Mario Szichman
Hitler y su sobrina Geli Raubal
La historia de héroes y villanos se cuenta de adelante para atrás. Y
siempre interesa la psicopatología sexual. ¿Será por razones científicas, o
simplemente morbosas? La pregunta es si la sexualidad de una persona influye en
su control del poder, o si es una buena excusa para los tabloides.
Hace poco terminé una novela protagonizada por un criminal de guerra nazi.
Tras ser atrapado, el criminal de guerra decidía escribir sus memorias, y pedía
consejos a un compañero de celda. La primera recomendación que recibía era olvidar
su infancia, y concentrarse en su escandalosa sexualidad. El criminal de guerra
alegaba que se consideraba un ser normal. Estaba casado, tenía hijos, y había
cometido algunas infidelidades. Pero sus actividades eróticas eran de
naturaleza romántica. Su compañero de celda le explicaba que con esas premisas,
no iba a vender un solo ejemplar de sus memorias. Los lectores necesitaban leer
memorias sórdidas, repletas de espeluznantes detalles sobre sus hazañas y
desenfrenos en la cama.
Conocemos bastante de la sexualidad de Napoleón –solía ayudar a sus amantes
a arreglar el lecho, tras un encuentro erótico–, estamos enterados de que
Bolívar era un incansable seductor, aunque tenía la costumbre de que sus queridas
tuvieran a sus madres como chaperonas. Benito Mussolini tuvo como concubina a
Clara Petacci. Ambos se juraron amor eterno, y fueron ejecutados de manera
conjunta por partisanos italianos.
En el caso de Hitler, es posible que el dictador alemán haya sido un
perverso. Tuvo varias amantes, pero la más famosa de ellas fue Eva Braun, con
quien se casó horas antes del suicidio de ambos en la cancillería del Tercer
Reich.
Ya desde el comienzo de su carrera política, Hitler explicó a miembros de
su entourage que no podía casarse,
pues eso caería muy mal entre sus seguidoras.
El único misterio de la vida sexual del Führer fue su sobrina, Angelika,
(Geli) Raubal, hija de su hermanastra Angela. Geli nació en 1908, y
aparentemente se suicidó en septiembre de 1931, cuando tenía 23 años de edad.
La novela de Ron Hansen Hitler’s
Niece señala que Hitler asesinó a su sobrina cuando ella amenazó con
abandonarlo. El hecho de que Geli apareciera muerta en el apartamento de Hitler
en Munich, y que haya usado la pistola Walther del líder nazi, lejos de indicar
un asesinato, podría corroborar la hipótesis del suicidio. Un homicida no
comete la torpeza de matar a una persona en su propio apartamento, y usando su
arma de fuego.
Para el momento de la muerte de Geli, Hitler tenía suficientes malhechores
a su alrededor para librarse de su sobrina sin problemas. Por otra parte, tras
el fallecimiento de Geli, Hitler se hundió en la depresión, buscó refugio en
una vivienda situada a orillas del lago Tegernsee, y no asistió al funeral de
su sobrina que se realizó en Viena. Recién dos días más tarde visitó su tumba,
en el cementerio central de Viena.
Luego de que Eva Braun se convirtiera en su amante, Hitler declaró a uno de
sus biógrafos que Geli había sido la única mujer que había amado en su vida. Su
cuarto en Berghof fue conservado tal como ella lo había dejado, y mandó colgar
su retrato en la cancillería de Berlín.
Son demasiadas pruebas que parecerían corroborar el dolor de un amante, no las
huellas de un crimen.
Hitler’s Niece es una
novela muy bien escrita, muy apasionante, y que parece, sin embargo,
extrañamente desdoblada. ¿Por qué Hansen introdujo la versión del asesinato, en
vez de aceptar la del suicidio? Sospecho que era la única forma de introducir
la inhumanidad en el Führer. ¿Las razones? Posiblemente la presión del público
lector. En ese sentido, la frase final de la novela es una de las claves.
Mientras el líder nazi explica a Rudolf Hess, uno de sus principales
lugartenientes, que su propósito es olvidar el pasado y concentrarse en la
lucha política futura, el novelista dice: “Era como si (Hitler) estuviese
imaginando una historia aún por ser escrita. Imaginó a seis millones de judíos (las cursivas son del autor). Con voz
firme y confiada, dijo, ´Y ahora, dejemos que comience la lucha´”.
Eso lo dice Hitler en 1931, días después del funeral de Geli. Su lucha por
asumir el liderazgo del Tercer Reich recién se concretó en 1933. Ni siquiera
Hitler podía imaginar en 1931 que ordenaría asesinar a seis millones de judíos.
La primera intención de los nazis, tal como lo corroboró el criminal de guerra
Adolf Eichmann durante su proceso en Jerusalén, era deportar a los judíos a
Madagascar. Además, ningún jerarca nazi conocía la cifra exacta de los judíos
que serían capturados y llevados a las cámaras de gases.
Creo que Hansen padeció una dificultad similar a la mía, cuando estaba
escribiendo la novela sobre un criminal de guerra nazi. Recuerdo que mi
editora, Carmen Virginia Carrillo, se mostró desconcertada porque mi criminal
de guerra no tenía excesivas trazas de criminal. En cuanto al Hitler que diseñó
Hansen es más rico como personaje, y al mismo tiempo más inquietante, porque es
el político que aún no accedió al poder. ¿A quién le interesa un homicida
menor? Solo cuando emerge de su anonimato y se convierte en un dirigente
adquiere fascinación. Es en ese instante cuando la imagen del protagonista
queda alterada de manera irremisible.
En mi caso, y gracias a los sabios consejos de la profesora Carrillo, pude
mostrar, creo, que el criminal de guerra no mostraba The banality of evil de la que hablaba Hannah Arendt. Algo que, por
cierto, se ha corroborado en un reciente libro de una profesora alemana, donde
se dice que el criminal de guerra tiene propósitos muy bien definidos, y una
vasta filosofía encargada de respaldar sus excusas para asesinar.
En el tema de Hansen, el hecho de que haga merodear en el futuro los seis
millones de judíos que Hitler pensaba matar, o apueste al asesinato de Geli, le
habría permitido dedicar el resto de la novela a mostrar con sutileza y gran
perspicacia, el ascenso al poder de un político muy peligroso.
Lo siniestro consiste en mostrar que es fácil dejarse seducir por un
monstruo. Si la criatura de Frankenstein explicase sus motivos antes de su
primer asesinato, sería un personaje simpático, no temible. La inteligencia de
Mary Shelley fue exhibir sus justificaciones tras cometer crímenes. Y las
apologías del monstruo resultan bastante plausibles, aunque resultan
obliteradas por sus previas acciones.
No he leído muchas novelas donde Hitler aparece como ser humano. Los
diálogos que mantiene el futuro Führer en Hitler’s
Niece son los de un neurótico, no los de un psicótico. Sus relaciones
familiares, sus frustradas aspiraciones, su ascenso político, su feroz
antisemitismo, son como el sounding board
en el cual muchos alemanes se habrían sentido reflejados. Algunos de sus
diálogos son inquietantes, perfectos, porque muestran la personalidad de Hitler,
sus defectos, y también ciertas virtudes. Es obvio que tenía una fijación con
su madre, y que en su familia, la idea del incesto estaba muy arraigada.
La novela comienza en 1908, cuando Hitler tenía 19 años, y Geli era una
recién nacida. Adolf es un fracasado, con ciertos atributos psicóticos. En
cierta ocasión, junto con uno de sus amigos de infancia, compra un billete de
lotería, y empieza a hacer planes de lo que hará con el dinero ganado. Todo lo bosqueja,
desde su carrera de pintor, hasta los edificios que piensa construir como
arquitecto. Cuando su billete no gana, Adolf considera que eso forma parte de
una conspiración para impedirle avanzar en la vida. En las sombras, merodea su
madre muerta, quien creía que “Adolf está repleto de un fabuloso talento. Solo
necesita ser aguijoneado”.
La novela concluye con el asesinato de Geli. Algo del pronóstico materno se
cumple. Pues un ser indisciplinado, que odiaba el trabajo, era obsecuente con
sus jefes, y estaba cargado de odio y de envidia, se encamina hacia un pedestal
que lo convertirá en un líder mundial, y en un émulo de Gengis Khan y de
Torquemada.
Hansen nos pasea por el mundo y submundo que creó la jerarquía nazi.
Personajes como Heinrich Himmler, Joseph Goebbels, Herman Goering, Rudolf Hess,
están retratados con mano maestra. No hay diálogo que suene afectado. Y la
recreación de época, es impar. Pero el novelista necesitaba cierto arrojo para
plantear inquietantes preguntas. Optó, en cambio, por un método más seguro. El
hecho de que Hansen haga merodear en el futuro los seis millones de judíos que
Hitler pensaba matar, o apueste al asesinato de Geli, le permitió emplazar
balizas, como esas que marcan el lugar de un accidente. Eso le dio espacio para trazar inquietantes
conjeturas en base a un personaje muy difícil de aceptar en sus propios
términos, y asomar al lector al abismo. El problema es aceptar, como decía Friedrich
Nietzsche, que en ese caso, “el abismo termina por contemplarnos”.
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