Mario Szichman
En el mundo de la cultura, el libro figura entre los objetos más maleables.
Podemos asignar muchas devociones a una escultura, a una pintura, a una obra
arquitectónica, pero no se prestan a múltiples miradas. Por supuesto, podemos
abundar en interpretaciones, pero el objeto es inmodificable, excepto por el
deterioro que causa el tiempo. Cuando algunos de esos entes rígidos son
afectados por la humedad, o un terremoto, el ser humano los restaura, con la insensata
ambición que imiten al original.
A veces, los críticos escriben ensayos sobre las diversas ojeadas que
famosos autores dedicaron a ciertos libros. En ocasiones, un libro causó un
rechazo inmediato, en otras, al cabo de un tiempo, debieron revisar sus
primeras conjeturas. Ni siquiera Charles Dickens, uno de los novelistas más
amados por el público, logró salvarse de críticas devastadoras. Evelyn Waugh
escribió una famosa sátira, The Man Who
Liked Dickens, contando la historia de un explorador que se perdía en la
selva de Brasil y era rescatado por un buen samaritano. Mientras el explorador
se recuperaba de una enfermedad, su huésped le rogaba que leyera cada día,
durante dos horas, algún texto de Dickens. En determinado momento, el
explorador descubría, con horror que su huésped nunca le dejaría abandonar su
hogar. Una vez terminara de leer las obras completas de Dickens, debería
volverlas a leer, de principio a fin, por segunda vez. El camino del infierno
suele estar empedrado de buenas intenciones.
También se puede registrar la opción contraria. Una persona revisa un
libro, lo encuentra confuso, o indigerible, y lo abandona. Pasan los años, y de
repente, un comentario leído al pasar lo tienta a probar una segunda lectura, y
queda fascinado.
Tom Wolfe
Mi relectura de The Bonfire of the
Vanities, de Tom Wolfe (1987), partió del desencanto de la primera, inconclusa
lectura. Tal vez me causó rechazo el confuso comienzo, la onomatopeya de
gritos, los signos de exclamación.
Recién después de un rato, el lector comienza a entender qué está
ocurriendo. Hay una confrontación entre el alcalde de Nueva York, y un grupo de
activistas negros en Harlem. The Bonfire
of the Vanities transcurre en The Big
Apple y sus aledaños, a mediados de la década del ochenta del siglo pasado.
En esa época Nueva York era una ciudad convulsa, proliferaban las
demostraciones de activistas negros respaldados por sectores liberales blancos
–los llamados radical chic. La
periferia neoyorquina, especialmente el Bronx, era un hervidero debido a la
decadencia de los housing projects,
proyectos habitacionales donde convivían negros y latinos. Abundaba el
desempleo, los gangs, y el uso de
drogas, especialmente el mortífero crack.
La respuesta era la agresividad policial, y un sistema de justicia colapsado. El
sueño americano estaba confinado a Manhattan.
SOMOS TODOS
ANTIHÉROES
El gran antihéroe de una novela repleta de antihéroes es Sherman McCoy, un bond trader, negociante en bonos,
incapaz de explicar siquiera a su hija pequeña en qué se gana la vida. Un día,
al comando de su Mercedes Benz coupé, Sherman va a buscar a su amante, María,
al aeropuerto John F. Kennedy. Cuando retornan, Sherman toma un camino
equivocado y ambos terminan en el sur del Bronx, un lugar que el protagonista
considera simplemente, “la selva”. Ya esa búsqueda de una salida del Bronx es
una cómica set piece. Más de uno que ha
sufrido similar odisea intentando retornar a Manhattan sin ayuda electrónica,
siente, perdido entre anchas y solitarias avenidas, que es imposible huir.
En cierto momento, McCoy observa a dos adolescentes negros que se le
aproximan. El “Amo del Universo”, como se ha autotitulado, cree que los jóvenes
quieren robarlo, aunque la intención de por lo menos uno de ellos, es ofrecerle
ayuda. Su amante, aterrada, toma el volante del Mercedes Benz, atropella a uno
de los jóvenes, y de esa manera la pareja logra escapar del endemoniado
laberinto. (“La existencia humana”, piensa la amante de Sherman, “tiene un solo
propósito: huir del Bronx”). Y es en ese preciso instante cuando Sherman McCoy
se pone la soga al cuello.
Ocurre que hay una próxima elección de alcalde en Nueva York, un líder
negro, el Reverendo Bacon, toma a su cargo la causa del joven atropellado por
el vehículo –el joven se llama Henry Lamb, que en español significa cordero, y
es realmente el cordero del sacrificio en esta grotesca, humorística,
deprimente saga– y El Amo del Universo cae en las redes de una compleja
maquinaria política y judicial donde es imposible encontrar un incorruptible
como Maximiliano Robespierre.
Wolfe ha sido criticado por haber puesto el racismo, al comando de la
novela. Algunos han dicho que se trata de una sátira donde solo se emplea la
cachiporra. Pero nadie se salva de esa sátira. Ni los jueces y fiscales
blancos, o el alcalde neoyorquino, un judío que busca la reelección, o el líder
de la comunidad negra Bacon, o los
periodistas de tabloides, o los
inversionistas de Manhattan, o los liberales de corazón sangrante, o los
conservadores. El novelista es un “equal
opportunity ofender,” ofende a todos por igual. Basta leer la descripción
de una velada de millonarios en el Upper
East Side de Manhattan para verificar que Wolfe no considera a los ricos
diferentes –la gran ilusión de Francis Scott Fitzgerald– sino seres cuya
diferencia consiste en adquirir respetabilidad únicamente a través del dinero.
Pero el mayor logro de Wolfe ha sido convertir a Nueva York en otra
protagonista de la novela.
Manhattan es una ciudad muy diferente a otras grandes capitales, pues se
halla en perpetuo estado de reconstrucción. Uno camina por cualquier calle, y
lo único que destaca es el scaffold,
el andamio. (En una época, la palabra scaffold
era aplicada con más frecuencia al patíbulo). Como se trata de una isla, no hay
manera de extender sus confines, excepto a través de los puentes –abundan los
puentes que comunican a Manhattan con New Jersey y localidades vecinas– pero,
como suelen decir en nuestras tierras, Nueva York es Nueva York, y lo demás es
monte. Es una ciudad intensamente viva, nunca aplacada, que muestra siempre
nuevos perfiles, nuevas promesas, y especialmente, flamantes amenazas.
En una entrevista de 2012, Wolfe sugirió que explorar el nuevo Bronx es más
tarea de un antropólogo que de un novelista.
El Bronx en la década de los ochenta
Inclusive algunas zonas del Bronx se han transformado en urbanizaciones
residenciales muy cotizadas. Sarah Chinn, profesora del Hunter College, dijo al New
York Times que Sherman McCoy, el desdichado protagonista de la novela,
podría ahora invertir en “un lujoso condominio en la zona”.
THE EERIE
TOPICALITY
Un crítico inidicó que una de las poderosas razones del atractivo de
Manhattan es su eerie topicality, su misteriosa, inquietante actualidad. Obviamente,
toda inquietante actualidad envejece con gran rapidez, para ser sustituida por
otra coyuntura flamante.
Un detalle que mencionó la profesora Chinn, es que si en 1987 hubiera
existido el GPS, el sistema de posición global en los vehículos, todo el drama
de Sherman McCoy perdido en el Bronx y con su amante atropellando a un
adolescente negro, no hubiera existido. “En primer lugar”, dijo Chinn, “la
pareja no se hubiera perdido en el Bronx”.
El obvio peligro de escribir sobre eerie
topicality es que un narrador puede quedar sepultado en sus cimientos.
Quizás Wolfe pierde parte de su valioso tiempo describiendo peinados,
vestimentas, comidas, todo aquello que resulta trendy, de moda. Es una crítica que puede extenderse a muchos
artefactos literarios. Jorge Luis Borges la aplicó a Salambó, de Gustave Flaubert, pues, en esos casos, el novelista
debe propinar al lector términos que le resultan incomprensibles. ¿Cuántas
personas saben en la actualidad qué significa coturno? Me preguntó Borges en
una entrevista que le hice en Buenos Aires. (De acuerdo al Diccionario de la
Real Academia Española, coturno es: 1. m. En la Antigüedad grecorromana, un
calzado de suela muy gruesa usado por los actores trágicos para aumentar su
estatura. 2. m. Calzado inventado por los griegos y adoptado por los romanos,
que cubría hasta la pantorrilla).
¿Era necesario para Wolfe ser tan detallista? En parte sí, pues el ser
humano, en la mayoría de los casos, suele ostentar, apenas, la ropa que lo
cubre.
Una persona que usa sneakers,
anuncia cierta clase social, así como lo hace quien ostenta un cinturón de
cuero que cuesta 6.000 dólares. Pero, en ocasiones, esa arqueología de la
vestimenta, se hace algo pesada.
De todas maneras, buena parte de The
Bonfire of Vanities es brillante, ya se trate de los diálogos, de los
conflictos, o de la rigurosa eficiencia con que el narrador describe el
funcionamiento de los engranajes de la justicia, o las ocultas maniobras del
poder. Wolfe tiene un excelente sentido del humor, y un oído capaz de captar
todas las tonalidades de un acento, y
también el subtexto.
Un cuarto de siglo después de publicar la novela, el autor reconoció que New
York ha cambiado. “Esta es una ciudad que ahora se construye en base al
entusiasmo, a las emociones”, dijo. “Es como Disneylandia. La única industria
consiste en ofrecer la simple emoción de estar aquí”.
¿Perdurará The Bonfire of the
Vanities? Creemos que sí. Pese a su sobrepeso de enseres velozmente
arcaicos, y a sus juegos con el diálogo y el variado slang de las principales comunidades que habitan New York, tiene una
gran ventaja: la sátira, que no deja títere con cabeza. La sátira sigue
teniendo una ventaja: es muy maleable. Aquello que Aristófanes decía del
demagogo Cleon en Los Caballeros,
podemos aplicarlo en la actualidad a cualquiera de esos elocuentes enanos políticos
que hoy saquean América Latina. El neorriquismo, el mal gusto, el autobombo, la
necesidad de robar el erario público, son tan antiguos como la humanidad. Y
como lo demuestra La Vida de los Doce
Césares, de Suetonio, un perpetuo bestellser de más de mil ochocientos años
de antigüedad, mientras el ser humano persista en sus numerosos vicios y en sus
escasas virtudes, The Bonfire of the
Vanities persistirá, con altibajos, en la memoria colectiva.
Sí, el libro es un objeto muy maleable. Además de leerlo, nos lee. Y
siempre encuentra en algún nicho, un espejo para alzar y reflejarnos de cuerpo
entero.
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