miércoles, 21 de diciembre de 2016

“Las mujeres de Houdini”: Una novela escapista, que no escapa de la realidad


Mario Szichman


"Here's looking at you, kid".
Humphrey Bogart
a Ingrid Bergman
Casablanca


La mancha temática de Las mujeres de Houdini, es una postal en donde los abuelos de la protagonista “volaban, a bordo de un aeroplano ficticio, sobre los aires de París”.
Esa mancha temática se reitera en la portada de la novela de Sonia Chocrón. Recuerda, en su anticipación, The Red Right Hand, la magna obra de Joel Townley Rogers, un mystery que anuncia al asesino en el título.
La primera aparición de dos jóvenes recién casados, Isaac y Lía, “montados en un aeroplano ficticio, surcando los cielos de París, con la torre Eiffel como fondo”, pronostica aquello que ocurrirá luego en la novela, es la columna vertebral de la historia.
Todo narrador pasa su vida describiendo las peripecias que afligen su existencia. Aunque describa, como Edgar Rice Burroughs las aventuras de Tarzán de los monos, o nos introduzca, como Alfred Bester, en una cacería intergaláctica liderada por Gulliver Foley, el protagonista de Stars are my destination. Es, tal vez, una estrategia para emplazar a los personajes lo más lejos posible de sus avatares, o una astucia destinada a eludir el peligro de la confesión.  
¿Y qué ocurre en aquellas novelas que pisan tierra firme? ¿Cuánto hay de confesional en una fábula? ¿Narra el escritor desde la cautela, o necesita interferir en cada página para demostrar lo brillante que es? ¿Y qué sucede con los personajes? Hay dos posibilidades: o están ligados al cordón umbilical del narrador, y son apenas megáfonos encargados de diseminar sus ideas, o han logrado desprenderse del control de su creador y lo obligan a expresar ideas que no figuraban en su libreto.
Las mujeres de Houdini es una buena novela para plantearse esas preguntas. Al menos en las primeras páginas. Porque Sonia Chocrón logra de inmediato atrapar al lector con la historia, con los personajes, y con su voz. Sabe cómo armar individuos, brindarles diálogos plausibles, exhibir sus conflictos. Y de esa manera, compendia una historia familiar desde la ironía y la distancia.
La ficción que tiene a Sara Soler Brandao como protagonista, podría formar parte, tal vez, de la historia de la autora. La pasión con que evoca las tribulaciones de Sara, no deben diferir de manera exorbitante, de sus recuerdos. Su herencia judía (más sefardita que ashkenazi), se refleja en las tres generaciones de su saga. En la novela transitan los abuelos maternos, Lía e Isaac, Helena, la madre de Sara, y la protagonista, la cuasi memorista de la tribu, una esponja para absorber historias, algunas de las cuales son falsas. (La certeza suele arruinar una novela. La incertidumbre la hace avanzar). Los lectores van descubriendo, a cada página, que la mayoría de las teorías de la protagonista se van derrumbando como un castillo de naipes, y son reemplazadas por otras, más acuciantes o dolorosas.

Sonia Chocrón no solo describe una familia de gran complejidad; muestra además un conocimiento de primera mano de los personajes. Hay muchos odios, afectos y aventuras, que parecen aflorar no solo de la inventiva de la autora, sino de sus remembranzas. Y, al mismo tiempo, consigue hilvanar un claro relato que mantiene cautivo al lector.

EL GRAN ESCAPE

La heroína de Las mujeres de Houdini es Sara Soler Brandao. Sus apellidos parecen muy castizos. Solo el nombre causa incógnita. A poco de andar, se revela como un camouflage. Sara es judía por parte del padre, Isaac Brandao, de origen sefardita. Una herencia con una buena dosis de persecución. Los judíos sefarditas tienen más años de sabiduría que los ashkenazis, como reyes del escape. En la España de la Inquisición, esos judíos eran conocidos como “marranos”. Puesto que los familiares del Santo Oficio perseguían en España a quienes no consumían cerdo –eso se extendía a los moros—los sefarditas decidieron empezar a consumirlo ostentosamente, para salvar sus vidas, o evitar la expulsión. Tan exagerada era la (falsa) devoción de los marranos por esa carne, que los cristianos los rebautizaron con el nombre del animal que más detestaban.  (Muchos apellidos de marranos eran muy españoles, proclives al camouflage. Como por ejemplo Peres. Peres con “ese”, no con zeta. Y sus variantes. Un gran poeta judeo-polaco se llamaba Isaac Leib Peretz. Posiblemente sus ancestros provenían de la judería española).
Y la judeidad es otro de los factores centrales en Las mujeres de Houdini. La judeidad, y en ocasiones, la necesidad de ocultarla. Para eso, Chocrón tuvo la luminosa idea de usar al mago Harry Houdini como uno de los motores encargados de propulsar su historia.
Houdini, née Ehrich Weiss, uno de los grandes ilusionistas del siglo veinte, fue bautizado el rey del escape. Y lo primero que hizo, apenas entró en el mundo del espectáculo, fue escapar de su apellido y enmascararlo con otro, ofreciendo un declarado homenaje a uno de sus ídolos, el mago francés Jean-Eugène Robert-Houdin. (La sombra de su maestro se le hizo luego abrumadora, y escapó de ella escribiendo un tratado donde intentó demostrar que Robert Houdin era un farsante).
Las mujeres de la novela de Chocrón, suelen usar formas primitivas de los trucos de Harry Houdini “para desaparecer del panorama temporalmente”. La protagonista dice que “Por lo visto, el abandono era una tara familiar”. Su abuela había abandonado durante una semana a su abuelo; su madre, Helena, la había abandonado a ella durante cinco años, y ella abandonaba a su amante de turno, Xavier. Pero hay mucho más romance y tragedia en la desaparición de la abuela y de la madre. Y es tarea de la protagonista viajar a la semilla y descubrir los esqueletos en el closet.
El escritor argentino David Viñas hablaba de esos narradores que desacralizaban "mitos muy tiernos, densos, inhibitorios" pero sin usar el lacrimoso estilo del primer Dickens, sino tomando distancia y perspectiva, y sin juzgar. Especialmente, sin juzgar. Lo esencial para el narrador es participar en el juego, y abstenerse de la complicidad. La catarsis es el instrumento de la reflexión. No hay necesidad de estrujar pañuelos o romper lápices.
Chocrón recopila en su novela unos setenta años de historia, que se inicia en París, en la segunda década del siglo veinte, con los recién casados Lía e Isaac Brandao, exhibe flashes de la resistencia en Francia, aunque la tarea riesgosa corre a cargo de su abuela, Lía —una gentil— y culmina en la Venezuela chavista, donde la nieta, Sara, descubre nuevas formas de antisemitismo.
En cierto momento, Chocrón dice que su protagonista “Pasó por los muros externos de la sinagoga de los sefardíes” y “le llamaron la atención unas pintas en color rojo que combinaban sin armonía ni arte algunas esvásticas y frases odiosas contra los judíos”. Antes de la llegada del chavismo, el antisemitismo prácticamente no existía en Venezuela. Al menos, durante mi estadía en ese país, resultaba imperceptible. Pero el comandante eterno decidió que el hombre nuevo debía nutrirse de ese ingrediente.
Por cierto, durante las partes ambientadas en la Caracas del siglo veintiuno, la narradora va diseñando un sutil trasfondo de todo lo que ha ido cambiando en Venezuela durante los últimos tres lustros, desde el agobio burocrático, hasta la destrucción de toda forma de convivencia. El país, dice la escritora, “se debatía entre dos fuerzas naturales: el derrumbe o la inundación. Y entre dos condiciones humanas: la indolencia y la ira”. (Luego recuerda una frase lapidaria de Cantinflas: “¿Vamos a comportarnos como damas y caballeros o como lo que somos?”)
Sara no es una heroína. Al principio parece estar apenas un escalón más arriba del lumpenaje. Es “solamente Sara Soler, la astróloga y pitonisa, exsecuaz de las drogas, la experta en mundos sólidos y gaseosos, en traslaciones, en horarios y karmas”. ¿En qué ha consistido su vida? En “casarse, divorciarse, mudarse, estudiar los mapas siderales, no concebir, tener amantes, fumar yerba y unas cuantas cosas más, sembrar cebollas en el balcón de su apartamentito, adorar a dioses fértiles y criar un perro prestado y latoso”.
Pero Sara se va recreando, mejorando, haciéndose más profunda y sabia, en medio de imprevistas circunstancias. Y logra escapar hacia adelante, indagando en el mundo familiar que ha quedado atrás. Su modelo, “su fuente de vida”, ha sido su abuela Lía, esa mujer que aparecía en la foto del avioncito junto con su cónyuge, el abuelo Isaac, y que desapareció misteriosamente de París durante una semana, dando lugar a toda clase de eróticas conjeturas. Pero la abuela Lía ha tenido una vida más plena, de más riesgo, ayudando a niños a escapar del nazismo.
El friso que pinta Sonia Chocrón de esos dos mundos en que han vivido ella y sus ancestros, es de gran calidad. La suave ironía atempera los ramalazos de la angustia. Sara siempre logra salir adelante.
Las mujeres de Houdini es un libro muy bueno. Y muy especial. Con el acento en "especial". Marcel Proust mencionaba a algunos seres "muy leídos" que bostezaban aburridos cuando alguien le mencionaba un nuevo libro muy bueno. Esos seres "imaginaban algo como un compuesto de todos los libros buenos que habían leído", decía Proust. "Pero un libro realmente bueno es particular, imposible de prever. No consiste en la suma de todas las precedentes obras maestras, sino en algo que no se logra con haberse asimilado perfectamente esa suma, porque están, precisamente, fuera de ella".

Sonia Chocrón añade esta perfecta coda: la tarea de su narradora es “construir un relato, rellenarlo, colmarlo, de principio a fin, para que la vida tuviera lógica, y fuera una versión acabada y pulcra de lo que alguna vez ocurió”.

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