Mario Szichman
Estados Unidos fue
atacado, y algunos de sus ciudadanos murieron en tiroteos. El autor intelectual
del audaz operativo era un líder insolente y carismático que, tras negociar con
los norteamericanos para obtener dinero y armas, se consideró traicionado por
ellos. El gobierno de Washington decidió capturar al líder “vivo o muerto”, e
invadió el país en el que se había escondido. Tropas estadounidenses iniciaron la
persecución del Enemigo Público Número Uno, quien fue herido y se refugió en
una cueva. Esta saga fue narrada por Frank McLynn en un excelente libro sobre
la Revolución Mexicana, Villa and Zapata (Carroll & Graf
Publishers).
El 9 de marzo de
1916, tropas mexicanas bajo el comando de Doroteo Arango, conocido como Pancho
Villa, incursionaron en Columbus, Nuevo México, matando a ciudadanos
norteamericanos. Aunque Villa no intervino en los ataques, el gobierno del
presidente Woodrow Wilson lo responsabilizó por la incursión y ordenó
capturarlo. Villa fue herido en Chihuahua, pero logró eludir a sus
perseguidores ocultándose en una caverna. Tuvo suerte con los gringos, pero no
con sus compatriotas. Murió seis años más tarde, en una emboscada en Parral,
Chihuahua, a manos de sus rivales mexicanos. Muchos señalaron como el
instigador de la emboscada al entonces presidente Álvaro Obregón.
Numerosos líderes
revolucionarios sufrieron muertes violentas, y en ocasiones misteriosas. “Llama
la atención -destaca McLynn- la exigua cantidad de protagonistas de la Revolución
que fallecieron en sus lechos”.
UNA GUERRA CIVIL COMO MUY POCAS
Rodolfo Fierro
La saga narrada por
McLynn está repleta de épicos incidentes y de inolvidables personajes. Uno de
ellos es Rodolfo Fierro, el asesino favorito de Villa, “un psicópata”, dice McLynn,
“inclusive para los sanguinarios estándares de la Revolución”.
El revolucionario
mexicano tenía gran predilección por su hit
man, quizás debido a su imaginación cinematográfica (ya contaremos la
incursión de Villa en el mundo de Hollywood).
En los momentos
finales de la batalla de Tierra Blanca, el maquinista de un tren repleto de federales, soldados del gobierno,
intentó eludir la captura de las fuerzas de Villa abandonando el campo de
batalla. Mientras la locomotora aumentaba la velocidad, el verdugo Fierro azuzó
a su caballo, saltó hacia la locomotora, asesinó al maquinista y a su
compañero, y al cabo de un rato, el tren se detuvo. Todos los federales fueron capturados, y
posiblemente asesinados.
En otra ocasión, los
villistas apresaron a colorados,
insurgentes liderados por Pascual Orozco, un enemigo de Villa. Fierro ofreció a
los prisioneros la libertad si eran capaces de correr cien metros a través de
un corral, y subir una pared, antes que comenzara a disparar. (Una escena
similar se registra en el filme de Jean Pierre Melville Los ejércitos de la noche, aunque los prisioneros son franceses, y
sus verdugos, militares nazis).
Fierro no era un
psicópata tradicional, dice Mclynn. “Hablaba con dócil tono de voz, nunca
presumía, o amenazaba, y su lenguaje corporal se caracterizaba por su suavidad,
y por sus modales inofensivos”. Tras pedir a sus secuaces que lo proveyeran de
varias pistolas cargadas, Fierro ordenó que soltaran a los prisioneros, de diez
en diez.
En las dos horas
siguientes, el verdugo mató a exactamente 199 colorados. Uno solo pudo escapar porque Fierro sufrió un calambre
en el dedo usado para apretar el gatillo y mientras se dedicaba a masajearlo
desatendió al último prófugo.
Fierro murió de
manera tan espectacular como vivió. El 14 de octubre de 1915, el asesino y una
cuadrilla de villistas llegaron hasta la laguna de Casas Grandes. Al parecer,
Fierro llevaba un chaleco repleto de monedas de oro. Cuando sus hombres se
mostraron remisos a entrar en las barrosas aguas, Fierro le clavó las espuelas
a su caballo. Demasiado tarde descubrió que la laguna era de arenas movedizas.
Cuando les pidió a sus hombres que le arrojaran una soga, descubrió que el
sadismo se había contagiado. Sus hombres, que lo temían y lo odiaban, le
empezaron a lanzar sogas, pero nunca cerca de su cabalgadura. Fierro comenzó a
lanzar alaridos y a ofrecer las monedas de oro que cargaba en su chaleco a
cambio de su salvación. “Nadie levantó un dedo”, dice el biógrafo, “y los ojos
de sus compinches se llenaron de gozo al ver al odiado asesino hundirse en las
arenas movedizas”.
HÉROES Y ALIMAÑAS
El autor también
muestra el asombroso coraje de algunos individuos, en una guerra civil que dejó
entre 350.000 y un millón de muertos. Cuando David Berlanga, un prominente político,
iba a ser fusilado, “y mientras Fierro tomaba puntería, Berlanga continuó
fumando un cigarro con mano firme, al punto que la ceniza del cigarro no cayó
hasta que recibió la descarga”.
La Revolución no
cambió decisivamente la política mexicana. La estrategia liderada por el
Partido Revolucionario Institucional (una contradicción en sus términos) derivó
en lo que el escritor Mario Vargas Llosa calificó de “dictadura perfecta”. El
PRI gobernó México ochenta años, perdió la presidencia en el 2000, cuando el
Partido de Acción Nacional impuso a su abanderado, Vicente Fox Quesada, y en el
2006 a Felipe Calderón Hinojosa. Pero ya para el 2012, la agrupación pudo
recuperar la presidencia de México con Enrique Peña Nieto. El mandatario
confronta acusaciones de peculado, y el escándalo de los 43 estudiantes
desaparecidos en Iguala el 26 de septiembre de 2014.
¿CIEN AÑOS NO ES NADA?
Los escépticos dicen
que la Revolución Mexicana es La Gran Robolución. O que aquellos vientos trajeron
estas tempestades. Lo cierto es que el PRI duró más que el partido Comunista de
la Unión Soviética, y que ha vuelto por sus fueros, algo que no ha ocurrido en
Rusia. Además, la plaga del narcotráfico, lejos de ser controlada, se ha
diseminado.
(Ver en este blog: “Legados
del narcotráfico. La política de la impunidad en México”, reseña del libro
escrito por Edgar Morales S. y Guadalupe Carrillo T., donde se analiza la
realidad mexicana enfocándose en el tema de la lucha contra los barones de la droga,
así como el trasfondo de expresiones culturales, que incluyen el narco corrido,
y las narco novelas.
Sin embargo, en sus
comienzos, la Revolución Mexicana ofreció algunos atributos únicos al siglo
veinte. En el arte de la guerra, debemos a los insurrectos varios aportes, entre
ellos la “máquina loca”, el uso de locomotoras cargadas de dinamita que eran
lanzadas contra los soldados del gobierno, así como algunos de los primeros
bombardeos aéreos, y el uso del cine para fines de propaganda.
Las relaciones entre
Pancho Villa y Hollywood son material para un libro. Baste decir que a
comienzos de 1914, Villa firmó con una empresa cinematográfica un contrato por
25 mil dólares para una película que protagonizaría. Entre las cláusulas del
contrato figuraba ésta: “Villa acepta librar todas sus futuras batallas de día”
(aún no estaba desarrollada la iluminación cinematográfica nocturna), y “de ser
necesario, fingirá combates”. El film The Life of General Villa, con el
caudillo actuando, fue estrenado en Nueva York el 9 de mayo de 1914. Además,
cuenta con “un típico final feliz de Hollywood”, dice el biógrafo. En la
película Villa se convirtió en presidente de México. En la vida real, Villa murió
en una emboscada.
Villa fue asesinado
el 20 de julio de 1923, a bordo de su carro Dodge, mientras visitaba Hidalgo
del Parral, en el estado de Chihuahua, acompañado de algunos de sus
lugartenientes. Pese a que había desarrollado un gran instinto para eludir
emboscadas, en esa oportunidad, le falló su famosa intuición. La ciudad estaba
sospechosamente desierta, y habían desaparecido todos los agentes de policía.
Siete hombres armados de rifles dispararon contra su automóvil y nueve balas dumdum, usadas en la caza mayor,
destruyeron la cabeza y el pecho del revolucionario, quien murió de manera
instantánea. La mayoría de los historiadores coinciden en que el entonces
presidente de México, Álvaro Obregón, ordenó matarlo.
ROBA, ROBA, QUE NADA QUEDA
Emiliano Zapata
También la
corrupción administrativa tuvo momentos estelares. Tal vez el episodio más famoso
fue el Tren Dorado de Venustiano Carranza. En mayo de 1920, acosado por las
tropas de Obregón, el entonces presidente Carranza abandonó el palacio y llenó “sesenta
vagones de tren con sus secuaces, armas y municiones, archivos del gobierno, y
el tesoro nacional en forma de barras de oro”. El Tren Dorado fue emboscado en
cada parada. Finalmente, despojos del saqueo quedaron regados junto a los
cadáveres de los soldados que defendían a Carranza, hasta que le llegó al perseguido
presidente el turno de morir.
Si en la Revolución
abundaron los villanos, también descollaron los héroes. La gran figura fue
Emiliano Zapata. Según McLynn, Zapata, “con su mística relación con la tierra,
incorruptibilidad y martirio, figura junto a los raros santos guerreros de la
historia”.
La Revolución dejó
testimonios narrativos contemporáneos de la insurrección, como Los de abajo, de Mariano Azuela, y Él águila y la serpiente, de Martín Luis
Guzmán. También generó una corriente de muy buenas novelas y relatos, como La muerte de Artemio Cruz, de Carlos
Fuentes, y El llano en llamas, de
Juan Rulfo.
Varios escritores
norteamericanos incursionaron en México durante esa época. Curiosamente, Jack
London, un novelista considerado “proletario”, escribió reportajes donde no
ocultó su racismo o su profunda incomprensión por el fenómeno revolucionario.
John Reed, quien se
convirtió en una celebridad mundial con su libro Diez días que estremecieron al mundo, un análisis de la Revolución
Bolchevique, escribió un muy buen trabajo sobre la Revolución: México Insurgente.
Durante cuatro
meses, en 1913, Reed siguió a Villa en su marcha hacia el sur, desde Texas hasta
Chihuahua y Torreón. También trazó un indeleble retrato del asesino Fierro.
Pero la figura
emblemática entre los narradores norteamericanos que visitaron México fue el
maravilloso cuentista Ambrose Bierce. El autor de El diccionario del diablo, y de Cuentos
de civiles y de soldados. Bierce se sumó a las filas de la Revolución,
dejando este ejemplar obituario: “Ser un gringo en México, ¡Ah, eso sí que es
eutanasia!”
Una revolución plagada de personalismos bárbaros, incongruencias y traiciones, tratando de alcanzar una justicia social aún no lograda. No hay duda que sirvió para aprender sobre las causas que pueden movilizar a un pueblo hacia la violencia, pero a costa de sangre derramada, que algunos personajes de la historia, y otros contemporáneos, le hallaron justificación.
ResponderEliminarLuis Carlos: la palabra Revolución tiene siempre resonancias mágicas. Narré en mi novela Eros y la doncella los avatares de la Revolución Francesa durante el Reino del Terror. Sus jefes solían ser muy crueles, y bastante mediocres. Solo Mirabeau puede rescatarse por su talento. Quiso lograr lo imposible: una revolución pausada, sin derramamiento de sangre, y con respeto a las instituciones. No creo que la Revolución Mexicana merezca muchos elogios de los historiadores. Los propios mexicanos la han tildado de la Gran Robolución. Y la herencia revolucionaria, encarnada básicamente en el PRI, es deplorable. Feliz jornada!
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