Mario Szichman
"Aquellos que hacen creer a otras personas en
absurdos,
Pueden lograr que otras personas cometan
atrocidades"
Voltaire
Voltaire se hizo amigo de
personajes muy poderosos, pero algunos de ellos, tras la admiración inicial por
el filósofo, historiador, poeta y narrador, empezaron a odiarlo con enorme
intensidad, a raíz de su vitriólico humor. Entre ellos figuraba el rey Federico
de Prusia, quien primero invitó a Voltaire a ser funcionario de su corte, y
luego, cuando las cosas se pusieron espesas, ordenó su arresto en Fráncfort,
exigiendo que le devolviera un volumen de sus obras. (El arresto se prolongó
cinco meses, y las autoridades prusianas también aprovecharon para humillar a
la amante de Voltaire). Inclusive circuló el rumor de que el rey ordenó el
vapuleo de Voltaire por parte de uno de sus lacayos.
El escándalo fue corolario de
que Voltaire publicó su Diatriba del doctor
Akakia una parodia de la túrgida filosofía de Pierre Louis Maupertuis,
presidente de la Academia de Ciencias de Berlín, y protegido del monarca.
La diatriba contra Maupertuis
fue la gota que rebasó el vaso. Es posible que los celos hayan llevado a Voltaire
a menospreciar al filósofo, o
a tratar de desplazarlo a fin de quedarse como favorito del rey, aunque
Voltaire tenía poderosas razones para ese desdén.
Maupertuis propiciaba curiosas
teorías sobre el ser humano. En uno de sus tratados propuso disecar los
cerebros de los indios de la Patagonia para descubrir la naturaleza del alma. Señaló,
además, la ventaja de construir una ciudad donde solo se permitiera hablar el
latín, recomendó excavar un pozo que llegara al centro de la tierra, y aconsejó
curar enfermedades y preservar la vida durante varios siglos cubriendo a los
pacientes con colofonia, una resina natural.
Voltaire
Voltaire formuló al monarca
algunos comentarios sobre las extrañas teorías de Maupertuis. Dicen que
Federico de Prusia tuvo un ataque de risa cuando Voltaire criticó un libro de
su rival. Luego, se disgustó. A ningún soberano le gusta que un advenedizo
cuestione sus designaciones. Para Federico de Prusia, el ingreso en su corte de
un hombre como Maupertuis: matemático, filósofo, y hombre de letras, era algo
similar a emplazar una preciada perla en su corona. No iba a permitir que un
advenedizo, como Voltaire, ironizara sobre
esa adquisición, y por añadidura, hundiera en el ridículo al encargado de
nombrarlo.
CÁNDIDO: EL MEJOR
DE LOS MUNDOS POSIBLES
La novela corta Cándido, o el optimismo fue escrita por
Voltaire en 1758, cuando tenía 64 años, y era ya muy famoso. Forma parte de sus
Cuentos filosóficos. Lo curioso es
que el escritor consideró esos relatos una parte menor de su obra, aunque es la
más perdurable. ¿Quién representa hoy sus tragedias, quien recuerda sus poemas?
Siguen en cambio persistiendo sus escritos históricos como La historia de Carlos XII, La
era de Luis XIV, La era de Luis XV
o el Ensayo sobre las costumbres de las
naciones, y especialmente su formidable vena satírica, descollante en sus
relatos, en su drama La doncella,
donde destruye el mito de Juana de Arco, o en el Diccionario filosófico.
El detonante de la historia de
Cándido son dos famosos terremotos,
el de 1746 en Lima, y el de 1755 en Lisboa, que hicieron creer a muchos la
llegada del fin del mundo. El chivo expiatorio fue el filósofo alemán Gottfried
Wilhelm Leibniz. Por supuesto, Leibniz no era el estúpido optimista que creía
que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Voltaire se limitó a reírse de
la teoría de Leibniz usando algunos de sus conceptos y retorciendo su
interpretación, algo que también hizo con la teología de los jesuitas, o con
varias doctrinas políticas.
Cándido es un ingenuo
adolescente nacido en Westfalia, Alemania. En realidad, ese lugar es una alegoría
del paraíso en la tierra. Sus amos son el barón Thunder-ten-trockh y su esposa.
Tienen una hija, Cunegunda, de la cual Cándido está perdidamente enamorado, y
un tutor, Pangloss, uno de los grandes personajes de la literatura moderna,
quien enseña una apócrifa versión de la teoría de Leibniz.
Esta es la presentación que
hace Voltaire del barón: “Era el señor barón uno de los caballeros más
poderosos de la Westfalia; su quinta tenía puerta y ventanas, y en la sala principal
había una colgadura. Los perros de su casa componían una jauría cuando era menester;
los mozos de su caballeriza eran sus picadores, y el teniente-cura del lugar su
primer capellán: todos se echaban a reír cuando decía algún chiste”.
Esta es la primera visión que
tenemos del doctor Pangloss: “Demostrado está, decía Pangloss, que no pueden
ser las cosas de otro modo; porque habiéndose hecho todo con un fin, no puede
menos este de ser el mejor de los fines. Nótese que las narices se hicieron
para llevar anteojos, y por eso nos ponemos anteojos; las piernas para llevar
calcetas, y por eso llevamos calcetas; las piedras para sacarlas de la cantera
y hacer mansiones, y por eso tiene Su Señoría una hermosa mansión… como los
cerdos nacieron para que se los coman, todo el año comemos tocino. De suerte que
quienes sustentan que todo está bien, han dicho un disparate: deberían decir
que todo representa el ápice de la perfección”.
Pero rápidamente Cándido es
desterrado del paraíso, tras ser sorprendido intentando seducir a Cunegunda. El
barón Thunder-ten-trockh lo expulsa del castillo, Cándido es reclutado por el
ejército búlgaro, y dejado por muerto en el campo de batalla.
Tras algunas peripecias, que
incluyen la huida del regimiento de búlgaros, el protagonista encuentra a un
pordiosero, “cubierto de lepra, los ojos casi ciegos, carcomida la punta de la
nariz, la boca tuerta, ennegrecidos los dientes, y el habla gangosa,
atormentado de una violenta tos, y escupiendo una muela a cada esfuerzo”.
El pordiosero es el doctor
Pangloss (rebautizado por Voltaire como “el filósofo más aventajado de la
provincia, y por consiguiente del orbe entero”). Tras relatarle a Cándido que
el castillo ha sido atacado y destruido por el ejército búlgaro, Cunegunda ha
sido violada, y el barón y la baronesa asesinados junto con el resto de los
habitantes, revela a su discípulo las razones de su lamentable estado.
La culpa es del amor, dice
Pangloss. “¡Ay! Ha sido el amor; el amor, el consolador del linaje humano, el conservador
del universo, el alma de todos los seres sensibles, el mórbido amor”. Y ¿cómo tan
bella causa ha podido producir tan
abominables efectos? Pues ocurre que Pangloss tuvo relaciones con Paquita, “aquella
linda doncella de nuestra ilustre baronesa. En sus brazos gocé los placeres
celestiales, que han producido los infernales tormentos que me consumen”.
Paquita había contraído una enfermedad venérea. “Debió este don a un franciscano
muy instruido, que había recibido el achaque de una condesa vieja, la cual lo había
obtenido de un capitán de caballería, que lo adquirió de una marquesa, a quien
se lo dio un paje, que lo consiguió de un jesuita, el cual, siendo novicio, lo había
recibido en línea directa de uno de los compañeros de Cristóbal Colón”.
Cuando Cándido dice que esa
genealogía de la sífilis parece tener el origen en el diablo, Pangloss le
explica que por el contrario, esa enfermedad es un don divino, “algo
indispensable, un necesario ingrediente del más excelente de los mundos”. Si
Colón no hubiera contraído “este mal que envenena el manantial de la generación,
y que a veces estorba la misma generación, no tendríamos ni chocolate ni cochinilla”. Y aunque la enfermedad “es ahora
peculiar de este continente, no menos que la teología escolástica… hay razón
suficiente para que la padezcan dentro de algunos siglos” todos los habitantes
de la tierra.
Con ese mismo sarcasmo,
Voltaire analiza las catástrofes naturales, las controversias religiosas, las
guerras entre estados, la miseria humana, la vanidad, el egoísmo.
Para contrarrestar el
optimismo de Pangloss, Voltaire usa a personajes como el anabaptista Martin, o
el senador Pococurante. En tanto Martin cultiva un sano pesimismo, el senador
desprecia absolutamente toda la cultura universal. Y en ese capítulo, Voltaire
no solo muestra su abrumador conocimiento de la literatura griega y romana,
sino también sus defectos.
La acción de Cándido es vertiginosa. Tiene el apresuramiento de un filme del cine mudo.
Cándido, el ser más gentil del mundo, mata en una sola noche a un judío, y a un
familiar de la Inquisición que comparten los favores de Cunegunda. Las ciudades
de la antigua Europa, las regiones de la nueva América, transitan velozmente en
la narración. En todas partes reina la injusticia. El único lugar que se salva
de la crítica es El Dorado. Allí los seres humanos son amables, gentiles, y el
oro y las piedras preciosas son considerados desperdicios.
Las casualidades abundan. El
hermano de Cunegunda termina siendo líder de los jesuitas en Paraguay. Cuando
descubre que Cándido anhela casarse con su hermana, monta en cólera y trata de
asesinarlo. En cambio, Cándido lo mata –o presume que lo mata– y huye de las misiones
jesuíticas. Tan abundantes como las casualidades son los eventos inexplicables.
Varios personajes dados por muertos solo quedan malheridos y se recuperan para
continuar sus malandanzas.
Al final, Cándido logra
reencontrarse con Cunegunda, que ha padecido terribles peripecias. Ya Cunegunda
no es la apetitosa adolescente que enamoró el protagonista. Pero igual, Cándido
decide casarse con ella, por su sentido del honor, y porque de cierta manera, la
sigue amando.
El final es melancólico, pero
feliz. Sí, el mundo está abrumado por el mal, pero hay también raciones de
bondad. Los héroes y heroínas de esta historia concluyen habitando una pequeña
granja. Un campesino turco les explica el secreto de su éxito: no hay que
desear en exceso, hay que bregar con empeño, y sentirse satisfecho con la única
vida de que podemos gozar en nuestro efímero pasaje por esta tierra. El
trabajo, dice el campesino, “nos salva de tres grandes males: el aburrimiento,
el vicio, y la necesidad”
En el famoso final, cuando el
doctor Pangloss le explica a Cándido cómo todas las desdichas forman parte del
mejor de los mundos posibles, éste responde: “Sí, es cierto, pero debemos
cultivar nuestro jardín”.
Luego de su penosa experiencia
con el rey de Prusia, Voltaire se mostró más cauteloso a la hora de buscar el
favor de los monarcas. E hizo muy bien. Si La diatriba del doctor Akakia le causó tantos problemas,
no es difícil imaginar los tormentos que hubiera padecido por su Cándido
o el optimismo, o por Micrómegas,
o por su Diccionario Filosófico, donde no deja títere con cabeza.
Tal vez ese es el más preciado
galardón que puede obtener un intelectual: ser repudiado por los poderosos. En
el caso de Voltaire, ese repudio se prolongó tras su muerte. Sus escritos
concitaron la ira de Napoleón Bonaparte.
Alfonse de Lamartine dijo que
durante 15 años, Napoleón “pagó a escritores para que degradaran, dañaran y
negaran el genio de Voltaire. Él odiaba su nombre. Creía que mientras los
hombres exaltaran el recuerdo de Voltaire, su posición” como emperador de los
franceses “no estaría segura”.
No hay mejor homenaje a la
gloria de Voltaire, que esa inseguridad de un genio militar que se creía
omnímodo.
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