Mario Szichman
Para Sofía Imber,
Un monumento de la cultura
venezolana
Cada vez que Harry August muere, revive exactamente el mismo día y en el
mismo lugar, aunque mantiene una discrepancia con el resto de los mortales: está
al corriente de una existencia que ha vivido en reiteradas ocasiones.
The First Fifteen Lives of Harry
August, novela escrita por Catherine Webb, con el seudónimo de Claire North, ha causado
sensación por el tema. Y de paso, ha revivido el interés por Ken Grimwood, un narrador norteamericano que anticipó la
trama de Harry August, y cuya vida
personal pareció calcar Replay, su
extraordinaria pieza de ficción.
La novela de Grimwood se inicia con la muerte de su protagonista, Jeff
Winston, director del noticiero de una emisora de Nueva York, en 1988, a los 43
años de edad, tras sufrir un ataque al corazón. Poco después resucita, mucho
más joven, en 1963. Tras recuperar su adolescencia, vuelve a estudiar en la
universidad de Emory, en Atlanta, y trata de adaptarse a un cuerpo más
flamante, y a varias amistades y romances anteriores. Por supuesto, surgen las
dificultades: Winston está enterado de aquello que ocurrirá posteriormente. Tanto
los errores que comete, como los triunfos que obtiene, forman parte del saber adquirido
en años sucesivos.
En una ocasión, topa con un amigo de la universidad. El encuentro es
doloroso para Winston; sabe que pocos años más tarde, ese robusto amigo que
vende salud, morirá de cáncer. También el romance con su novia es afectado por
las costumbres de la época. En 1963, la píldora anticonceptiva es una
entelequia, y Winston debe aceptar una práctica sexual muy humillante para no
dejar a su amante embarazada.
Hay, sin embargo, compensaciones. El protagonista sabe que con su noción del
futuro puede ganar en el juego, y se hace millonario apostando a las carreras
de caballos y a esas series mundiales de béisbol casi siempre disputadas entre
equipos norteamericanos.
Posteriormente, Winston vuelve a morir de otro ataque al corazón. Y tras
cada experiencia de resurrección, su vida cambia de manera drástica.
Grimwood falleció el 6 de junio de 2003 en Santa Barbara, California, y su
obituario es casi tan siniestro como Replay.
Dice así: “Kenneth Milton Grimwood, un narrador especializado en el género fantástico,
y famoso por su libro ´Replay´, cuyo protagonista muere en varias oportunidades
de un ataque al corazón y revive de manera reiterada el período entre 1963 y
1988, ha muerto. Tenía 59 años. La causa del fallecimiento habría sido un
ataque al corazón”.
Breakthrough, otra
narración de Grimwood, transita un tema similar. Abarca más años que Replay, y posee elementos de horror.
Además, usa el tema de la reencarnación, y tiene un final sorpresivo que me
encanta.
Tras ser curada de epilepsia gracias a los avances de la tecnología médica,
Elizabeth Austin, de 26 años, recibe en su cerebro electrodos en miniatura.
Puede controlar sus ataques presionando los electrodos con ayuda de un aparato
de control remoto. Pero entre los electrodos implantados hay algunos que
cumplen tareas experimentales ignoradas por la ciencia. Cuando estimula uno de
esos electrodos, Elizabeth tiene recuerdos de un remoto pasado que no le
pertenece. La previa existencia, en el siglo diecinueve, es muchísimo más rica,
a nivel espiritual y material. Elizabeth pasa a ocupar el cuerpo de una mujer
muy atractiva, casada con un millonario. Finalmente, descubre que la mujer es
una asesina cuyo propósito es viajar al futuro para matar a su esposo del
presente.
La fascinación con el viaje a través del tiempo, además de la necesidad de
“vivir” literalmente otras épocas, se relaciona con nuestros deseos de alterar
el pasado. Un cuento de Roald Dahl narra la historia de una mujer que, tras dar
a luz, descubre que su bebé está muy débil, y puede morir en cualquier momento.
La madre le ruega al médico que salve a su hijo. El médico concreta el milagro,
y rescata de la muerte al bebé, Adolf Hitler.
Por supuesto, cualquier otro bebé hubiera podido ser como Hitler, o todavía
peor. Si un régimen permite ejercer el sadismo con toda impunidad, hay que
tener un corazón de hierro y una moral muy fuerte para resistir los cantos de
sirena de quienes alientan el maltrato al prójimo.
Excepto por circunstancias excepcionales, todo narrador, aunque nunca lo
refleje en sus escritos, termina siendo un viajero del pasado. Si ha conocido
algunas ciudades, y las ha revisitado, desenmascara sus bruscos cambios. La
historia suele cambiar fachadas y rostros, inclusive la idea que se hacen los
seres humanos de sus semejantes. Un héroe cultural en una época puede
transformarse en un monstruo en otra, y recuperar luego el favor popular. Basta
ver las mutaciones que ha sufrido la imagen de Napoleón Bonaparte a partir de
su exilio en Santa Elena.
Hay una gran historiadora norteamericana, Barbara Tuchman. Su libro más
famoso es The Guns of August, sobre
los comienzos de la primera guerra mundial. Uno de sus últimos trabajos fue una
verdadera hazaña. Durante siete años se dedicó a explorar el aciago siglo
catorce en bibliotecas de todo el mundo. El resultado es A Distant Mirror.
El siglo catorce fue el de La peste negra (1348-1350) Se estima que diezmó
una tercera parte de la población radicada entre la India e Islandia. Pero
además, hubo otras plagas concomitantes: guerras interminables, impuestos que
eran en realidad confiscaciones, y bloquearon todo progreso de la industria y
el comercio en ese siglo, pésimos gobiernos, bandolerismo, y feroces divisiones
en el seno de la iglesia. Lo único que cesó en el siglo catorce fue la peste
negra. El resto de las calamidades persistieron varios siglos. Algunas llegaron
para quedarse.
Tuchman decía que cuando se describía el siglo catorce, solo se podía
narrar una clase de historia: la de las elites. Hasta la llegada de la
Revolución Francesa, los historiadores únicamente se interesaban en la
genealogía de los poderosos. Nobleza, noble, son palabras con cierta alcurnia.
Los aristócratas eran considerados superiores al resto de los mortales. (Aunque
no siempre. El historiador Anselmo mencionó a un noble gascón que dejó en su
testamento una donación de cien libras destinada a las dotes de las muchachas
que se había encargado de desflorar).
Una vez las masas irrumpieron en la historia, lideradas por Marat, Danton y
Robespierre, se produjo un curioso fenómeno: el hombre de la multitud se
convirtió en un héroe, el pobre en virtuoso, y los nobles y los monarcas,
"en monstruos de iniquidad", dijo Tuchman. Eso no duró mucho. También
los revolucionarios franceses pasaron por una revisión, generalmente
desfavorable. Stendhal, que había luchado en los ejércitos de Napoleón, y se
consideraba un heredero de la Revolución Francesa, fue uno de los primeros en
cuestionar a uno de sus líderes. Julian Sorel, protagonista de Rojo y Negro, se preguntaba: “¿Qué
hubiera sido Danton en esta época…? ¿Se hubiera vendido a los curas, se hubiera
convertido en ministro? Después de todo, el gran Danton solía robar... ¿Hay que
robar? ¿Hay que venderse?”
Algo similar ocurrió con el proletariado. “Clases laboriosas, clases
peligrosas”, un ensayo escrito por el gran historiador francés Louis Chevalier,
muestra cómo con la Revolución de Julio de 1830 que tuvo como epicentro París,
el auge del crimen en la capital francesa fue atribuido en buena parte al
proletariado, en tanto el hombre de la multitud volvió a transformarse en un
villano. Prácticamente la mayoría de los novelistas que escribieron sobre ese
período –la época de oro de la literatura francesa, con genios como Balzac,
Stendhal, Alejandro Dumas, Gustavo Flaubert, y con maravillosos folletinistas
como Eugenio Sue, o Emile Gaboriau– no discriminaron entre la clase trabajadora
y los criminales, o aquello que los marxistas describían como el lumpen
proletariado.
Los también denominados bajos fondos de París obligaban a la coexistencia
de pobres y criminales, simplemente por una cuestión de alojamiento. Los
alquileres de viviendas o el pago de hospedaje en pensiones eran mucho más
baratos en esos lugares, como lo serían luego las favelas brasileñas, las
villas miserias de Buenos Aires, o los barrios de Caracas. Por supuesto, en las
razzias caían justos y pecadores,
aunque nadie se preocupaba mucho por investigar la celosa acción policial.
En fecha reciente, el Miami Herald publicó una nota sobre la dificultad de
obtener datos en la República Bolivariana de Venezuela, cualquier clase de
datos, hasta los más inocuos. Por una parte, los funcionarios en condiciones de
ofrecer cifras están siempre encerrados en sus despachos, o escondidos en el
baño. El periódico citó el ejemplo de Deivis Ramírez, un reportero policial
venezolano que debe ir de manera cotidiana a la morgue para descubrir cuantas
personas han sido asesinadas en Caracas en el curso de una semana o de un mes.
Las autoridades chavistas se niegan a mostrar cifras.
“Es como un parto cotidiano”, dijo Ramírez
al diario. “Las estadísticas de crímenes son las más difíciles de obtener”. En
ocasiones, los malabaristas encargados de negar las cifras oficiales ni
siquiera requieren mentir para desalentar la verdad. Ramírez dijo al Miami Herald que cada vez que una
persona es baleada por la policía, el episodio no es clasificado como un
“homicidio”, sino simplemente como “resistencia a la autoridad”.
(Ver nota en Tal
Cual
La mirada del narrador siempre marcha en busca de la confrontación, el
antes y el después. Viví en Caracas entre 1967 y 1971, y entre 1975 y 1980. La
volví a visitar en el 2001 y en el 2004. Me sentí en las dos últimas ocasiones como
un viajero del pasado. El paisaje urbano había cambiado de manera drástica. Y
por supuesto, los temores, y la devastación, también se habían alterado. No voy
a pintar un paisaje idílico de la Caracas de la década del setenta. Los cerros
que rodeaban la ciudad, y en los cuales vivían los pobres, una vasta mayoría,
eran invisibles para la clase media y para muchos políticos. Los alquileres de
apartamentos eran monstruosos, se devoraban la mitad de mi salario. La
inseguridad obligaba a esquivar ciertas calles, a buscar refugio en otras. Pero
todavía se podía ahorrar algo de dinero, había nutridas fuentes de trabajo, y
una vida cultural muy vigorosa, con una serie de editoriales respetables. Y por
supuesto, se podía hablar con el adversario, inclusive con el enemigo. No eran
esos diálogos de la actualidad, tan próximos al incesto, donde solo se conversa
con aquellos que piensan como uno, y en que la mejor muestra de amabilidad es olvidar
la política si se acerca alguien del bando contrario.
Cuando trabajé en el programa de televisión Buenos Días, dirigido por Sofía Imber y Carlos Rangel, entre 1968 y
1971, tuve ocasión de conocer a todos los dirigentes políticos de esa época,
del presidente de la República para abajo. Recuerdo que en una ocasión, escuché
a Carlos Andrés Pérez, en esa época presidente de la facción parlamentaria de
Acción Democrática, decir: “Nosotros, los políticos, nos agarramos de las
mechas en el Congreso, pero siempre nos arreglamos en la trastienda”.
Por cierto, podría escribir una interesante novela de un viajero del pasado
centrada en esa época, donde había buenos dirigentes políticos, algunos
brillantes, varios honestos –no todos– y una vigorosa vida política y
cultural. Y luego, propulsar al viajero
del pasado en el presente de la realidad chavista. Sería avanzar, en vez de
retroceder, de una época civilizada, a una era controlada por dinosaurios
políticos, donde la disidencia es severamente castigada, y toda crítica es
considerada un ataque a la patria, o lo que queda de ella.
En realidad, si me pongo a pensar un poco, el material es excesivamente
rico. Hasta serviría para una saga. Quizás influye la rapidez con que
Venezuela, más que transformarse, se ha ido mutando. Es un poco como el
comienzo y el final de la película Cabaret.
Al principio, un gigantesco espejo refleja en el cabaret a mujeres,
ostensiblemente de vida alegre, acompañadas de hombres que exhiben su opulencia
en la vestimenta. Al final, en el espejo siguen reflejándose las mujeres de
vida alegre, pero sus acompañantes son ahora militares, que muestran el
brazalete nazi en la manga izquierda de su chaqueta. Y si antes, al comienzo
del filme, se veía a seres humanos disfrutar de la buena vida, al final, aunque
sigue disfrutándose de la buena vida, existe una enorme exasperación. En vez de
sonrisas, comienzan a imperar las muecas, en vez de la certidumbre y la
decadencia del pasado, asoma la imprevisible, caótica, decadencia del futuro.
Entre tanto, en alguna parte, sobrevuela la maldad. Pues el mal, en todas sus
encarnaciones, no es nunca una esencia, sino una manera, más exitosa, de
prosperar en la vida. Es uno de los primeros hallazgos con que tropieza un
viajero del tiempo.
Deberías de escribir esa saga Mario! Aquí ya tienes un lector :)
ResponderEliminarAbrazos
Querido amigo: te voy a revelar un secreto: ya la estoy escribiendo.
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