Mario Szichman
A veces todo un género, literario, teatral, o cinematográfico, surge de la
carencia. El neorrealismo italiano, con
esos rostros inolvidables, esas callejuelas que parecen conducir al Monte
Calvario, y esos conflictos que comparten el mundo de la picaresca y de la
tragedia griega, es resultado de una guerra devastadora, y del apremio de hacer
de la necesidad, virtud. Basta mencionar la película Ladrón de bicicletas, un ícono del cine italiano, que ni siquiera
contó con intérpretes profesionales –aunque eso sí, fue dirigida por Vittorio
de Sica.
Detour (1945) una joya
del film noir norteamericano, está
repleto de incoherencias y errores de cámara. Ha sido analizado hasta la última
escena. Roger Ebert, un excelente crítico, dijo que la película “está tan llena
de imperfecciones, que impediría a su director ser aprobado en una escuela de
cine”. (Afortunadamente, el director fue Edgar G. Ulmer, asistente del gran
F.W. Murnau en dos clásicos del cine mudo: The
Last Laugh y Sunrise). El filme
fue rodado en seis días. Sus protagonistas, dijo Ebert, “son un hombre que solo
sabe poner mala cara, y una mujer que se burla de todo”. Y sin embargo, “sigue
vigente, inquietante, escalofriante, como
la verdadera encarnación del alma condenada de todo film noir. Nadie que lo ha visto puede olvidarlo”.
Es tan doloroso ver al protagonista (Tom Neal), caer en las garras de una
mujer fatal, (Ann Savage), que varios críticos alegaron que la película era la
descripción de una pesadilla.
Por cierto, para Ebert, la gran diferencia entre el policial norteamericano
y el film noir es que los malos de
las películas policiales “saben que son malos, y desean serlo, en tanto el
héroe del noir piensa que es un buen
tipo emboscado por la vida”.
Jonathan Moore
The Poison Artist, la
primera novela de Jonathan Moore, recuerda mucho la escenografía del film noir, y al protagonista de esas
películas. Abunda en sombríos edificios envueltos en la bruma, en este caso, la
de San Francisco. (La niebla era uno de
los recursos favoritos en los policiales de la década del cuarenta. Permitía
diluir las imperfecciones de los decorados). En cuanto al protagonista, Caleb
Maddox, está seguro de que es una buena persona, y que la vida le ha tendido
una serie de trampas.
Los personajes del policial suelen ser de dos dimensiones. Detectives como
el Sam Spade de Dashiell Hammett, aunque a veces recorren la ley caminando por la
cuerda floja, no la transgreden. Pero Maddox, el toxicólogo de The Poison Artist, no pertenece a esa
estirpe. Como es el protagonista, el lector apuesta por su integridad moral.
Pero, como es al mismo tiempo the fall
guy, típico del noir, parece ser
habitante y ejecutor de sus pesadillas.
Ya la primera escena marca el tono de la narración. Caleb retorna a su apartamento,
se dirige al baño, y observa su frente. “Aunque en la parte trasera del taxi
logró frenar la hemorragia”, todavía quedaban “diminutos fragmentos de vidrio
alojados bajo la piel, debido al vaso que ella le arrojó”. Se trata de un vaso de buen cristal, “quizás
Murano”. Bridget, su amante, una artista plástica, parece la encarnación de un
sueño. Y de repente, tras oír algunas frases que Caleb dijo en el taxi, se
enfurece hasta perder los estribos.
Poco más adelante, Caleb recuerda que apenas comenzó a salir con Bridget,
ella hirió su pie mientras caminaban en el Golden
Gate Park de San Francisco. La mujer se lastimó con un trozo de vidrio, un
preludio a la ruptura con el toxicólogo. Como comentario al margen, Bridget se
limita a decir: “realmente no me gusta la sangre”.
Y de esa manera, el novelista va instalando, por cuentagotas, las
principales claves del misterio. Bridget apuesta a prolongarse en la siguiente
generación. Caleb huye de su herencia simbólica.
La sangre desempeña un rol importante en The Poison Artist, pues el protagonista ha recibido de su padre un
legado criminal.
Si de influencias se trata, Moore ha revisado de manera minuciosa bastantes
novelas y películas de horror. Hay sugerencias
que Maddox es una especie de doctor Frankenstein –el médico, no el
monstruo que le usurpó el título. Al igual que Frankenstein, Maddox usa su
profesión con fines encubiertos. Su principal investigación se concentra en el
análisis de la capacidad del ser humano para enfrentar el dolor. Aunque cuenta
con equipos más sofisticados que el del científico loco, sus objetivos son
similares.
Un día, un buen amigo y protector, que es además médico forense de la
ciudad de San Francisco, le pide a Maddox que lo asista, de manera
extraoficial, en una pesquisa. Varios cadáveres han sido encontrados en la
bahía. No hay conexión alguna entre ellos, y las causas de las muertes resultan
inexplicables. Casi tan enigmáticas como la reticencia de Maddox para intervenir
en la averiguación.
Y aquí, nuevamente, hay que volver a Detour,
y mencionar también el estilo narrativo de Moore. Es obvio que Caleb Maddox,
como el antihéroe de Detour, se está
hundiendo en la locura. Por un lado, es brillante en sus análisis. Hay una
escena en que explica a su amigo, el médico forense, las causas de muerte de
uno de los hombres hallados en la bahía de San Francisco donde combina una
prosa sencilla con una sabia descripción de síntomas y probables causas. Que un
lego pueda leer hipnotizado la explicación de cómo actúan diferentes
componentes del organismo en un caso de infección, demuestra la calidad del
narrador. Pues el instrumental ha dejado de ser el escalpelo y algunas
substancias conservadas en tubos de ensayo, y reemplazado por espectrógrafos, computadoras,
y elementos químicos muy sofisticados.
Moore sabe combinar muy bien diálogos y descripciones. Los diálogos son
escuetos, y como suelen decir en estos lares, right to the point. Y las descripciones tienen la nitidez de una
fotografía, ya se trate de mostrar la forma de caminar de una persona, o la
manera en que se rompe el parabrisas de un patrullero policial cuando choca
contra un obstáculo.
Armonizar los métodos del policial con los de la novela de horror suele ser
un ejercicio en desencantos. Pero Moore lo consigue al transitar el territorio
del suspenso. Un ejemplo: la primera escena, en que la amante de Caleb le
arroja un vaso de cristal de Murano contra su rostro, es una de las claves de
la novela. Otra clave es la visita de Caleb a un bar, donde conoce – ¿o
reconoce?—a Emmeline, enteramente surgida de un film noir de la década del cuarenta.
Finalmente, Caleb Maddox tropieza con la justicia, encarnada en dos
policías, que desean interrogarlo sobre uno de los cadáveres hallado en la
bahía. El hombre ha sido visto por última vez en un bar, mientras Caleb se
hallaba en el lugar. El protagonista se convierte en una “persona de interés”
para los detectives.
Es obvio que Caleb tiene una vinculación directa con el caso, a través de
sus labores como toxicólogo y de sus indagaciones sobre los umbrales del dolor.
Moore nos muestra cómo Caleb empieza a ocultar datos y a mentirle a la policía.
La pesadilla se instala en la vida de Caleb, con ayuda de la bella y
misteriosa Emmeline, quien lo induce a beber ajenjo, el mítico licor verde de
poetas y pintores, considerado más peligroso y adictivo que muchas drogas, y
prohibido durante muchos años en Europa y en los Estados Unidos. (Charles
Baudelaire, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Henri de Toulouse-Lautrec, Amedeo
Modigliani, Pablo Picasso, Vincent van Gogh, Marcel Proust y Edgar Allan Poe,
eran fanáticos de ese licor).
Quizás lo más fascinante de The
Poison Artist es cómo, desde la tercera persona, Moore logra contar la
historia usando el exclusivo punto de vista de Caleb Maddox. El lector solo se
va a enterando paso a paso de su cambiante personalidad. Aunque desea creer en
él, siente, al mismo tiempo, que requiere distanciarse de sus obsesiones. Hay
algo en Caleb, que discrepa con la visión que tiene de sí mismo. Quizás desde
la primera persona, hubiera sido difícil explicar esa mente escindida.
El mundo irreal de Caleb Maddox tiene la cualidad de la pesadilla. Y las
pesadillas son siempre más reales que los sueños. Como señalaba Ernest Jones en
su libro The Nightmare, no hay nadie
que se suicide debido a un mal sueño, pero hay casos en que una persona decide
acabar con su vida a raíz de una recurrente pesadilla.
Maddox ha logrado, durante parte de su vida, mantener el ayer alejado de su
vida. Pero con Emmeline, ese ayer regresa, lo persigue, no lo deja en paz. Y
además, es eterno.
Víctima y victimario de su pasado, Caleb recuerda, en ciertos aspectos, al
protagonista de otro gran clásico de la literatura de horror: Doctor Jekyll and Mr. Hyde. Eso no
disminuye la calidad de The Poison
Artist. Después de todo, no hay temas originales en la literatura; solo la
experta combinación de algunos de ellos contribuye a rejuvenecer un género.
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