miércoles, 10 de agosto de 2016

Diario del año de la peste: una novela de Daniel Defoe tan perdurable como Robinson Crusoe

Mario Szichman



Entre mis recuerdos de una entrevista con Gabriel García Márquez en un hotel de la avenida Solano de Caracas, en 1967, figura su consejo sobre dos libros que me recomendó leer. El primero era Cazadores de cabezas del Amazonas de Fritz W. Up de Graff y el segundo el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe.
Fue una entrevista inolvidable. Entre otras cosas, porque olvidé llevar un grabador, y tomé escasos apuntes. A lo largo de los años he ido recordando,  por trozos, las declaraciones de García Márquez. Aunque la entrevista en sí no fue memorable, contó con momentos que persistieron en mi memoria.
El libro de Up de Graff es un clásico de la antropología. Las aventuras del narrador recuerdan los viajes de Gulliver, pero en la selva amazónica. Basta leer el capítulo que el autor dedica a las hormigas, que desfilan a través de los bosques como soldados de un ejército muy disciplinado, y destruyen a su paso toda criatura viviente que se atraviesa en su camino, sin misericordia alguna.
En cuanto al Diario del año de la peste, es una novela sobre la Gran Plaga de Londres de 1665. Defoe la publicó cincuenta y siete años después del evento, en 1722.
Aunque era un excelente panfletista, Defoe recién produjo sus obras maestras ya sexagenario. Entre 1718 y 1723 escribió Robinson Crusoe, Moll Flanders  y Journal of the Plague Year, además de otras obras de calidad, aunque no tan famosas. Y de la misma manera en que su genio floreció en escasos años, se apagó. Perseguido por sus acreedores,  vivió de escondite en escondite, y falleció en 1731, sin amigos o familiares.
El historiador J.H. Plumb dijo que las “cuestionables prácticas comerciales” del escritor  lo llevaron a la bancarrota. Fue acusado de estafar a sus acreedores, y aunque “algunos pensadores han tratado de exonerarlo por todos los medios posibles, es muy difícil hacerlo”.
Defoe no es la primera persona que, aunque circula precariamente entre ambos lados de la ley, ha pasado a la fama gracias a sus insólitas experiencias y a su capacidad para narrarlas con talento. Ahí tenemos el ejemplo de Casanova, cuyas memorias se seguirán leyendo a través de los siglos, por la calidad de su prosa y la fascinación de sus aventuras. Y lo mismo podemos decir, en fecha más reciente, de Henri Charriere, el autor de Papillón. Recuerdo que lo entrevisté en Caracas, poco después de la publicación de su autobiografía. Charriere fue invitado al programa Buenos Días, que dirigían Sofía Imber y Carlos Rangel y pude hablar con él al concluir el programa –tampoco en esa ocasión llevé grabador.
Le dije que no creía en su método de trabajo, pues Charriere había señalado en el curso del programa que la redacción del manuscrito no había representado problema alguno. Según indicó, un día decidió comprar algunos cuadernos escolares, y se puso a escribir los recuerdos de su vida en prisión. Los recuerdos fluyeron, y en unos meses, el relato estaba listo.
Eso podía ser probable en Alejandro Dumas o en Balzac, y luego de algunas décadas de trabajo como folletinistas, le señalé. Pero Charriere no había escrito nada previamente. ¿Cuántas horas había dedicado a las correcciones? Negó que hubiera hecho muchas correcciones. El material había fluido naturalmente. Lo único que siempre necesitaba a su lado era una bacinilla. Cuando estaba inspirado, no tenía ganas de ir al baño, pues podía perder el hilo de su crónica.
Ignoro cuánto de eso era cierto. Es obvio que la editorial Laffont trabajó bastante la copia de Papillon antes de llevarla a la imprenta. Pero hablando con Charriere, era fácil descubrir a un narrador nato. Cada una de sus anécdotas podría haber ido directo a un libro de cuentos, debido a la gracia con que las contaba, y a sus precisos detalles. No era un gran lector, como el mismo lo confesó, pero quizás su experiencia de vida era suficiente para nutrir sus recuerdos y hacer tan brillante su prosa. Eso sí, era un gran conversador y le encantaba jugar a las cartas. Posiblemente sus compañeros de juego eran tan buenos conversadores como él. También habían vivido situaciones extremas, donde se combinaban la tragedia y el humor. Su carrera la había iniciado como proxeneta, no la peor para un escritor.  Según decía Faulkner, “el mejor trabajo que jamás me ofrecieron fue el de trabajar como encargado de un prostíbulo… El lugar es tranquilo durante las horas del día, que es el mejor momento para trabajar. Y hay bastante vida social en la noche. Eso evita el aburrimiento”.

DEFOE EL PERIODISTA


En 1721, una plaga originaria de Oriente arrasó Europa y llegó a Marsella. Hombres, mujeres y niños empezaron a morir como moscas. Parecía que otra gran epidemia arrasaría con el continente.
Defoe había vivido en Londres durante la Gran Plaga de 1665. Sus recuerdos de infancia le permitieron estructurar la novela, aunque basándose en abundante información que existía sobre el evento.
La intención del narrador no era crear una obra maestra, sino ganar dinero divulgando una trama sensacionalista y morbosa. Armonizando sus dotes de narrador con las del periodista, Defoe trazó un inolvidable retrato de Londres durante la peste. Ni siquiera ocultó sus fuentes. Varias páginas del libro reseñan el Bill of Mortality, donde se anotaban las muertes semanales en los principales distritos de Londres, así como las ordenanzas, algunas horrendas, para contener el mal. Por ejemplo, cuando alguien quedaba infectado, los miembros de su hogar debían quedar confinados en la vivienda. Funcionarios del gobierno se encargaban de vigilar las puertas para impedir todo escape. De esa manera, todos los integrantes de la familia terminaban contaminados, y sufrían horribles agonías.
Apenas la plaga empezó a diseminarse, el constante grito de los encargados de recoger los cadáveres era Bring out your dead! Traigan a sus muertos.
Fue una suerte que en esa crónica periodística se insertase Defoe el narrador, exhibiendo personajes y eventos de un realismo exacerbado por la tranquila objetividad con que cuenta las historias. Allí está, por ejemplo, el relato del gaitero que un día se quedó dormido en el umbral de una taberna. Al rato alguien cayó muerto a su lado. Cuando el gaitero despertó, lo estaban llevando al sepulcro, rodeado de cadáveres. Lejos de ser una descripción ominosa, el incidente tiene ribetes tragicómicos. El protagonista reacciona como un ser humano, muy ansioso por seguir viviendo, y con ánimo suficiente para reconocer su parte en esa horrenda comedia de equivocaciones. Su gran error fue dormirse en la puerta de la taberna tras una gran borrachera.
Buena parte del relato está destinada a ofrecer una visión racional de la tragedia, y a combatir los rumores que aterraban  a los habitantes de Londres. Una muestra del periodismo que practicaba Defoe, y que aún hoy resulta útil para combatir el pánico, es cuando analiza la manera en que se difunde un rumor, y el método para refutarlo.
“Algunas historias tienen dos marcas que las hacen sospechosas”, dice Defoe. “Primero, el que la cuenta ubica la escena lo más lejos posible del lugar donde se halla. Si usted se encuentra en Whitechapel, el episodio ocurrió en St Giles´s, o en Westminster, o en Holborn, o al otro extremo de la ciudad”. Por otra parte, sin importar donde ocurrió el suceso, “los detalles son siempre los mismos”.
Si Dante no hubiera existido, Defoe hubiera sido capaz de crear muchas escenas dantescas. En una ocasión, el protagonista se dirige a una aldea cercana a Londres. En un terreno se concentra un grupo de personas infectadas por la peste. Los habitantes del lugar, conmovidos por la suerte de esos seres, llevan comida, y la dejan a gran distancia, temiendo contagiarse.
Cuando alguno de los desdichados moría, “dejando la comida sin probar”, acota el novelista, “cavaban una gran fosa a gran distancia de ellos, y luego, ayudados por largas pértigas que tenían ganchos en sus extremos, arrastraban los muertos hacia las fosas, y arrojaban tierra lo más lejos posible de donde se hallaban, a fin de cubrirlos”.
Hay piedad en esos aldeanos que aún no han quedado contaminados por la plaga, e intentan ayudar a los enfermos. Hay resignación por la suerte que corren. Pero también hay seres de carne y hueso; algunos perversos, otros malvados, y muchos que ofrecen muestras de bondad.
En otra ocasión, Defoe describe las precauciones que adoptaban los londinenses para evitar el contagio. Por ejemplo, los carniceros no entregaban el producto a sus clientes. Cada comprador debía bajar la carne directamente de los ganchos. Tampoco tocaban el dinero. “Las monedas eran depositadas en una jarra llena de vinagre” considerado un buen desinfectante. Y como también dar el vuelto conllevaba el peligro de infección, los compradores debían llevar consigo monedas de todas las denominaciones para pagar exactamente por el precio del producto.

HUMANO, DEMASIADO HUMANO

La combinación de sus instintos de periodista y de su magia narrativa, permitió a Defoe escribir una novela que, según Plumb, vivirá mientras exista la lengua inglesa. Ni un solo ser humano que habita Journal of the Plague Year carece de tres dimensiones. Defoe los hace recordables por un gesto, una frase, hasta por la manera de caminar.
Al mismo tiempo, usa una técnica que es muy difícil encontrar en la narrativa: ningún episodio se cierra. Defoe está tan ansioso por contar la gran tragedia, que suele anunciar al lector: “Innumerables historias fueron conocidas sobre esa cruel conducta… pero describiré algo más cuando llegue a esa parte del relato”. O: “Ya contaré  más sobre este caso en otra parte”, manteniendo así el suspenso.

Siempre se ha comparado la fría objetividad del autor de Robinson Crusoe con el sentimentalismo de Dickens. Defoe no era un moralista, ni un populista avant la lettre. Tampoco condenaba la conducta de los londinenses, sin importar las circunstancias, a veces abyectas. El único elogio que prodigó a los pobres del East End de Londres es que contaban “con un coraje brutal”. Es obvia la empatía del escritor por sus personajes, sin importar su condición social, o sus actos. Y también la admiración. Pues la ciudad que parecía condenada a desaparecer, pudo emerger de la catástrofe gracias al espíritu de resistencia de sus habitantes. Toda clase de emociones y pasiones humanas se exhiben en Journal of the Plague Year, pero la autoconmiseración ocupa un discreto segundo plano. Los pueblos no suelen renacer de las cenizas lamentándose como plañideras. 

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