Mario Szichman
"Here's looking at you, kid".
Humphrey Bogart
a Ingrid Bergman
Casablanca
La mancha temática de Las mujeres de Houdini, es una postal en
donde los abuelos de la protagonista “volaban, a bordo de un aeroplano
ficticio, sobre los aires de París”.
Esa mancha temática se reitera
en la portada de la novela de Sonia Chocrón. Recuerda, en su anticipación, The Red Right Hand, la magna obra de
Joel Townley Rogers, un mystery que
anuncia al asesino en el título.
La primera aparición de dos
jóvenes recién casados, Isaac y Lía, “montados en un aeroplano ficticio,
surcando los cielos de París, con la torre Eiffel como fondo”, pronostica
aquello que ocurrirá luego en la novela, es la columna vertebral de la
historia.
Todo narrador pasa su vida describiendo
las peripecias que afligen su existencia. Aunque describa, como Edgar Rice
Burroughs las aventuras de Tarzán de los monos, o nos introduzca, como Alfred
Bester, en una cacería intergaláctica liderada por Gulliver Foley, el
protagonista de Stars are my destination.
Es, tal vez, una estrategia para emplazar a los personajes lo más lejos posible
de sus avatares, o una astucia destinada a eludir el peligro de la confesión.
¿Y qué ocurre en aquellas
novelas que pisan tierra firme? ¿Cuánto hay de confesional en una fábula? ¿Narra
el escritor desde la cautela, o necesita interferir en cada página para
demostrar lo brillante que es? ¿Y qué sucede con los personajes? Hay dos
posibilidades: o están ligados al cordón umbilical del narrador, y son apenas
megáfonos encargados de diseminar sus ideas, o han logrado desprenderse del
control de su creador y lo obligan a expresar ideas que no figuraban en su
libreto.
Las mujeres de Houdini es una buena novela para plantearse esas preguntas. Al menos en las
primeras páginas. Porque Sonia Chocrón logra de inmediato atrapar al lector con
la historia, con los personajes, y con su voz. Sabe cómo armar individuos, brindarles
diálogos plausibles, exhibir sus conflictos. Y de esa manera, compendia una
historia familiar desde la ironía y la distancia.
La ficción que tiene a Sara
Soler Brandao como protagonista, podría formar parte, tal vez, de la historia
de la autora. La pasión con que evoca las tribulaciones de Sara, no deben
diferir de manera exorbitante, de sus recuerdos. Su herencia judía (más
sefardita que ashkenazi), se refleja en las tres generaciones de su saga. En la
novela transitan los abuelos maternos, Lía e Isaac, Helena, la madre de Sara, y
la protagonista, la cuasi memorista de la tribu, una esponja para absorber
historias, algunas de las cuales son falsas. (La certeza suele arruinar una
novela. La incertidumbre la hace avanzar). Los lectores van descubriendo, a cada
página, que la mayoría de las teorías de la protagonista se van derrumbando
como un castillo de naipes, y son reemplazadas por otras, más acuciantes o
dolorosas.
Sonia Chocrón no solo describe
una familia de gran complejidad; muestra además un conocimiento de primera mano
de los personajes. Hay muchos odios, afectos y aventuras, que parecen aflorar
no solo de la inventiva de la autora, sino de sus remembranzas. Y, al mismo
tiempo, consigue hilvanar un claro relato que mantiene cautivo al lector.
EL GRAN ESCAPE
La heroína de Las mujeres de Houdini es Sara Soler
Brandao. Sus apellidos parecen muy castizos. Solo el nombre causa incógnita. A
poco de andar, se revela como un camouflage. Sara es judía por parte del padre,
Isaac Brandao, de origen sefardita. Una herencia con una buena dosis de
persecución. Los judíos sefarditas tienen más años de sabiduría que los
ashkenazis, como reyes del escape. En la España de la Inquisición, esos judíos
eran conocidos como “marranos”. Puesto que los familiares del Santo Oficio
perseguían en España a quienes no consumían cerdo –eso se extendía a los
moros—los sefarditas decidieron empezar a consumirlo ostentosamente, para
salvar sus vidas, o evitar la expulsión. Tan exagerada era la (falsa) devoción
de los marranos por esa carne, que los cristianos los rebautizaron con el
nombre del animal que más detestaban. (Muchos
apellidos de marranos eran muy españoles, proclives al camouflage. Como por
ejemplo Peres. Peres con “ese”, no con zeta. Y sus variantes. Un gran poeta
judeo-polaco se llamaba Isaac Leib Peretz. Posiblemente sus ancestros provenían
de la judería española).
Y la judeidad es otro de los
factores centrales en Las mujeres de
Houdini. La judeidad, y en ocasiones, la necesidad de ocultarla. Para eso,
Chocrón tuvo la luminosa idea de usar al mago Harry Houdini como uno de los
motores encargados de propulsar su historia.
Houdini, née Ehrich Weiss, uno
de los grandes ilusionistas del siglo veinte, fue bautizado el rey del escape.
Y lo primero que hizo, apenas entró en el mundo del espectáculo, fue escapar de
su apellido y enmascararlo con otro, ofreciendo un declarado homenaje a uno de
sus ídolos, el mago francés Jean-Eugène Robert-Houdin. (La sombra de su maestro
se le hizo luego abrumadora, y escapó de ella escribiendo un tratado donde
intentó demostrar que Robert Houdin era un farsante).
Las mujeres de la novela de
Chocrón, suelen usar formas primitivas de los trucos de Harry Houdini “para
desaparecer del panorama temporalmente”. La protagonista dice que “Por lo visto,
el abandono era una tara familiar”. Su abuela había abandonado durante una
semana a su abuelo; su madre, Helena, la había abandonado a ella durante cinco
años, y ella abandonaba a su amante de turno, Xavier. Pero hay mucho más
romance y tragedia en la desaparición de la abuela y de la madre. Y es tarea de
la protagonista viajar a la semilla y descubrir los esqueletos en el closet.
El escritor argentino David
Viñas hablaba de esos narradores que desacralizaban "mitos muy tiernos,
densos, inhibitorios" pero sin usar el lacrimoso estilo del primer
Dickens, sino tomando distancia y perspectiva, y sin juzgar. Especialmente, sin
juzgar. Lo esencial para el narrador es participar en el juego, y abstenerse de
la complicidad. La catarsis es el instrumento de la reflexión. No hay necesidad
de estrujar pañuelos o romper lápices.
Chocrón recopila en su novela
unos setenta años de historia, que se inicia en París, en la segunda década del
siglo veinte, con los recién casados Lía e Isaac Brandao, exhibe flashes de la
resistencia en Francia, aunque la tarea riesgosa corre a cargo de su abuela,
Lía —una gentil— y culmina en la Venezuela chavista, donde la nieta, Sara,
descubre nuevas formas de antisemitismo.
En cierto momento, Chocrón
dice que su protagonista “Pasó por los muros externos de la sinagoga de los sefardíes”
y “le llamaron la atención unas pintas en color rojo que combinaban sin armonía
ni arte algunas esvásticas y frases odiosas contra los judíos”. Antes de la
llegada del chavismo, el antisemitismo prácticamente no existía en Venezuela.
Al menos, durante mi estadía en ese país, resultaba imperceptible. Pero el
comandante eterno decidió que el hombre nuevo debía nutrirse de ese
ingrediente.
Por cierto, durante las partes
ambientadas en la Caracas del siglo veintiuno, la narradora va diseñando un
sutil trasfondo de todo lo que ha ido cambiando en Venezuela durante los
últimos tres lustros, desde el agobio burocrático, hasta la destrucción de toda
forma de convivencia. El país, dice la escritora, “se debatía entre dos fuerzas
naturales: el derrumbe o la inundación. Y entre dos condiciones humanas: la
indolencia y la ira”. (Luego recuerda una frase lapidaria de Cantinflas: “¿Vamos
a comportarnos como damas y caballeros o como lo que somos?”)
Sara no es una heroína. Al
principio parece estar apenas un escalón más arriba del lumpenaje. Es “solamente
Sara Soler, la astróloga y pitonisa, exsecuaz de las drogas, la experta en
mundos sólidos y gaseosos, en traslaciones, en horarios y karmas”. ¿En qué ha
consistido su vida? En “casarse, divorciarse, mudarse, estudiar los mapas
siderales, no concebir, tener amantes, fumar yerba y unas cuantas cosas más,
sembrar cebollas en el balcón de su apartamentito, adorar a dioses fértiles y
criar un perro prestado y latoso”.
Pero Sara se va recreando,
mejorando, haciéndose más profunda y sabia, en medio de imprevistas circunstancias.
Y logra escapar hacia adelante, indagando en el mundo familiar que ha quedado
atrás. Su modelo, “su fuente de vida”, ha sido su abuela Lía, esa mujer que
aparecía en la foto del avioncito junto con su cónyuge, el abuelo Isaac, y que
desapareció misteriosamente de París durante una semana, dando lugar a toda
clase de eróticas conjeturas. Pero la abuela Lía ha tenido una vida más plena,
de más riesgo, ayudando a niños a escapar del nazismo.
El friso que pinta Sonia
Chocrón de esos dos mundos en que han vivido ella y sus ancestros, es de gran
calidad. La suave ironía atempera los ramalazos de la angustia. Sara siempre
logra salir adelante.
Las mujeres de Houdini es un libro muy bueno. Y muy especial. Con el acento en
"especial". Marcel Proust mencionaba a algunos seres "muy
leídos" que bostezaban aburridos cuando alguien le mencionaba un nuevo
libro muy bueno. Esos seres "imaginaban algo como un compuesto de todos
los libros buenos que habían leído", decía Proust. "Pero un libro
realmente bueno es particular, imposible de prever. No consiste en la suma de
todas las precedentes obras maestras, sino en algo que no se logra con haberse
asimilado perfectamente esa suma, porque están, precisamente, fuera de
ella".
Sonia Chocrón añade esta
perfecta coda: la tarea de su narradora es “construir un relato, rellenarlo,
colmarlo, de principio a fin, para que la vida tuviera lógica, y fuera una
versión acabada y pulcra de lo que alguna vez ocurió”.
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