En el año 2004, publiqué la novela Las dos muertes del general Simón Bolívar,
la segunda parte de la Trilogía de la Patria Boba, que incluye también Los Papeles de Miranda, y Los años de la guerra a muerte. Ya para
esa época colaboraba desde Nueva York con el diario Tal Cual de Caracas, que dirigía Teodoro Petkoff. Y Teodoro, con gentileza
y afecto, escribió este prólogo, que para mí constituye un enorme galardón.
M.S.
Las dos muertes del general Simón Bolívar:
sentido del término”
Teodoro Petkoff
"No
es la muerte lo que me preocupa, sino la inmortalidad, que impide a una persona
descansar tranquila en su tumba”, pone Mario Szichman en boca de Bolívar, cuando
éste vive sus últimas horas en Santa Marta. No necesariamente incurre el
novelista en una licencia literaria. Bien pudo Bolívar haber pronunciado esa
frase. Se non é vera, é ben trovatta. Nada de extraño habría sido que El
Libertador, tan celoso de su gloria, intuyese que no iba a ser la suya una
inmortalidad tranquila. No lo ha sido. Desde que Guzmán Blanco instaló los
altares de esta religión laica que es el culto a Bolívar, en ella se han
amparado algunos de los más grandes pillos y prevaricadores de nuestra
historia, y, sin duda, todos los tiranos o aspirantes a tales, para cohonestar
desde latrocinios hasta crímenes de lesa humanidad, escudándose tras la
grandeza del caraqueño. Ciertamente, Bolívar no ha podido descansar en paz.
Sin
embargo, la religión bolivariana ha producido algunos resultados inesperados
para sus creadores y chamanes. Inventada como un artificio para legitimar
poderes autoritarios o abiertamente dictatoriales, el mito bolivariano ha
prendido en el alma popular venezolana. A pesar de que los sacerdotes de este
culto han sido, por lo general, unos tipos impresentables para el venezolano
del común, Simón Bolívar es casi un miembro de la familia. Se mantiene con él
una relación amable, coloquial, para nada reverencial, como la que se establece
con los santos patronos de las festividades religiosas venezolanas. En los
altares de cultos populares como el de María Lionza, El Libertador ocupa un
espacio propio, en cordial sincretismo con la Diosa, así como con el “Negro”
Felipe y con Guaicaipuro. Al igual que las grandes religiones universales, la
bolivariana se anida en esos pliegues del espíritu de donde la ciencia no ha
podido desalojarlas, proporcionando, como aquellas, consuelo y alivio para las
cuitas, no sólo políticas, de sus fieles. “Si Bolívar volviera...”, “Si Bolívar
estuviera vivo...”. Por ello, así como la fe de los católicos ha sobrevivido a
todos los crímenes y desaguisados que desde su Iglesia y en nombre de ella se
han cometido, la fe bolivariana ha resistido todas las trapacerías y
sinvergüencerías que se han adelantado colgándose de la guerrera del
general. Es la robustez popular del mito
la que mantiene viva la superestructura litúrgica desde donde ofician quienes
manipulan, explotan y trafican con la fe bolivariana de los humildes. Estos
sepulcros blanqueados, pensaría el agonizante Bolívar, cuando filosofaba sobre
la inmortalidad en la cual estaba a punto de entrar, habrían de ser los que le
impedirían descansar en paz.
Desde
luego que para combatir a impostores y fariseos, que juran el nombre de Bolívar
en vano, no es necesario en absoluto demoler al personaje. Esa sería una
empresa ociosa, estéril y contraproducente. Entre otras cosas porque su
incuestionable fulgor ha sobrevivido hasta a los asaltos de los “bolivarianos”,
de los “bolivareros”, de los amantes de la moneda que lleva su nombre. No era
poca cosa aquel hombrecito de metro y medio, de rara tenacidad y energía, amén
de una sobresaliente inteligencia y de un enorme coraje físico. Un político (lo
de militar fue una necesidad accesoria, en quien comprendió que la política que
pretendía adelantar sólo era viable por otros medios), de excepcionales
cualidades y visión, que, como todo aquel que actúa en política, por supuesto
que se contradijo a sí mismo muchas veces, porque, como todos, debía enfrentar
situaciones y coyunturas cambiantes, para las cuales no existían, ni podían
existir, respuestas unívocas. Su talento fue, precisamente, el de saber
contradecirse, el de no aferrarse a posturas dogmáticas. Tal vez leyó a Locke:
“Sólo los estúpidos no cambian nunca de opinión”. Un político de su tiempo, a quien le tocó
actuar en medio de turbulencias y tempestades terribles y tomar decisiones
muchas veces atroces –que, ciertamente, mal pueden ser extrapoladas para juzgarlas con ojos de
nuestra época-, pero que, sin embargo, aún colocadas algunas de ellas contra el
telón de fondo de los paradigmas de aquellos años, resultan harto discutibles.
En este sentido, dicho sea de pasada, el lector venezolano tiene a su alcance trabajos
esenciales para aproximarse al Bolívar de carne y hueso, que lo despojan de los
atributos gargantúescos con los cuales se le ha recargado. Desde la obra
seminal de Germán Carrera Damas hasta la reciente de Elías Pino Iturrieta,
pasando por la de Luis Castro Leiva, no son pocas las que se han ocupado de
desmistificar y desmitificar a El Libertador. Quien, por cierto, una vez
reducido a su dimensión humana, nos resulta, paradójicamente, aún más grande
que ese que quiere vendernos su mitología, porque en él se confunden, como debe
ser, el brillo de sus luces y los abismos de sus sombras.
Aceptarlo,
entonces, como una inevitabilidad en nuestro particular panteón criollo, pero
oponiéndose de plano a la utilización instrumental de su figura, sería hoy, tal
vez, un criterio para darle paz a su inquieta alma. Dejarlo, al fin, en una
inmortalidad tranquila, sin querer atribuirle otras virtudes que las que su
época le permitía exhibir ni excusando sus debilidades, sin las cuales su
condición humana sería reducida a puro misticismo. Asunto, hoy día, más
pertinente que nunca, porque ya se sabe que el culto bolivariano se encuentra
hiperestesiado de un modo grotesco, por una “revolución” (comillas
indispensables) que procura fundarse más
sobre su figura deificada que sobre su pensamiento -del cual se hacen citas
“todo terreno”, abusivamente descontextualizadas-, pero incluso falsificando o
distorsionando las respuestas, tanto de pensamiento como de acción, que en su
azarosa vida dio a las circunstancias y
que posteriormente sirvieron para construir el mito. Carente de pensamiento
teórico, Hugo Chávez quiere hacer del Bolívar ad usum que ha fabricado,
el cemento de esa quincalla ideológica que es su movimiento político,
manipulando obscenamente la devoción sin pretensiones que los humildes sienten
por El Libertador.
En este
sentido, este libro de Mario Szichman, argentino de nacimiento, pero que se ha
dedicado a querer a Venezuela, sobre cuyas gentes e historias ha escrito otros
textos, constituye una notable aproximación novelística al ciudadano y general
Bolívar. Nada puede ser más peligroso que hacer ficción sobre personajes que
dejaron historia e historias, documentadas en miles de páginas. Se corre el
inmenso riesgo de traicionar al protagonista, transformándolo en un constructo
meramente ideológico, tanto para bien como para mal –y por lo general, para
mal. O también se puede perpetrar una de esas horribles biografías noveladas,
equivalentes a una segunda muerte de la infortunada víctima. Szichman elude
ambas trampas y con indudable maestría narrativa y profundidad y agudeza
discursiva, nos entrega un Bolívar que, preparándose para morir, revisa su vida
sin complacencia ni autoindulgencia, dialogando con el pequeño entorno que lo
rodea o consigo mismo. En la novela toda la acción está en la mente de Bolívar
y en las reflexiones que comparte con el reducido grupo de sus interlocutores
en San Pedro Alejandrino. Hay una suerte de técnica cinematográfica, de
sucesivos flashbacks, que van llevado a Bolívar hacia atrás en su vida, en una
incesante seguidilla de recuerdos y densas meditaciones alrededor de ellos.
Cuando
Perú de Lacroix le pregunta qué diferencia hubo entre la barbarie de Boves y el
“rigor en el trato al enemigo” que dispensaban los patriotas, antes de responderle
Bolívar se hunde en su pensamiento. “Es cierto, prácticamente cada acto
cometido por Boves ha tenido su remedo en algunos de los nuestros. ¿Que Boves
mató a ancianos, mujeres y niños? ¿Y qué hizo el coronel patriota Campo Elías
cuando llegó a Calabozo? Una cuarta parte de la población fue pasada a cuchillo
porque se declaró realista. ¿Saqueos? Los nuestros superaron en ocasiones a los
cometidos por los Infernales de Boves. ¿Atrocidades? El Diablo Briceño ascendía
a sus soldados según las cabezas de godos que cortaban. Quien le traía veinte
cabezas era designado alférez. Con treinta cabezas se conseguía el rango de
teniente. Con cincuenta, el de capitán. Entonces ¿qué nos diferencia de Boves?”
Ante la
insistencia de quien habría de ser su más fiel cronista, Bolívar reflexiona en
voz alta: “¿Quiere un consejo, don Luis? Nunca consulte historias de pueblos
famosos. Nada va a ganar leyendo a Tácito. Si quiere descubrir el poder
desnudo, libre de las trampas de la retórica, estudie la historia de pueblos
desconocidos, nuestra historia. Una historia que creamos, redactamos y
reinventamos cada día con impunidad. ¿O cree que algún Guizot se va a tomar el
trabajo de viajar hasta estas playas para confirmarla? Decenas de brutos con
copiosos apellidos ocupan el centro de la escena, cometen atrocidades, y son
relevados por otros bárbaros con apellidos dispensados en alguna parroquia que
cometen atrocidades peores”.
Pero, de
Lacroix no se conforma y repite: “Tiene que haber una diferencia”. “Claro que
la hay” dice el moribundo, “La diferencia es que nosotros ganamos y que Boves
perdió”. Y un Bolívar que viene de regreso de todo, remata implacablemente:
“¿De dónde sacó la idea de que los buenos siempre terminan derrotando a los
malos? Los buenos son una corrección tardía. Los buenos son la gente mala que
llega al poder”.
Nuestra
guerra de independencia no puede haber sido nada muy diferente a lo que
Szichman recrea en cabeza de Bolívar.
“El tiempo está detenido en polvorientas sequías que preceden a lluvias
interminables”. “En ese paisaje invariable es posible elevar un catastro de
nuestros distintos tipos de desaliento. Basta analizar a qué distancia botamos
nuestras armas, en qué sitio decidimos comernos a nuestros caballos, en qué
momento las espuelas fueron desuncidas de nuestros talones y comenzaron a ser
blandidas en los puños para zanjar disputas. Y de la misma manera que el perro
sigue las huellas del excremento del león, las huestes de Boves siguen la pista
de nuestra disentería para acosarnos en la fuga”. “La sed es tan grande que los
soldados deben beber en zanjas donde hay soldados y caballos muertos. Y las
batallas son siempre imprecisas. Ese es el problema con la guerra de
exterminio. No hay victoria ni derrota. Sólo cuando un ejército puede hacer una
ecuación entre muertos y cautivos empieza a tener una idea de todo lo que le
falta por alcanzar...Sin rendición en masa nunca habrá esperanzas de victoria.
Y ese fue mi error durante la guerra a muerte. No podíamos calcular el número
de presos, ni darles ilusiones a los godos...ofrecerles algo a cambio de su
perverso orgullo...La única circunstancia afortunada fue que el imperio
español, en su destructiva grandeza, creyó que éramos inferiores”.
En ese
viaje hacia el fondo de sí mismo, como en una película en la cual cada
secuencia se va disolviendo en la que la precede cronológicamente, Bolívar se
reencuentra con los episodios más trágicos y turbios de su peripecia personal,
aquellos que involucraron a Francisco de Miranda y a Manuel Piar, que siente
necesario explicar, y explicarse a sí mismo, como producto de una suerte de raison
d́'Etat, pero, al mismo tiempo, los remordimientos por la entrega de uno y
el fusilamiento del otro, no dan descanso a su alma atribulada. ¿Los tuvo
realmente Bolívar o ya cuando agonizaba se le habían borrado de la mente?
Imposible saberlo, pero el monólogo interior alrededor de los dos personajes de
sus tormentos es tan persuasivo que nadie podría afirmar tajantemente que tal
cosa nunca pasó por su cabeza. Del mismo modo, de qué hablaron Bolívar y San
Martín, en Guayaquil, nunca se supo. Ninguno de los dos dejó acta de esa
conversación. Sin embargo, Szichman inventa un diálogo tan absolutamente
verosímil que cuesta trabajo imaginarlo pura ficción. Porque un gran atributo
de este libro, finalmente, es que aún basado en hechos ciertos y corroborados,
lo que Bolívar piensa y dice de ellos, lo que elabora en torno a ellos, a
través del escritor, es novela pura, gran novela, en el más estricto sentido
del término. Mario Szichman nos ha dado un texto del cual se guardará
memoria.
Caracas, 21 de mayo del 2004
En fecha reciente, la
editorial Catalá/Centauro Editores, lanzó la segunda edición impresa de Las dos muertes del general Simón Bolívar. La
versión digital de la novela se puede obtener en los siguientes outlets: Amazon; Barnes & Noble; Powell’s
Books; Books-A-Million; Ingram; Baker & Taylor; NACSCORP; y Bookazine,
entre otros.
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