domingo, 11 de septiembre de 2016

El retorno a "La Región Vacía": El cultivo de una obsesión, la labor del editor

Mario Szichman


The plot of The Empty Region takes the reader from the base camps of holy warriors in Pakistan, to the security corridors of the CIA and the FBI. It's a fascinating puzzle inhabited by historical characters, including Osama bin Laden and George W. Bush, as well as officials familiar with the tragedy´s inner workings. 
        The narrator leads us along the terminals where the air pirates of al–Qaida consummated their tragic ritual, makes us travel on the airplanes, turned into guided missiles, and recreates the 102 minutes when the burning towers of the World Trade Center became hell on earth. Although violence and destruction are the background of the novel, the one who is brought to the foreground of the story is the common citizen.
       Infused with glimpses of humor and irony, The Empty Region is also a love story, and a song of life, populated by characters difficult to forget.
       “Szichman [...] Has the accuracy of an entomologist, shows rhetorical display, scary emotion, poignant suspense. The narrative interest consists in the vertigo of the events and in the performances of their main character´s.” Fernando Rodríguez LaFuente. Cultural Suplement. ABC of Madrid.



La trama de La región vacía nos transporta desde los campamentos de guerreros santos en Pakistán, hasta los pasillos de seguridad de la CIA y del FBI.
      Se trata de un fascinante acertijo poblado de personajes históricos, entre ellos Osama bin Laden y George W. Bush, así como de funcionarios que conocen los entretelones de la tragedia.
     El narrador nos conduce por los terminales donde los piratas aéreos de al-Qaida marchan a consumar su trágico ritual, nos hace viajar en los aviones, convertidos en misiles guiados, y vivir los 102 minutos en que las incendiadas torres del World Trade Center se convirtieron en el infierno en la tierra. 
      Aunque la violencia y la destrucción son el trasfondo de la novela, a través de ese episodio inaugural del siglo veintiuno, es el ciudadano común quien pasa al primer plano en la narración.
      Marcada por el humor y la ironía, La región vacía es también una historia de amor, y un canto a la vida, encarnada en personajes difíciles de olvidar.
      “Szichman […] cuenta con precisión de entomólogo, con alarde retórico, con emoción aterradora, con suspense conmovedor. El interés narrativo está en el vértigo de los acontecimientos y de las actuaciones del mosaico de protagonistas”. Fernando Rodríguez Lafuente, en El Cultural de ABC de Madrid.
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Para Luis Rafael Hernández
y Pío Serrano,
por creer en el proyecto,
y plasmarlo.


El primer artículo sobre los ataques a las torres gemelas en Nueva York, apareció el 12 de septiembre de 2001 en el periódico Tal Cual de Caracas.
Mi labor principal la cumplía en la agencia noticiosa The Associated Press. Cubría el llamado graveyard shift, el turno del cementerio. A lo largo de más de una década, llené varios centenares de páginas con mis experiencias sobre ese día, y sus secuelas. También escribí un libro de non fiction, que nunca publiqué. La región vacía no figuraba en mis planes narrativos. Pensaba que el tema merecía el formato de un ensayo, de unas 250 páginas.  
Un día, le comenté a la profesora Carmen Virginia Carrillo, editora de mis novelas, mi idea de narrar, desde la ficción, esa jornada alucinante. Hay temas que “se prestan” para la transmutación de un ensayo periodístico en ficción, y otros a los que es imposible hincarles el diente.
Al día siguiente, Carmen Virginia me envió el germen de la novela. Cometo la indiscreción de citar algunos párrafos: “Tú me preguntas: ¿Sobre qué escribir? por ejemplo, sobre un periodista que trabajó trece años en la redacción de una agencia periodística en el horario nocturno y todo lo que vio, lo que experimentó, a lo que renunció por haber permanecido tanto tiempo en ese turno. Tu eres, además de escritor,  periodista, esa ha sido tu vida, tu otra pasión. Haz una novela de un periodista, inspírate en lo que ha significado el periodismo para ti, para tus amigos. Arma intrigas en base a los intríngulis que suceden en una redacción, los amoríos secretos, las traiciones, las trampas, transfórmate en el protagonista de tu novela, fantasea con ello. Explica cómo consigues la noticia, revela la primicia, discute la ética, y las veces en que alguien se pone en juego para ser el mejor.
“Tu escritura tiene la madurez suficiente para que la dejes emerger sola, hacerse, escribirse. Organiza una estructura narrativa que pueda levantar un edificio sobre ese tema en particular. Esa historia, que es tu historia, exagerada, fantaseada, inventada, pero solo tuya…
“No te has planteado hacer una novela porque amas la crónica y sientes que ficcionalizar ese evento sería restarle la veracidad que pretende el género periodístico. Te pregunto, entre los dos géneros,  ¿cuál te permite contar con mayor libertad tu versión de lo sucedido?”

Tal vez para otros narradores, escribir es un arte que concreta un ser acosado por demonios interiores. Para mí, es solo un oficio, que se practica todos los días con  sólidos cimientos –particularmente con una buena trama y personajes atractivos.
Los narradores profesionales no escriben a ciegas.  Desde el principio suelen conocer el final. Tampoco intentan descubrir cómo avanzará su narración. Su misión es atrapar la atención del lector, brindarle seres de carne y hueso, lograr que se apasione con los personajes, impedir que lo defrauden. Y para eso resulta esencial el sounding board del editor.
Un editor limita desaciertos, advierte al escritor cuando ha llegado a un punto muerto. A veces, lo que pareciera un conflicto no es de manera alguna un conflicto; en otras, conviene prescindir de personajes, o fundir a varios en uno solo. Y además, el editor nos ahorra un tiempo precioso. Los lectores agradecen a un autor que escribe in white heat. El producto tiene la fuerza de un cross a la mandíbula, como decía Roberto Arlt.
Doctor Jekyll and Mr. Hyde tiene semejante impacto porque Robert Louis Stevenson la escribió en tres días. Y As I Lay Dying, de William Faulkner, atrapa al lector de las solapas porque Faulkner la escribió en seis semanas y el vértigo de la escritura se transmuta en el vértigo de la lectura.
Solo la venganza se saborea mejor como un plato frío. La escritura consiste en machacar en caliente. El editor también nos ofrece su fervor, aleja obstáculos, contribuye a eludir coartadas.
Uno de los consejos de la profesora Carrillo, que me permitió avanzar en la trama fue la creación del protagonista, el periodista Jeremiah Richards. Lo que resultó un excelente hilo conductor, pues conozco la profesión.
A través de su figura, de su pasión por Marcia, la madre de dos jóvenes muertos en los ataques, estuve en condiciones de narrar la historia de algunos de los sobrevivientes  y de los familiares de los deudos. Así pude entender el trágico trasfondo. Además, en ese amor entre Jeremiah y Marcia, que al principio parece imposible, intenté sintetizar la esperanza de la resurrección. Soy un ferviente partidario de los finales felices.
 Fue así como surgió mi novela sobre los atentados del 9/11: La región vacía, publicada por la editorial española Verbum, en español (2014) y en inglés (2016).

A continuación incluyo un fragmento del relato,  protagonizado por uno de los piratas aéreos que participaron en los ataques del 11 de septiembre de 2001 (en ambos idiomas).

“Su vida había sido un completo desastre desde la infancia. Y sin embargo, le resultaba imposible ser descortés. Suqami había sido criado por sus abuelos, luego del divorcio de sus padres. (No, luego del divorcio de su padre. Un día su padre le había dicho a su madre: “Te divorcio”, y se había marchado con otra mujer).
Su madre había tenido que trabajar como criada y nunca alcanzaba el dinero. A partir de los nueve años, la calle se había convertido en la vivienda de Suqami. Lo habían arrestado dos veces por robo, había sido apaleado, un policía había hundido su rostro en una zanja y habría muerto ahogado de no ser porque el policía se aburrió y le quitó la mano de la nuca.
Apenas en una ocasión Suqami se había mostrado descortés, cuando le vació el ojo a un enemigo que era el doble de su tamaño. Los hermanos del tuerto lo buscaron, lo persiguieron hasta arrinconarlo en un muelle, y lo dejaron por muerto en un almacén repleto de alfombras húmedas que apestaban. Le habían atravesado sus muñecas con ganchos de carnicero y colgado de una viga del techo. El dolor en las muñecas nunca lo había abandonado. Parte del dinero que obtenía de sus robos lo usaba para comprar hashish, que calmaba el persistente dolor.
Cuando pensó por primera vez en su cercana muerte Suqami tenía catorce años. Con suerte, podría sobrevivir uno o dos años. Fue salvado por un religioso al que todos consideraban loco porque predicaba la guerra santa a pesar de su obesidad.
El jeque había simpatizado con Suqami de inmediato. Le gustaban sus modales corteses. Además, también tenía un ojo de vidrio, aunque no se lo había vaciado un enemigo sino un maestro de escuela que le había insertado el puntero en el ojo para que prestara atención.
El jeque había curado a Suqami de su adicción a fuerza de rezos. Suqami empezó a orar cinco veces por día. Solía acostarse a las nueve de la noche, pero un reloj interior lo despertaba puntualmente a la una de la mañana para concluir su jornada de oraciones. Así había avanzado por la vida, siempre cortés, cada vez más pulcro, más decidido a hacer el sacrificio final.
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Suqami estaba sentado en primera clase, en el asiento 10B del avión de American Airlines. Observó la panorámica por la ventanilla del avión. Todo parecía distante. Las nubes eran como una gigantesca sábana blanca sin arrugas. No había relieve, nada parecía desplazarse. El único ruido era el amortiguado ronquido de los motores. Bruscamente, por un hueco de las nubes, asomaron las torres gemelas. Tuvo el privilegio de sentir aprensión. Compartía con seis de sus compañeros la jerarquía del miedo.
Les echó un vistazo. Sus rostros nada decían. Pero todos ellos debían sentir cierta jactancia además de miedo; estaban orgullosos de administrar el destino de centenares de personas en los aviones y en las torres.
La situación comenzaría pronto a cambiar, cuando sus compañeros enfilasen hacia la cabina del piloto para apropiarse de los comandos del avión.
Suqami ya había visto varios ensayos generales, podía adelantarse en su imaginación a lo que sucedería. En Tora Bora habían construido una pobre representación de la cabina de un avión y se habían turnado para simular el degollamiento de los pilotos. En ocasiones, habían fingido el asesinato de todos los pasajeros, yendo fila por fila de asientos, de dos en dos, para acatar la rutina ordenada por sus instructores. Sus fingidas víctimas eran adolescentes con años de entrenamiento que presentaban resistencia.
Pero si las películas de Hollywood no mentían, escaseaban las personas atléticas entre los viajeros de aeronaves.
Suqami suspiró. Su miedo comenzó a diluirse en las tareas que aún faltaban por llevar a cabo, en la mecánica de los movimientos que deberían realizar para controlar la cabina del piloto y obligar a los pasajeros y a los sobrecargos a respetar sus órdenes. Si todo iba bien, únicamente habría que matar a los pilotos, aunque era probable que alguno de los sobrecargos intentase impedir el acceso a la cabina.
A medida que la situación se hiciese más peligrosa, Suqami y sus compañeros tropezarían con nuevas formas de normalidad. Todo aquello que había sido peor hasta ese instante sería recordado como algo corriente algunos minutos más tarde. El ambiente se iría reajustando con cada nuevo incidente. Los pasajeros se mantendrían en la inocencia hasta el final, pues era imposible detectar la contingencia.
En esa nueva normalidad, que terminaría en la colisión contra la Torre Norte, confiarían ciegamente en la voz del presunto piloto pidiéndoles calma, anunciándoles que debían retornar al aeropuerto.
Habría un desfase entre lo que estaba ocurriendo a toda velocidad y la percepción en la cabina. Los piratas aéreos y los pasajeros navegarían mundos distintos, unos anticipándose al final, los otros habitando en el puro presente, aguardando los días por venir.
Suqami se encontraba en un gigantesco laboratorio donde podría observar toda clase de portentos. Todo lo que iba a ocurrir, nunca antes había sucedido a bordo de un avión comercial. Estaban por ingresar en un universo donde se fusionarían por breves instantes elementos que nunca antes habían sido combinados.
Era comprensible sentir miedo, pero había algo más, pensó Suqami, mientras sentía la euforia que a veces lo estremecía en Tora Bora cuando observaba los precipicios y sentía tanto frío que se rendía ante él permitiendo que su cuerpo se desplomara.
En un video de vuelos de simulación había anticipado una y otra vez lo que iba a ocurrir. Finalmente podría presenciar en vivo y en directo las fugaces imágenes que en el video no podían tocarlo.
Una vez el avión acoplara su forma a los vidrios de rascacielos al pasar velozmente a escasos metros de sus estructuras, podría experimentar simultáneamente la vida y la muerte.
En ese momento se le acercó una aeromoza, y le dijo que debía abrocharse el cinturón de seguridad. Suqami pidió disculpas y empezó a abrocharse el cinturón con nerviosos dedos. Siguió mostrando su torpeza y su cortesía, haciendo gestos de amabilidad a la aeromoza, que le ofreció una sonrisa.
La aeromoza avanzó una fila. Justo delante de Suqami estaba sentado un hombre obeso, pelirrojo. La aeromoza le dijo algo al hombre, que hizo un gesto con la cabeza y enderezó su asiento. El movimiento fue brusco. El hombre giró la cabeza y pidió disculpas a Suqami exhibiendo una ancha sonrisa. Suqami le devolvió la sonrisa.
En ese momento, Suqami observó que dos de sus compañeros forcejeaban violentamente con la puerta de la cabina del piloto y lanzaban gritos.
El hombre sentado delante de Suqami se libró de su cinturón de seguridad en un instante, pero no logró erguirse. Suqami extrajo la afilada tarjeta de crédito del bolsillo izquierdo de su saco y seccionó la garganta del pasajero desollándose los dedos.
La sangre anegó el cuello del hombre y cubrió su camisa blanca. El hombre se desplomó en su asiento. Suqami se puso de pie, observó en todas direcciones pidiendo calma y disculpas a la aeromoza, amenazando a todos con su improvisada cuchilla.
Se sintió avergonzado, molesto. No le agradaba llamar la atención. Pensó que así había sido durante toda su vida y ya era demasiado tarde para cambiar.”
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“Since childhood, his life had been a nightmare. And yet, he couldn´t learn how to be rude. Suqami had been raised by his grandparents after his parents’ divorce. (No! after his father´s divorce. One day his father told her mother: “I´m divorcing you,” and left home escorted by another woman). His mother started working as a maid and there was never enough money at home. From age nine, the streets became Suqami´s dwelling. He had been arrested twice for theft, had been beaten, and a policeman had sunk his face into a ditch. He could have drowned, but the policeman became bored and took his hand from Suqami´s neck.
Only in one instance Suqami showed cruelty, when he emptied the eye of a teenager double his size. The brothers of the one-eyed enemy searched for him, and cornered him in a wharf. He was left dying in a store full of humid carpets that smelled like rotten carcasses. His wrists had been attached with butcher hooks, and he was hung up from the roof beam. The ache on his wrists was constant. With part of the money he stole he started buyingt hashish, which helped him to soothe the tenacious pain.
Suqami was fourteen years old the first time he thought about his death, which he suspected was imminent. With some luck, he could survive one, two more years. But one day he was saved by a sheik, a pious man whom everybody considered a madman, because he was preaching the holy war in spite of his obesity.
The sheikh sympathized with Suqami almost from the beginning. He liked his courteous manners. In addition, he also had a glass eye, although it wasn´t an enemy who drained it, but a school teacher who had inserted his pointer on his eye after calling for attention. The sheikh had cured Suqami from his hashish addiction by the force of invocations. Suqami started to pray five times a day. He used to go to bed at nine in the evening, but an internal clock woke him up at one in the morning to complete his journey of prayers. In such ways, he advanced in life, always courteous, increasingly tidy, more resolute than ever to make the final sacrifice.

Suqami was in seat 10B of American Airlines plane. He looked at the panorama through the window seat. Everything seemed distant. The clouds were like a vast white sheet without wrinkles. Nothing seemed to move. The only noise was the muted snoring of the engines. Suddenly, the twin towers showed off through the clouds.
Suqami had the privilege of sharing with six partners the hierarchy of fear. He threw a glance at them. Their faces were expressionless. But all of them should have felt some kind of proud besides fear, because they were managing hundreds of people fates. The situation will soon change, once Suqami´s partners will go toward the cockpit to commandeer the aircraft.
Suqami had already watched several rehearsals, and could anticipate what was going to happen. In Tora Bora al—Qaida had built a poor mock of the plane cockpit, and they rotated places to feign the stabbing of the pilots. In occasions, they also faked the murder of all the passengers, walking row after row of seats, going two in two, following the routine ordered by their instructors. Their bogus victims were adolescents with years of training who fought the attacks back. But, if Hollywood films were telling the truth athletic people weren´t the norm among travelers.
He sighed. His fear started to assuage when he thought about the tasks which he still had to carry out, and on the mechanics of the actions he should perform to control the cockpit and force the flight attendants and passengers to obey his orders. If all went well, it would be necessary only to kill the pilots, although it was possible that at least one of the flight attendants would try to block the cabin´s door. As the situation would become more dangerous, Suqami and his companions will find new routines. Everything that had been worse until that moment would be considered as uneventful some minutes later. Each new incident would readjust the environment. Passengers would be kept in the dark until the last minute, because it´s never easy to detect the unusual.
In the new normalcy, which would end once the planes crashed against the North Tower, all the passengers would blindly trust the voice of the supposed pilot, explaining the need to go back to the airport, asking for calm. There would be a gap between what was happening at full speed and the perception at the pilot´s cabine. The hijackers and passengers would travel in different worlds, the first assured about the closing moments, the others inhabiting the whole present, waiting placidly for the next days.
Suqami felt that he was flying in a giant laboratory, watching all sorts of wonders. Everything which was going to occur had never happened before on board a commercial aircraft. They were arriving at a universe where for some instants would merge elements never previously assembled. Although it was understandable to feel fright, there was something else. Suqami experienced some of the euphoria he had felt at times in Tora Bora, looking at the astounding heights while enduring such cold that he finally yielded to it, letting his body collapse in the icy ground.
In a few more minutes the aircraft would plunge into one of the World Trade Center towers. In a flight simulation video he had anticipated over and over what was going to happen. Finally he would be able to feel, alive and in person, the unreachable images displayed in the video.
Once the plane would adapt its form to the skyscraper windows passing hurriedly a few yards from their structures, he might experience life and death at the same time.
He was approached by a stewardess, who ordered him to buckle the seat belt. Suqami apologized and began to fasten the belt with nervous fingers. He continued to show at once his clumsiness and his courtesy, making friendly gestures toward the stewardess, who offered him a smile.
The stewardess moved one row on. Just in front of Suqami a red haired obese man was seated. The stewardess said something to the man, who made a gesture with his head and tilted his seat. It was an abrupt movement. The man turned his head and apologized to Suqami displaying a wide smile. Suqami returned the smile.
At that moment, two of Suqami companions tried to open the cockpit door while shouting insults. The man sitting in front of Suqami, free himself from his safety belt, but couldn´t stand up. Suqami extracted the sharpened credit card from the left pocket of his coat and cut the passenger´s throat. He felt his fingers skinned. Blood flooded from the man´s neck and covered his white shirt. The man slumped in his seat. Suqami stood, looked up in all directions calling for calm and apologized to the flight attendant, while threatening everyone with his makeshift blade. He felt embarrassed, annoyed. He never liked calling for attention. It had been the same with him all his life and it was too late to change his behavior right now.”

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Las dos versiones de la novela pueden obtenerse en el siguiente enlace: http://www.verbumeditorial.com/es/libreria

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