Mario Szichman
The plot of The Empty Region takes the reader from the base camps of holy warriors in Pakistan, to the security corridors of the CIA and the FBI. It's a fascinating puzzle inhabited by historical characters, including Osama bin Laden and George W. Bush, as well as officials familiar with the tragedy´s inner workings.
The narrator leads us along the terminals where the air pirates of al–Qaida consummated their tragic ritual, makes us travel on the airplanes, turned into guided missiles, and recreates the 102 minutes when the burning towers of the World Trade Center became hell on earth. Although violence and destruction are the background of the novel, the one who is brought to the foreground of the story is the common citizen.
Infused with glimpses of humor and irony, The Empty Region is also a love story, and a song of life, populated by characters difficult to forget.
“Szichman [...] Has the accuracy of an entomologist, shows rhetorical display, scary emotion, poignant suspense. The narrative interest consists in the vertigo of the events and in the performances of their main character´s.” Fernando Rodríguez LaFuente. Cultural Suplement. ABC of Madrid.
La trama de La región vacía nos transporta desde los campamentos de guerreros santos en Pakistán, hasta los pasillos de seguridad de la CIA y del FBI.
Se trata de un fascinante acertijo poblado de personajes históricos, entre ellos Osama bin Laden y George W. Bush, así como de funcionarios que conocen los entretelones de la tragedia.
El narrador nos conduce por los terminales donde los piratas aéreos de al-Qaida marchan a consumar su trágico ritual, nos hace viajar en los aviones, convertidos en misiles guiados, y vivir los 102 minutos en que las incendiadas torres del World Trade Center se convirtieron en el infierno en la tierra.
Aunque la violencia y la destrucción son el trasfondo de la novela, a través de ese episodio inaugural del siglo veintiuno, es el ciudadano común quien pasa al primer plano en la narración.
Marcada por el humor y la ironía, La región vacía es también una historia de amor, y un canto a la vida, encarnada en personajes difíciles de olvidar.
“Szichman […] cuenta con precisión de entomólogo, con alarde retórico, con emoción aterradora, con suspense conmovedor. El interés narrativo está en el vértigo de los acontecimientos y de las actuaciones del mosaico de protagonistas”. Fernando Rodríguez Lafuente, en El Cultural de ABC de Madrid.
Para
Luis Rafael Hernández
y
Pío Serrano,
por
creer en el proyecto,
y
plasmarlo.
El primer artículo sobre los ataques a las torres gemelas en
Nueva York, apareció el 12 de septiembre de 2001 en el periódico Tal Cual de Caracas.
Mi labor principal la cumplía en la agencia noticiosa The Associated Press. Cubría el llamado graveyard shift, el turno del
cementerio. A lo largo de más de una década, llené varios centenares de páginas
con mis experiencias sobre ese día, y sus secuelas. También escribí un libro de
non fiction, que nunca publiqué. La región vacía no figuraba en mis
planes narrativos. Pensaba que el tema merecía el formato de un ensayo, de unas
250 páginas.
Un día, le comenté a la profesora Carmen Virginia Carrillo,
editora de mis novelas, mi idea de narrar, desde la ficción, esa jornada
alucinante. Hay temas que “se prestan” para la transmutación de un ensayo
periodístico en ficción, y otros a los que es imposible hincarles el diente.
Al día siguiente, Carmen Virginia me envió el germen de la
novela. Cometo la indiscreción de citar algunos párrafos: “Tú me preguntas: ¿Sobre qué escribir? por ejemplo, sobre un periodista
que trabajó trece años en la redacción de una agencia periodística en el
horario nocturno y todo lo que vio, lo que experimentó, a lo que renunció por
haber permanecido tanto tiempo en ese turno. Tu eres, además de escritor,
periodista, esa ha sido tu vida, tu otra pasión. Haz una novela de un
periodista, inspírate en lo que ha significado el periodismo para ti, para tus
amigos. Arma intrigas en base a los intríngulis que suceden en una redacción, los amoríos secretos, las traiciones, las
trampas, transfórmate en el protagonista de tu novela, fantasea con ello.
Explica cómo consigues la noticia, revela la primicia, discute la ética, y las veces
en que alguien se pone en juego para ser el mejor.
“Tu escritura tiene la madurez suficiente para que la
dejes emerger sola, hacerse, escribirse. Organiza una estructura narrativa que pueda
levantar un edificio sobre ese tema en particular. Esa historia, que es tu
historia, exagerada, fantaseada, inventada, pero solo tuya…
“No te has planteado hacer una novela porque amas la
crónica y sientes que ficcionalizar ese evento sería restarle la veracidad que pretende
el género periodístico. Te pregunto, entre los dos géneros, ¿cuál te permite contar con mayor libertad tu
versión de lo sucedido?”
Tal vez para otros narradores, escribir es un arte que
concreta un ser acosado por demonios interiores. Para mí, es solo un oficio,
que se practica todos los días con sólidos cimientos –particularmente con una
buena trama y personajes atractivos.
Los narradores profesionales no escriben a ciegas. Desde el principio suelen conocer el final. Tampoco
intentan descubrir cómo avanzará su narración. Su misión es atrapar la atención
del lector, brindarle seres de carne y hueso, lograr que se apasione con los
personajes, impedir que lo defrauden. Y para eso resulta esencial el sounding board del editor.
Un editor limita desaciertos, advierte al escritor cuando
ha llegado a un punto muerto. A veces, lo que pareciera un conflicto no es de
manera alguna un conflicto; en otras, conviene prescindir de personajes, o
fundir a varios en uno solo. Y además, el editor nos ahorra un tiempo precioso.
Los lectores agradecen a un autor que escribe in white heat. El producto tiene la fuerza de un cross a la mandíbula, como decía Roberto
Arlt.
Doctor
Jekyll and Mr. Hyde tiene semejante
impacto porque Robert Louis Stevenson la escribió en tres días. Y As I Lay Dying, de William Faulkner,
atrapa al lector de las solapas porque Faulkner la escribió en seis semanas y
el vértigo de la escritura se transmuta en el vértigo de la lectura.
Solo la venganza se saborea mejor como un plato frío.
La escritura consiste en machacar en caliente. El editor también nos ofrece su
fervor, aleja obstáculos, contribuye a eludir coartadas.
Uno de los consejos de la
profesora Carrillo, que me permitió avanzar en la trama fue la creación del
protagonista, el periodista Jeremiah Richards. Lo que resultó un excelente hilo
conductor, pues conozco la profesión.
A través de su figura, de su
pasión por Marcia, la madre de dos jóvenes muertos en los ataques, estuve en
condiciones de narrar la historia de algunos de los sobrevivientes y de los familiares de los deudos. Así pude
entender el trágico trasfondo. Además, en ese amor entre Jeremiah y Marcia, que
al principio parece imposible, intenté sintetizar la esperanza de la
resurrección. Soy un ferviente partidario de los finales felices.
Fue así como surgió mi novela sobre
los atentados del 9/11: La región vacía, publicada
por la editorial española Verbum, en español (2014) y en inglés (2016).
A continuación incluyo un fragmento del relato, protagonizado por uno de los piratas aéreos
que participaron en los ataques del 11 de septiembre de 2001 (en ambos idiomas).
“Su vida había sido un completo desastre desde la infancia.
Y sin embargo, le resultaba imposible ser descortés. Suqami había sido criado
por sus abuelos, luego del divorcio de sus padres. (No, luego del divorcio de
su padre. Un día su padre le había dicho a su madre: “Te divorcio”, y se había
marchado con otra mujer).
Su madre había tenido que trabajar como criada y nunca
alcanzaba el dinero. A partir de los nueve años, la calle se había convertido
en la vivienda de Suqami. Lo habían arrestado dos veces por robo, había sido
apaleado, un policía había hundido su rostro en una zanja y habría muerto
ahogado de no ser porque el policía se aburrió y le quitó la mano de la nuca.
Apenas en una ocasión Suqami se había mostrado descortés,
cuando le vació el ojo a un enemigo que era el doble de su tamaño. Los hermanos
del tuerto lo buscaron, lo persiguieron hasta arrinconarlo en un muelle, y lo
dejaron por muerto en un almacén repleto de alfombras húmedas que apestaban. Le
habían atravesado sus muñecas con ganchos de carnicero y colgado de una viga
del techo. El dolor en las muñecas nunca lo había abandonado. Parte del dinero
que obtenía de sus robos lo usaba para comprar hashish, que calmaba el
persistente dolor.
Cuando pensó por primera vez en su cercana muerte Suqami
tenía catorce años. Con suerte, podría sobrevivir uno o dos años. Fue salvado
por un religioso al que todos consideraban loco porque predicaba la guerra
santa a pesar de su obesidad.
El jeque había simpatizado con Suqami de inmediato. Le
gustaban sus modales corteses. Además, también tenía un ojo de vidrio, aunque
no se lo había vaciado un enemigo sino un maestro de escuela que le había
insertado el puntero en el ojo para que prestara atención.
El jeque había curado a Suqami de su adicción a fuerza de
rezos. Suqami empezó a orar cinco veces por día. Solía acostarse a las nueve de
la noche, pero un reloj interior lo despertaba puntualmente a la una de la
mañana para concluir su jornada de oraciones. Así había avanzado por la vida,
siempre cortés, cada vez más pulcro, más decidido a hacer el sacrificio final.
––-0––-
Suqami estaba sentado en primera clase, en el asiento 10B
del avión de American Airlines. Observó la panorámica por la ventanilla del
avión. Todo parecía distante. Las nubes eran como una gigantesca sábana blanca
sin arrugas. No había relieve, nada parecía desplazarse. El único ruido era el
amortiguado ronquido de los motores. Bruscamente, por un hueco de las nubes,
asomaron las torres gemelas. Tuvo el privilegio de sentir aprensión. Compartía con
seis de sus compañeros la jerarquía del miedo.
Les echó un vistazo. Sus rostros nada decían. Pero todos
ellos debían sentir cierta jactancia además de miedo; estaban orgullosos de
administrar el destino de centenares de personas en los aviones y en las
torres.
La situación comenzaría pronto a cambiar, cuando sus
compañeros enfilasen hacia la cabina del piloto para apropiarse de los comandos
del avión.
Suqami ya había visto varios ensayos generales, podía
adelantarse en su imaginación a lo que sucedería. En Tora Bora habían
construido una pobre representación de la cabina de un avión y se habían
turnado para simular el degollamiento de los pilotos. En ocasiones, habían
fingido el asesinato de todos los pasajeros, yendo fila por fila de asientos,
de dos en dos, para acatar la rutina ordenada por sus instructores. Sus
fingidas víctimas eran adolescentes con años de entrenamiento que presentaban
resistencia.
Pero si las películas de Hollywood no mentían, escaseaban
las personas atléticas entre los viajeros de aeronaves.
Suqami suspiró. Su miedo comenzó a diluirse en las tareas
que aún faltaban por llevar a cabo, en la mecánica de los movimientos que
deberían realizar para controlar la cabina del piloto y obligar a los pasajeros
y a los sobrecargos a respetar sus órdenes. Si todo iba bien, únicamente habría
que matar a los pilotos, aunque era probable que alguno de los sobrecargos
intentase impedir el acceso a la cabina.
A medida que la situación se hiciese más peligrosa, Suqami y
sus compañeros tropezarían con nuevas formas de normalidad. Todo aquello que
había sido peor hasta ese instante sería recordado como algo corriente algunos
minutos más tarde. El ambiente se iría reajustando con cada nuevo incidente.
Los pasajeros se mantendrían en la inocencia hasta el final, pues era imposible
detectar la contingencia.
En esa nueva normalidad, que terminaría en la colisión
contra la Torre Norte, confiarían ciegamente en la voz del presunto piloto
pidiéndoles calma, anunciándoles que debían retornar al aeropuerto.
Habría un desfase entre lo que estaba ocurriendo a toda
velocidad y la percepción en la cabina. Los piratas aéreos y los pasajeros
navegarían mundos distintos, unos anticipándose al final, los otros habitando
en el puro presente, aguardando los días por venir.
Suqami se encontraba en un gigantesco laboratorio donde
podría observar toda clase de portentos. Todo lo que iba a ocurrir, nunca antes
había sucedido a bordo de un avión comercial. Estaban por ingresar en un
universo donde se fusionarían por breves instantes elementos que nunca antes
habían sido combinados.
Era comprensible sentir miedo, pero había algo más, pensó
Suqami, mientras sentía la euforia que a veces lo estremecía en Tora Bora
cuando observaba los precipicios y sentía tanto frío que se rendía ante él
permitiendo que su cuerpo se desplomara.
En un video de vuelos de simulación había anticipado una y
otra vez lo que iba a ocurrir. Finalmente podría presenciar en vivo y en
directo las fugaces imágenes que en el video no podían tocarlo.
Una vez el avión acoplara su forma a los vidrios de
rascacielos al pasar velozmente a escasos metros de sus estructuras, podría
experimentar simultáneamente la vida y la muerte.
En ese momento se le acercó una aeromoza, y le dijo que debía
abrocharse el cinturón de seguridad. Suqami pidió disculpas y empezó a
abrocharse el cinturón con nerviosos dedos. Siguió mostrando su torpeza y su
cortesía, haciendo gestos de amabilidad a la aeromoza, que le ofreció una
sonrisa.
La aeromoza avanzó una fila. Justo delante de Suqami estaba
sentado un hombre obeso, pelirrojo. La aeromoza le dijo algo al hombre, que
hizo un gesto con la cabeza y enderezó su asiento. El movimiento fue brusco. El
hombre giró la cabeza y pidió disculpas a Suqami exhibiendo una ancha sonrisa.
Suqami le devolvió la sonrisa.
En ese momento, Suqami observó que dos de sus compañeros
forcejeaban violentamente con la puerta de la cabina del piloto y lanzaban
gritos.
El hombre sentado delante de Suqami se libró de su cinturón
de seguridad en un instante, pero no logró erguirse. Suqami extrajo la afilada
tarjeta de crédito del bolsillo izquierdo de su saco y seccionó la garganta del
pasajero desollándose los dedos.
La sangre anegó el cuello del hombre y cubrió su camisa
blanca. El hombre se desplomó en su asiento. Suqami se puso de pie, observó en
todas direcciones pidiendo calma y disculpas a la aeromoza, amenazando a todos
con su improvisada cuchilla.
Se sintió avergonzado, molesto. No le agradaba llamar la
atención. Pensó que así había sido durante toda su vida y ya era demasiado
tarde para cambiar.”
–––––––––––––––––––––––––––-00–––––––––––––––––––––––––––––––––
“Since childhood, his
life had been a nightmare. And yet, he couldn´t learn how to be rude. Suqami
had been raised by his grandparents after his parents’ divorce. (No! after his
father´s divorce. One day his father told her mother: “I´m divorcing you,” and
left home escorted by another woman). His mother started working as a maid and
there was never enough money at home. From age nine, the streets became
Suqami´s dwelling. He had been arrested twice for theft, had been beaten, and a
policeman had sunk his face into a ditch. He could have drowned, but the
policeman became bored and took his hand from Suqami´s neck.
Only in one instance
Suqami showed cruelty, when he emptied the eye of a teenager double his size.
The brothers of the one-eyed enemy searched for him, and cornered him in a
wharf. He was left dying in a store full of humid carpets that smelled like
rotten carcasses. His wrists had been attached with butcher hooks, and he was
hung up from the roof beam. The ache on his wrists was constant. With part of
the money he stole he started buyingt hashish, which helped him to soothe the
tenacious pain.
Suqami was fourteen years
old the first time he thought about his death, which he suspected was imminent.
With some luck, he could survive one, two more years. But one day he was saved
by a sheik, a pious man whom everybody considered a madman, because he was
preaching the holy war in spite of his obesity.
The sheikh sympathized
with Suqami almost from the beginning. He liked his courteous manners. In
addition, he also had a glass eye, although it wasn´t an enemy who drained it,
but a school teacher who had inserted his pointer on his eye after calling for
attention. The sheikh had cured Suqami from his hashish addiction by the force
of invocations. Suqami started to pray five times a day. He used to go to bed
at nine in the evening, but an internal clock woke him up at one in the morning
to complete his journey of prayers. In such ways, he advanced in life, always
courteous, increasingly tidy, more resolute than ever to make the final
sacrifice.
Suqami was in seat 10B of
American Airlines plane. He looked at the panorama through the window seat.
Everything seemed distant. The clouds were like a vast white sheet without
wrinkles. Nothing seemed to move. The only noise was the muted snoring of the
engines. Suddenly, the twin towers showed off through the clouds.
Suqami had the privilege
of sharing with six partners the hierarchy of fear. He threw a glance at them.
Their faces were expressionless. But all of them should have felt some kind of
proud besides fear, because they were managing hundreds of people fates. The situation
will soon change, once Suqami´s partners will go toward the cockpit to
commandeer the aircraft.
Suqami had already
watched several rehearsals, and could anticipate what was going to happen. In
Tora Bora al—Qaida had built a poor mock of the plane cockpit, and they rotated
places to feign the stabbing of the pilots. In occasions, they also faked the
murder of all the passengers, walking row after row of seats, going two in two,
following the routine ordered by their instructors. Their bogus victims were
adolescents with years of training who fought the attacks back. But, if Hollywood
films were telling the truth athletic people weren´t the norm among travelers.
He sighed. His fear
started to assuage when he thought about the tasks which he still had to carry
out, and on the mechanics of the actions he should perform to control the
cockpit and force the flight attendants and passengers to obey his orders. If
all went well, it would be necessary only to kill the pilots, although it was
possible that at least one of the flight attendants would try to block the
cabin´s door. As the situation would become more dangerous, Suqami and his
companions will find new routines. Everything that had been worse until that
moment would be considered as uneventful some minutes later. Each new incident
would readjust the environment. Passengers would be kept in the dark until the
last minute, because it´s never easy to detect the unusual.
In the new normalcy,
which would end once the planes crashed against the North Tower, all the
passengers would blindly trust the voice of the supposed pilot, explaining the
need to go back to the airport, asking for calm. There would be a gap between
what was happening at full speed and the perception at the pilot´s cabine. The
hijackers and passengers would travel in different worlds, the first assured
about the closing moments, the others inhabiting the whole present, waiting
placidly for the next days.
Suqami felt that he was
flying in a giant laboratory, watching all sorts of wonders. Everything which
was going to occur had never happened before on board a commercial aircraft.
They were arriving at a universe where for some instants would merge elements
never previously assembled. Although it was understandable to feel fright,
there was something else. Suqami experienced some of the euphoria he had felt
at times in Tora Bora, looking at the astounding heights while enduring such
cold that he finally yielded to it, letting his body collapse in the icy
ground.
In a few more minutes the
aircraft would plunge into one of the World Trade Center towers. In a flight
simulation video he had anticipated over and over what was going to happen.
Finally he would be able to feel, alive and in person, the unreachable images
displayed in the video.
Once the plane would
adapt its form to the skyscraper windows passing hurriedly a few yards from
their structures, he might experience life and death at the same time.
He was approached by a
stewardess, who ordered him to buckle the seat belt. Suqami apologized and
began to fasten the belt with nervous fingers. He continued to show at once his
clumsiness and his courtesy, making friendly gestures toward the stewardess,
who offered him a smile.
The stewardess moved one
row on. Just in front of Suqami a red haired obese man was seated. The
stewardess said something to the man, who made a gesture with his head and
tilted his seat. It was an abrupt movement. The man turned his head and
apologized to Suqami displaying a wide smile. Suqami returned the smile.
At that moment, two of
Suqami companions tried to open the cockpit door while shouting insults. The
man sitting in front of Suqami, free himself from his safety belt, but couldn´t
stand up. Suqami extracted the sharpened credit card from the left pocket of
his coat and cut the passenger´s throat. He felt his fingers skinned. Blood
flooded from the man´s neck and covered his white shirt. The man slumped in his
seat. Suqami stood, looked up in all directions calling for calm and apologized
to the flight attendant, while threatening everyone with his makeshift blade.
He felt embarrassed, annoyed. He never liked calling for attention. It had been
the same with him all his life and it was too late to change his behavior right
now.”
––––––––––––––––––-00––––––––––––––––––––––––––
Las dos versiones de la novela pueden obtenerse en el
siguiente enlace: http://www.verbumeditorial.com/es/libreria
No hay comentarios:
Publicar un comentario