
BLANCO
La
“Venus hotentote”, una mujer africana, fue exhibida como un monstruo en Londres
y en Paris, a comienzos del siglo diecinueve. Luego de su muerte, a los 25 años
de edad, sus genitales fueron conservados en una campana de cristal, en Le Musee de l'Homme, en París.
Saartjie
Baartman, el nombre real de la “Venus hotentote”, contaba como principal
atributo con unas enormes nalgas. Su cuerpo, que duró escasamente sobre la
tierra, tuvo sin embargo un inmenso impacto en los años posteriores a su
muerte. Se estima que su paso por el mundo contribuyó a fundar en Europa el
llamado “racismo científico”. Todo parecía demostrar, a los iluminados
antropólogos de la época, que solo los europeos eran la raza elegida. El resto
de quienes habitaban la tierra eran seres inferiores, afectados por toda clase
de anomalías.
Saartjie
o Sara Baartman, fue trasladada de Sudáfrica a Inglaterra en 1810, posiblemente
como esclava, y exhibida en la Sala Egipcia de Piccadilly Circus, en Londres,
en noviembre de 1810. La mujer abandonaba una jaula emplazada sobre una
plataforma, y era presentada ante los espectadores como un tipo especial de
bestia.
Años
después, alrededor de septiembre de 1814, un hombre, Henry Taylor, se mudó con Sara
a Francia. Taylor la vendió a un domador de animales, S. Réaux, quien la
exhibió durante quince meses en el Palais Royal, donde causó sensación. Sus
desproporcionadas zonas erógenas parecían confirmar que pertenecía a una
primitiva etapa de la evolución humana.
Naturalistas
franceses la visitaron, entre ellos George Cuvier, fundador de la disciplina de
anatomía comparada.
Baartman
murió en diciembre de 1815, tras una severa inflamación. Se supone que la causa
fue viruela. Y aunque el científico Cuvier disecó su cuerpo, no se preocupó de
hacerle una autopsia, a fin de averiguar las causas de su muerte. Al parecer,
Cuvier solo se interesaba por los seres humanos, y Sara no pertenecía a esa
categoría. Su interés en la mujer era confirmar sus sospechas de que individuos
de otras razas, como los africanos, eran el eslabón perdido entre los animales
y seres superiores como los franceses.
Cuvier
logró interpretar los restos, a fin de acomodar sus hallazgos a sus teorías
sobre la evolución racial. Logró
tropezar con lo que había buscado. Era evidente que la Venus hotentote poseía
rasgos simiescos. En uno de sus trabajos explicó que sus pequeñas orejas eran
muy parecidas a las de un orangután. Y su vivacidad, cuando aún caminaba en
este mundo, podía compararse a la de un chimpancé.
Los
restos de Sara fueron exhibidos tras su muerte en el Museo del Hombre de París.
Durante un siglo y medio, los visitantes pudieron observar la disección de
Cuvier: su cerebro, su esqueleto, y sus genitales, además de un vaciado en yeso
de su cuerpo.
Recién
a fines de la década del sesenta del siglo pasado, varias feministas
denunciaron que la exhibición en el museo parisino era una afrenta a la mujer.
La
Francia donde pululaban fenomenólogos, existencialistas, recreadores del
psicoanálisis y famosos y aggiornados
antropólogos como Claude Levi Strauss, descubrió que en pleno París, había una
especie de monumento al racismo, ejemplificado por partes seccionadas del
cadáver de la Venus hotentote. El esqueleto cesó de ser exhibido en 1974, y el
vaciado en yeso del cuerpo, en 1976. Sus restos fueron devueltos a Sudáfrica en
el 2002 y recibieron una digna sepultura en Cabo Oriental.
Sara
Baartman no fue el único personaje exhibido como una anomalía en un museo.
Durante buena parte del siglo diecinueve,
y en casi la primera mitad del siglo veinte, las presuntas ciencias
plagadas de racismo florecieron en Estados Unidos y en Europa. Rasgos
fisiognómicos considerados bestiales, adornaron las páginas de los libros de
Cesare Lombroso, o periódicos como Der Stürmer
publicado por Julius Streicher en la Alemania nazi.
Cuando
el paleontólogo Stephen Jay Gould visitó el museo parisino, antes de que se
borraran las huellas de la presencia de la Venus hotentote, observó que las
partes pudendas de la mujer se hallaban en compañía de “los genitales disecados
de tres mujeres del Tercer Mundo”. En cambio, dijo Gould, “no encontré en el
museo ningún cerebro de mujer. Tampoco había genitales masculinos adornando la
colección”.
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