Mario Szichman
“Solo existe la verdad que hiere”
Napoleón Bonaparte
En 1829, Henri La Fayette Villaume Ducoudray
Holstein, publicó Memoirs of Simon
Bolivar: President Liberator of the Republic of Colombia, en la editorial S. G. Goodrich, de Boston, Massachussets.
El libro fue luego traducido al alemán y al francés. Recién en el 2010, es
decir, 180 años después, apareció una edición en castellano (Terra Firma editores).
Ducoudray Holstein es una de las bestias negras
de los pergeñadores del mito bolivariano, al igual que otros militares europeos
que revistaron en los ejércitos de La Gran Colombia. En mi opinión, todos
ellos, especialmente Gustavus Hippisley en su Narrative of the Expedition to the Rivers Orinoco and Apure in South
America, Londres, 1819, y el anónimo autor de Recollection of a Service of Three Years During the War of
Extermination, by an Officer of the Colombian Navy (1828), son muy
superiores a la mayoría de los historiadores venezolanos, con excepción de
Vicente Lecuna, autor de Crónica Razonada
de las guerras de Bolívar. Aunque Lecuna era un fervoroso bolivariano, sus
argumentos son muy respetables, y es invaluable a la hora de reseñar batallas. Es de lamentar que el culto a Bolívar haya
sido una de las piedras angulares de todo presidente asentado en el Palacio de
Miraflores. (En ese sentido, recomiendo de manera entusiasta, el ensayo El culto a Bolívar, del gran historiador
German Carrera Damas, donde demuele el mito con gran ironía y excelentes
fuentes).
Puede acusarse a Ducoudray Holstein de escribir
acerca del héroe epónimo con indignación, porque Bolívar se rehusó a darle
varias promociones previamente prometidas; pero nadie le puede negar sus aptitudes
militares o su prolija documentación.
Ducoudray Holstein sirvió en Francia durante toda
la época de la Revolución, y fue luego agregado al estado mayor de Napoleón
Bonaparte. Tras la caída del emperador de los franceses, decidió ofrecer sus
servicios en la Gran Colombia, y obtuvo en Cartagena el más alto rango militar,
el de jefe de brigada. Fue comandante en jefe de los fuertes de Boca Chica, y estuvo
en contacto con Bolívar y sus subalternos durante varios años. Muchas de las
acusaciones que formuló contra el Libertador están corroboradas en numerosas
fuentes. De su excelente libro puede obtenerse un vívido retrato del jefe de
los independentistas de la Gran
Colombia. Tal vez el prócer pierde bastante de sus méritos, aunque gana como
ser humano. Un héroe de carne y hueso es más importante para su pueblo que el
creado por las oficinas de propaganda de sus gobiernos. Ofrece al menos a sus
seguidores la posibilidad de emularlos, al menos en sus virtudes.
Ducoudray
Holstein era capaz de reconocer los méritos del Libertador. En uno de los
capítulos dice: “Debo hacer justicia al general Bolívar. Puedo afirmar que
jamás ha sido un hombre avaro, o que se muera por hacer dinero. Es muy
generoso, y poco o nada le importa el dinero. Lo vi una vez vaciando su saquillo
de dinero y darle a un oficial hasta el último doblón, quien le había pedido
dinero a razón de su salario. Cuando éste se fue, el general se dio la vuelta y
me dijo: ´Este pobre diablo está más necesitado que yo, y estas monedas de oro
son insignificantes para mí, le he dado todo lo que tenía´”.
No es fácil otorgar al enemigo virtudes, especialmente, en materia de
dinero. Balzac solía decir que no se puede ser un gran hombre a bajo precio. Y
Bolívar, en ese sentido, era un gran hombre. Tras ser uno de los hombres más
ricos de la Capitanía General de Venezuela, terminó no en la pobreza, sino en
la miseria. La lucha por la
independencia de varias naciones de América Latina consumió sus ahorros, y no
es leyenda, sino realidad, que al morir solo tenía una camisa. Estaba sediento
de gloria. Todo lo sacrificó en esa empresa.
Pero, como lo han demostrado otros próceres
también sedientos de gloria, la ambición le hizo cometer numerosos desaciertos. Fue muy cruel y muy
mezquino en el tratamiento a sus rivales, comenzando por el Precursor Francisco
de Miranda [i].
Bolívar asumió el comando de la fortaleza más
poderosa de Venezuela, la de Puerto Cabello, en septiembre de 1811. En junio de
1812, prisioneros españoles confinados en la ciudadela se alzaron, mataron a
sus guardias, y la tomaron. Bolívar, en una acción que luego copiaría en varias
ocasiones, huyó de la fortaleza como alma que lleva el diablo. Lo acompañaban
ocho de sus oficiales, entre ellos Tomás Montilla, uno de sus amigos. Los
historiadores coinciden en que la debacle
de la Primera República fue resultado de la caída de Puerto Cabello.
Bolívar, temiendo ser recriminado por Miranda, encomendó a Tomás Montilla la
tarea de explicarle al Precursor, la mala nueva. (Karl Marx dijo en un ensayo
periodístico que Bolívar era “el mariscal de las derrotas”).
Entre tanto, Domingo Monteverde, jefe de las
fuerzas españolas, logró revertir la
situación en la capitanía general, pues los 1.200 prisioneros españoles
en Puerto Cabello constituían una fuerza militar muy respetable. Además, había
grandes depósitos de armas y de municiones, y el puerto, uno de los mejores de
Venezuela, le permitiría recibir suministros necesarios para continuar la
lucha.
La toma de Puerto Cabello por los españoles fue
una de las peores catástrofes de la prolongada guerra por la independencia.
Desmoralizó a las fuerzas patriotas, hizo que varias docenas de valiosos oficiales renunciaran al servicio, y que otros
directamente desertaran.
Tras recibir la noticia de la caída de Puerto
Cabello en su cuartel general de La Victoria, Miranda descubrió que todo estaba
perdido, y cuando Monteverde le ofreció una “honrosa capitulación”, que nunca cumplió, el generalísimo aceptó.
La capitulación fue firmada el 26 de julio de
1812, Miranda pasó de La Victoria a Caracas. De allí se dirigió al puerto de La
Guaira, en su intento por abandonar Venezuela a bordo de la corbeta inglesa Saphire.
En La Guaira esperaban a Miranda el comandante
militar republicano Manuel María Casas, el jefe político de la localidad, el
doctor Miguel Peña, y el teniente coronel Simón Bolívar. Ese triunvirato se
encargó de traicionar a Miranda, y de entregarlo a los españoles. Ducoudray
Holstein da una excelente descripción de lo ocurrido ese 30 de julio de 1812,
algo factible de corroborar en una muy buena biografía de William S. Robertson.
Tras la captura de Miranda, los conjurados le
escribieron una carta a Monteverde, informándole de su arresto. Miranda fue
enviado en una embarcación a Puerto Rico, y de allí a Cádiz. Murió cuatro años
más tarde en el fuerte de La Carraca, sus restos nunca fueron hallados, y
ahora, en el Panteón Nacional, solo se hallan sepultados los restos de Bolívar,
aunque El Precursor hizo méritos más que suficientes para compartirlo.
Ducoudray Holstein añade que poco después de la
entrada de Monteverde a Caracas, Bolívar “tuvo una audiencia con este
comandante español, quien lo recibió muy atentamente, y le expresó su
satisfacción de que él, Bolívar, hubiese sido un instrumento para poder
castigar al traidor Miranda, un rebelde para su Rey. Monteverde prontamente le
otorgó un pasaporte para abandonar el país, y escuchando que era su deseo
viajar a Curazao, le entregó una carta con una gran recomendación” a un
comerciante inglés que debía viajar en la misma embarcación. A bordo de la nave
ocurrió un interesante incidente. Cuando el comerciante abrió la carta de
Monteverde, y descubrió que el portador de la misma era Bolívar, “expresó en
fuertes términos su desaprobación por la conducta” del futuro Libertador en
relación a Miranda, “y sin permitirle responder ni una palabra, le ordenó
abandonar la embarcación”. Aunque
Bolívar “intentó en vano justificarse” ante el comerciante, dice el autor de las memorias, “fue obligado
a bajarse de la embarcación”. Por suerte consiguió otra en que también viajaba
su primo, José Félix Ribas, un valiente general de la independencia, a quien,
años más tarde, los españoles capturaron, asaron su cabeza, y la colgaron de
una jaula frente a su residencia en Caracas, para que su esposa la observara de
manera cotidiana desde la ventana de su dormitorio. (Eso lo conté en la novela Los años de la guerra a muerte).
Ducoudray Holstein señaló que Bolívar tuvo “la
fortuna de beneficiarse gracias a la valentía, habilidad y patriotismo de
otros. Cuando Ribas fue asesinado, Bolívar huyó. (Manuel) Piar conquistó
Guayana en la ausencia de Bolívar, y a pesar de este triunfo, fue condenado a
muerte”. Por cierto, la conquista de Guayana por Piar abrió el camino a la
reconquista de Venezuela. Bolívar siempre estuvo obsesionado con Caracas, aunque
esa ciudad se caracterizó por ser la primera en rendirse, y la última en liberarse. El vergonzoso juicio
a Piar, amañado con la ayuda del general Carlos Soublette, quien fue su fiscal,
muestra lo peor de Bolívar: no toleraba rivales.
El general José Antonio Páez, el mejor guerrero
de la independencia de la Gran Colombia, “era victorioso cuando Bolívar no
estaba con él, y vencido cuando Bolívar dirigía las operaciones militares”.
Otro gran militar, el mariscal Antonio José de Sucre, quien obtuvo la victoria
decisiva de las armas patriotas, “ganó la Batalla de Ayacucho en Perú cuando
Bolívar estaba enfermo”, señaló Ducoudray Holstein.
El historiador alega que un jefe militar más
diestro que Bolívar podría haber derrotado a los españoles en tres meses durante
la llamada Campaña Admirable de 1813,
pero que despilfarró la victoria de una manera incomprensible. Bolívar estaba
más interesado en controlar el poder y en ser un dictador omnímodo, señala el
historiador, que en afianzar las instituciones. Y un poder absoluto exige
encargarse de todas las tomas de decisiones, sin delegar en nadie la autoridad.
Muchas de las razones de la victoria final de Bolívar no están en sus
conquistas militares, sino en la situación que vivió España en la segunda
década del siglo diecinueve, a partir del Pronunciamiento del comandante Rafael
de Riego el 1º de enero de 1820 en
Cabezas de San Juan, Sevilla. Aunque el pronunciamiento fue resultado de un
golpe militar entre oficiales de las
tropas destinadas a luchar contra la sublevación americana, en ese momento los
españoles tenían fuerza suficiente para seguir combatiendo a los patriotas. Es
necesario agregar que en esa ocasión, Bolívar se manejó como un hábil político.
En junio de 1820, y a raíz de asonada de Riego,
el general español Pablo Morillo recibió órdenes de negociar con los
insurrectos. Posteriormente Bolívar y Morillo se reunieron en la ciudad de
Santa Ana, y firmaron una tregua de seis meses, seguida por otra denominada “La
Regularización de la Guerra”.
Aunque el poder de España en las colonias se
prolongó algo más allá de la derrota de Ayacucho, muchos asignan el
debilitamiento del ejército a la sublevación de Riego, y a las luchas
intestinas en la Península entre liberales y absolutistas.
El libro de Ducoudray Holstein, además de
resultar apasionante y estar muy bien escrito, contribuye a un mejor
conocimiento de la historia latinoamericana porque no solo analiza la figura de
Bolívar, sino los dos pueblos que
integraron la Gran Colombia, sus abismales diferencias, su cultura, sus
anhelos, y sus proyectos.
Para entender la trágica Venezuela actual, es
útil analizar la sociedad de la Capitanía General de Venezuela. Había un germen
de autoritarismo representado por Bolívar, que nunca pudo ser eliminado.
Cuando Bolívar viajó al Perú para intervenir en
su guerra civil, y dominar a las facciones del marqués de Torre Tagle y de José
de la Riva Agüero, mostró sus virtudes y defectos, que nunca lo abandonaron.
Señalé en un trabajo previo que lo habitual en un
caudillo era emplazarse en un lugar, y desde allí iniciar la conquista del
poder. Pero ese no era el estilo de Bolívar. Él estaba varado en el centro de
la nada, rodeado por la anarquía. Tal vez por eso algunos sectores patriotas lo
convocaron a Lima. Era el hombre de las dificultades. Su tarea no consistía en
remediar calamidades: solo en vaticinarlas y augurar tiempos peores.
Muchos de
los militares que habían iniciado la brega con Bolívar estaban muertos, otros
se pudrían en las cárceles de España o habían abandonado la lucha, algunos
cansados, otros disgustados, todos burlados. Sólo quedaban en pie de guerra los
carentes de influencia o los rebosantes de cinismo. Entre ellos, Bolívar
emergía como un gigante.
Al comienzo de la lucha, Bolívar había ostentado
esperanzas del mismo modo en que otros lucían escarapelas en sus sombreros.
Pero descubrió temprano que los ilusos morían en la primera línea del frente.
Vivir consistía en sobrevivir, la tregua era mejor que el combate, el solaz del
amor más memorable que el choque entre ejércitos rivales. Y un día, cuando
estuvo a punto de ser asesinado por un negro de su confianza en Jamaica,
reconoció la clarividencia de toda desilusión. El pueblo solo rendía culto a
las pitonisas que vaticinaban derrotas. Nadie se perpetuaba en el poder
augurando el bienestar. Bolívar logró participar en los gobiernos patrios tras
anclar su destino a la adversidad de los tiempos futuros.
Los peruanos habían convocado a Bolívar a fin de
corroborar que era imposible salvar al Perú. Era necesario retroceder a la
época del diluvio universal para encontrar una comarca semejante. Y como
trasfondo estaba siempre la guerra civil. Los Pizarro se habían enfrentado a
los Almagro, el virrey La Serna se había opuesto a Pezuela, Riva Agüero al
Congreso, Torre Tagle a Riva Agüero. No pasaba día sin que una facción se
dividiera y sus miembros se agredieran con denuedo. Y sin importar quién
saqueaba esas tierras, lo primero que hacía era bautizar con otros nombres a
sus habitantes naturales, a sus ríos, a sus montañas, para tornarlos extraños
en tierra extraña.
Taumaturgo de la política, no pasaba un mes sin
que Bolívar renunciara a cargos, honores, o prebendas. Aunque amaba el poder,
odiaba administrarlo, examinar las cuentas del erario público, conversar con ministros
que tutelaban sus sonrisas como los clérigos preservaban la eucaristía. Bolívar
dedicaba más tiempo a declinar responsabilidades que a gobernar. Y cada
renuncia a ejercer el poder lo hacía más omnímodo. Napoleón le había enseñado
que los reales emblemas del poder eran su sombrero bicornio, sus botas hasta
los muslos, su sable corvo, el gesto de acariciar el lóbulo de algún general
sumiso. El resto consistía en titubear, esperar a que otros se decidieran a
fracasar, hartos de tantos preámbulos.
La demora era la esposa fiel de Bolívar. Nunca lo
había traicionado. El destino de quienes se habían apresurado a desafiarlo era
siempre una lápida al borde de su sepulcro, o una losa pesando sobre su
reputación. Bolívar se agrandaba en el fiasco. Sus palabras eran acatadas de
manera abyecta; sus proyectos de leyes eran sancionados a mano alzada. Quien no
era dócil se hacía sospechoso, quien lo cuestionaba, se convertía en traidor.
La fidelidad consistía en asociarse a la arbitrariedad acaudillada por Bolívar.
En definitiva, Bolívar no era venezolano, era caraqueño. No había nacido en los Llanos,
como Páez, no tenía la ferocidad y convicción del Diablo Briceño, primer postulante
de la Guerra a Muerte, un andino.
Siempre me encantó la definición que hizo el historiador
español Mariano Torrente de Caracas y de sus habitantes. En su libro Historia de la revolución hispanoamericana
decía Torrente:
“La capital de las provincias de Venezuela,
Caracas, ha sido la fragua principal de la insurrección americana. Su clima
vivificador ha producido los hombres más políticos y osados, los más
emprendedores y esforzados, los más viciosos é intrigantes, y los más
distinguidos por el precoz desarrollo de sus facultades intelectuales. La
viveza de estos naturales compite con su voluptuosidad, el genio con la
travesura, el disimulo con la astucia, el vigor de su pluma con la precisión de
sus conceptos, los estímulos de la gloria con la ambición de mando y la
sagacidad con la malicia. Con tales elementos no es de extrañar que este país
haya sido el más marcado en todos los anales de la revolución moderna”.
Bolívar es un excelente ejemplo.
[i] Ver el trabajo de la profesora
Carmen Virginia Carrillo “Dos siglos de la muerte de Francisco de Miranda”
publicado en este blog el 13 de julio de 2016, donde analiza la personalidad
del Precursor a través de la historia y de la ficción en su ensayo El precursor de la independencia
hispanoamericana a tres voces.
http://marioszichman.blogspot.com/2016/07/dos-siglos-de-la-muerte-de-francisco-de.html
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