miércoles, 28 de septiembre de 2016

“Cándido o el Optimismo”, de Voltaire. El repudio de los poderosos como único galardón del coraje intelectual


Mario Szichman

"Aquellos que hacen creer a otras personas en absurdos,
Pueden lograr que otras personas cometan atrocidades"
Voltaire



Voltaire se hizo amigo de personajes muy poderosos, pero algunos de ellos, tras la admiración inicial por el filósofo, historiador, poeta y narrador, empezaron a odiarlo con enorme intensidad, a raíz de su vitriólico humor. Entre ellos figuraba el rey Federico de Prusia, quien primero invitó a Voltaire a ser funcionario de su corte, y luego, cuando las cosas se pusieron espesas, ordenó su arresto en Fráncfort, exigiendo que le devolviera un volumen de sus obras. (El arresto se prolongó cinco meses, y las autoridades prusianas también aprovecharon para humillar a la amante de Voltaire). Inclusive circuló el rumor de que el rey ordenó el vapuleo de Voltaire por parte de uno de sus lacayos.
El escándalo fue corolario de que Voltaire publicó su Diatriba del doctor Akakia una parodia de la túrgida filosofía de Pierre Louis Maupertuis, presidente de la Academia de Ciencias de Berlín, y protegido del monarca.
La diatriba contra Maupertuis fue la gota que rebasó el vaso. Es posible que los celos hayan llevado a Voltaire a menospreciar al filósofo, o a tratar de desplazarlo a fin de quedarse como favorito del rey, aunque Voltaire tenía poderosas razones para ese desdén.
Maupertuis propiciaba curiosas teorías sobre el ser humano. En uno de sus tratados propuso disecar los cerebros de los indios de la Patagonia para descubrir la naturaleza del alma. Señaló, además, la ventaja de construir una ciudad donde solo se permitiera hablar el latín, recomendó excavar un pozo que llegara al centro de la tierra, y aconsejó curar enfermedades y preservar la vida durante varios siglos cubriendo a los pacientes con colofonia, una resina natural.

Voltaire
Voltaire formuló al monarca algunos comentarios sobre las extrañas teorías de Maupertuis. Dicen que Federico de Prusia tuvo un ataque de risa cuando Voltaire criticó un libro de su rival. Luego, se disgustó. A ningún soberano le gusta que un advenedizo cuestione sus designaciones. Para Federico de Prusia, el ingreso en su corte de un hombre como Maupertuis: matemático, filósofo, y hombre de letras, era algo similar a emplazar una preciada perla en su corona. No iba a permitir que un advenedizo, como Voltaire,  ironizara sobre esa adquisición, y por añadidura, hundiera en el ridículo al encargado de nombrarlo.

CÁNDIDO: EL MEJOR
DE LOS MUNDOS POSIBLES

La novela corta Cándido, o el optimismo fue escrita por Voltaire en 1758, cuando tenía 64 años, y era ya muy famoso. Forma parte de sus Cuentos filosóficos. Lo curioso es que el escritor consideró esos relatos una parte menor de su obra, aunque es la más perdurable. ¿Quién representa hoy sus tragedias, quien recuerda sus poemas? Siguen en cambio persistiendo sus escritos históricos como La historia de Carlos XII, La era de Luis XIV, La era de Luis XV o el Ensayo sobre las costumbres de las naciones, y especialmente su formidable vena satírica, descollante en sus relatos, en su drama La doncella, donde destruye el mito de Juana de Arco, o en el Diccionario filosófico.
El detonante de la historia de Cándido son dos famosos terremotos, el de 1746 en Lima, y el de 1755 en Lisboa, que hicieron creer a muchos la llegada del fin del mundo. El chivo expiatorio fue el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz. Por supuesto, Leibniz no era el estúpido optimista que creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Voltaire se limitó a reírse de la teoría de Leibniz usando algunos de sus conceptos y retorciendo su interpretación, algo que también hizo con la teología de los jesuitas, o con varias doctrinas políticas.
Cándido es un ingenuo adolescente nacido en Westfalia, Alemania. En realidad, ese lugar es una alegoría del paraíso en la tierra. Sus amos son el barón Thunder-ten-trockh y su esposa. Tienen una hija, Cunegunda, de la cual Cándido está perdidamente enamorado, y un tutor, Pangloss, uno de los grandes personajes de la literatura moderna, quien enseña una apócrifa versión de la teoría de Leibniz.
Esta es la presentación que hace Voltaire del barón: “Era el señor barón uno de los caballeros más poderosos de la Westfalia; su quinta tenía puerta y ventanas, y en la sala principal había una colgadura. Los perros de su casa componían una jauría cuando era menester; los mozos de su caballeriza eran sus picadores, y el teniente-cura del lugar su primer capellán: todos se echaban a reír cuando decía algún chiste”.
Esta es la primera visión que tenemos del doctor Pangloss: “Demostrado está, decía Pangloss, que no pueden ser las cosas de otro modo; porque habiéndose hecho todo con un fin, no puede menos este de ser el mejor de los fines. Nótese que las narices se hicieron para llevar anteojos, y por eso nos ponemos anteojos; las piernas para llevar calcetas, y por eso llevamos calcetas; las piedras para sacarlas de la cantera y hacer mansiones, y por eso tiene Su Señoría una hermosa mansión… como los cerdos nacieron para que se los coman, todo el año comemos tocino. De suerte que quienes sustentan que todo está bien, han dicho un disparate: deberían decir que todo representa el ápice de la perfección”.
Pero rápidamente Cándido es desterrado del paraíso, tras ser sorprendido intentando seducir a Cunegunda. El barón Thunder-ten-trockh lo expulsa del castillo, Cándido es reclutado por el ejército búlgaro, y dejado por muerto en el campo de batalla.
Tras algunas peripecias, que incluyen la huida del regimiento de búlgaros, el protagonista encuentra a un pordiosero, “cubierto de lepra, los ojos casi ciegos, carcomida la punta de la nariz, la boca tuerta, ennegrecidos los dientes, y el habla gangosa, atormentado de una violenta tos, y escupiendo una muela a cada esfuerzo”.
El pordiosero es el doctor Pangloss (rebautizado por Voltaire como “el filósofo más aventajado de la provincia, y por consiguiente del orbe entero”). Tras relatarle a Cándido que el castillo ha sido atacado y destruido por el ejército búlgaro, Cunegunda ha sido violada, y el barón y la baronesa asesinados junto con el resto de los habitantes, revela a su discípulo las razones de su lamentable estado.
La culpa es del amor, dice Pangloss. “¡Ay! Ha sido el amor; el amor, el consolador del linaje humano, el conservador del universo, el alma de todos los seres sensibles, el mórbido amor”. Y ¿cómo tan bella causa ha podido producir  tan abominables efectos? Pues ocurre que Pangloss tuvo relaciones con Paquita, “aquella linda doncella de nuestra ilustre baronesa. En sus brazos gocé los placeres celestiales, que han producido los infernales tormentos que me consumen”. Paquita había contraído una enfermedad venérea. “Debió este don a un franciscano muy instruido, que había recibido el achaque de una condesa vieja, la cual lo había obtenido de un capitán de caballería, que lo adquirió de una marquesa, a quien se lo dio un paje, que lo consiguió de un jesuita, el cual, siendo novicio, lo había recibido en línea directa de uno de los compañeros de Cristóbal Colón”.

Cuando Cándido dice que esa genealogía de la sífilis parece tener el origen en el diablo, Pangloss le explica que por el contrario, esa enfermedad es un don divino, “algo indispensable, un necesario ingrediente del más excelente de los mundos”. Si Colón no hubiera contraído “este mal que envenena el manantial de la generación, y que a veces estorba la misma generación, no tendríamos ni chocolate ni  cochinilla”. Y aunque la enfermedad “es ahora peculiar de este continente, no menos que la teología escolástica… hay razón suficiente para que la padezcan dentro de algunos siglos” todos los habitantes de la tierra.
Con ese mismo sarcasmo, Voltaire analiza las catástrofes naturales, las controversias religiosas, las guerras entre estados, la miseria humana, la vanidad, el egoísmo.
Para contrarrestar el optimismo de Pangloss, Voltaire usa a personajes como el anabaptista Martin, o el senador Pococurante. En tanto Martin cultiva un sano pesimismo, el senador desprecia absolutamente toda la cultura universal. Y en ese capítulo, Voltaire no solo muestra su abrumador conocimiento de la literatura griega y romana, sino también sus defectos.
La acción de Cándido es vertiginosa. Tiene  el apresuramiento de un filme del cine mudo. Cándido, el ser más gentil del mundo, mata en una sola noche a un judío, y a un familiar de la Inquisición que comparten los favores de Cunegunda. Las ciudades de la antigua Europa, las regiones de la nueva América, transitan velozmente en la narración. En todas partes reina la injusticia. El único lugar que se salva de la crítica es El Dorado. Allí los seres humanos son amables, gentiles, y el oro y las piedras preciosas son considerados desperdicios.
Las casualidades abundan. El hermano de Cunegunda termina siendo líder de los jesuitas en Paraguay. Cuando descubre que Cándido anhela casarse con su hermana, monta en cólera y trata de asesinarlo. En cambio, Cándido lo mata –o presume que lo mata– y huye de las misiones jesuíticas. Tan abundantes como las casualidades son los eventos inexplicables. Varios personajes dados por muertos solo quedan malheridos y se recuperan para continuar sus malandanzas.
Al final, Cándido logra reencontrarse con Cunegunda, que ha padecido terribles peripecias. Ya Cunegunda no es la apetitosa adolescente que enamoró el protagonista. Pero igual, Cándido decide casarse con ella, por su sentido del honor, y porque de cierta manera, la sigue amando.
El final es melancólico, pero feliz. Sí, el mundo está abrumado por el mal, pero hay también raciones de bondad. Los héroes y heroínas de esta historia concluyen habitando una pequeña granja. Un campesino turco les explica el secreto de su éxito: no hay que desear en exceso, hay que bregar con empeño, y sentirse satisfecho con la única vida de que podemos gozar en nuestro efímero pasaje por esta tierra. El trabajo, dice el campesino, “nos salva de tres grandes males: el aburrimiento, el vicio, y la necesidad”
En el famoso final, cuando el doctor Pangloss le explica a Cándido cómo todas las desdichas forman parte del mejor de los mundos posibles, éste responde: “Sí, es cierto, pero debemos cultivar nuestro jardín”.

Luego de su penosa experiencia con el rey de Prusia, Voltaire se mostró más cauteloso a la hora de buscar el favor de los monarcas. E hizo muy bien. Si La diatriba del doctor Akakia le causó tantos problemas, no es difícil imaginar los tormentos que hubiera padecido por su Cándido o el optimismo, o por Micrómegas, o por su Diccionario Filosófico, donde no deja títere con cabeza.
Tal vez ese es el más preciado galardón que puede obtener un intelectual: ser repudiado por los poderosos. En el caso de Voltaire, ese repudio se prolongó tras su muerte. Sus escritos concitaron la ira de Napoleón Bonaparte.
Alfonse de Lamartine dijo que durante 15 años, Napoleón “pagó a escritores para que degradaran, dañaran y negaran el genio de Voltaire. Él odiaba su nombre. Creía que mientras los hombres exaltaran el recuerdo de Voltaire, su posición” como emperador de los franceses “no estaría segura”.
No hay mejor homenaje a la gloria de Voltaire, que esa inseguridad de un genio militar que se creía omnímodo.



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