Mario Szichman
“Toda la vida es una tentación
prolija”.
Libro de
Job, 7,1
Mi esposa, Laura Corbalán, que era una gran psicoanalista, además de voraz
lectora de novelas, solía decirme que los mejores narradores siempre poseen un
costado femenino. Balzac era uno de ellos. Y Proust, y Truman Capote –excepto
en el tramo final de su carrera.
Tolstoi era un machista feroz. Pero poseía un costado femenino. Nadie puede
concebir Ana Karenina, quizás la mejor protagonista de toda la narrativa
occidental, si ignora aquello que podría llamarse el corazón de la mujer.
Imagino, con cierta trepidación, la metamorfosis que hubiera sufrido Ana
Karenina en manos de buenos narradores latinoamericanos como Gabriel García
Márquez, Mario Vargas Llosa, o Juan Carlos Onetti.
El machismo suele ser siempre un pésimo consejero que se extiende, en
nuestra América a diversas manifestaciones culturales. Pienso por ejemplo en el
tango, en su falta total de costado femenino. Inclusive excelentes intérpretes
femeninas deben lidiar con la incómoda tarea de repudiar su sexo, cuando
repiten sus letras más celebradas.
Algunos críticos bautizaron al tango como “el llanto de un cornudo”. Y sus
versos, algunos magníficos, especialmente los creados por Enrique Santos
Discépolo, son, por lo general, un interminable sollozo denunciando a mujeres
traidoras. La única que se salva de tanto vapuleo es la progenitora, alias “la
santa madrecita”.
El problema es que muchos tangos están escritos en lunfardo, el calé que se
hablaba en los bajos fondos bonaerenses, y muy pocos pueden descifrar sus
vituperaciones.
Un ejemplo es Mi noche triste un
tango compuesto por Samuel Castriota con letra de otra gloria del tango,
Pascual Contursi. Carlos Gardel lanzó ese tango al estrellato. Encontré la
letra en un portal noticioso donde también se anuncia el programa de idiomas The Rosetta Stone. Y realmente, se
necesita un programa de ese tipo, dedicado al lunfardo, para entender el lagrimeo
modulado por la voz de Gardel.
Esta es la
primera estrofa:
Percanta que me
amuraste en lo mejor de mi vida,
Dejándome el
alma herida y espina en el corazón,
Sabiendo que te
quería, que vos eras mi alegría
Y mi sueño
abrasador,
Para mí ya no
hay consuelo y por eso me encurdelo,
Pa olvidarme de
tu amor.
No voy a mencionar los párrafos siguientes donde se alude al cotorro, al campaneo de un retrato, que causa en el hombre engañado “ganas de
llorar”, o a la famosa “catrera que se pone cabrera cuando no nos ve a los
dos”.
Para no dejar en ascuas a los lectores, puedo informar, tras revisar un
diccionario, que “percanta” en lunfardo alude a la concubina, “especialmente si
es una mujer atractiva”. El verbo lunfardo “amurar” significa abandonar, y
“encurdelarse” es emborracharse. En cuanto a la “catrera que se pone cabrera”,
es la cama que se enfurece cuando no ve a los dos miembros de la pareja
descansando o trajinando en ella.
Cuando escribí la segunda versión de mi novela Los judíos del Mar Dulce, con la invalorable colaboración de la
profesora Carmen Virginia Carrillo, no pude resistir la tentación de incorporar
una escena en que uno de mis protagonistas, Itzik Pechof, viaja en un taxí cuyo
interior está cubierto con fotos de Gardel.
Uno de mis mentores intelectuales, el escritor argentino David Viñas, dijo
que en mis novelas intento desacralizar “mitos muy tiernos, densos,
inhibitorios”. Y uno de ellos, obviamente, es el de Gardel.
Hay, o había en mi infancia, toda una industria dedicada a crear adornos
para el interior de los taxis. La mayoría de esos adornos eran retratos en
forma de corazón, con la foto del hombre que, según uno de los slogans más perdurables, “Cada vez canta
mejor”.
Narré en la novela que el interior del taxi donde viajaba Itzik “era el
tabernáculo del bronce que sonríe”, otro de los elogios prodigados al cantor. “Había
calcomanías de Gardel pegadas en el techo. Excepto por dos chupetes y un par de
zapatitos de bebé, el resto estaba dedicado a celebrar la gloria del cantante
que se había inmolado en Medellín”.
El taxista, tras observar a Itzik por el espejo retrovisor suspiraba, y
decía: “El día que murió, con él murió el tango”.
Itzik mostró su asombro al observar que el taxista hubiera colocado en el
interior del vehículo una foto donde Gardel aparecía rodeado de mujeres. “Él
las tuvo a todas”, le explicó el taxista. “Princesas, actrices de cine,
millonarias. Greta Garbo se suicidó cuando el zorzal criollo le negó su amor”.
Itzik quedó desconcertado. Ignoraba que Greta Garbo se hubiera suicidado. “Bueno,
un suicidio moral– concedió el taxista. –Después de lo de Medellín, la divina
dejó de hacer películas”.
Con cierta aprensión, Itzik le musitó al taxista:
“–Entonces es pura mentira lo que me dijo mi hermano.
– ¿Qué le dijo su hermano? –preguntó el taxista achicando los ojos en el
espejo retrovisor.
–Le digo lo que me dijo mi hermano el periodista. Yo no estoy de acuerdo.
–Dígame lo que le dijo su hermano el periodista aunque no esté de acuerdo –
le ordenó el taxista con voz perentoria. – No me importa si usted está o no
está de acuerdo con su hermano.
–Que nunca nadie cantó mejor que Gardel.
–Un hecho indisputable– reconoció el taxista
–…Y que nadie fue más hermoso que él.
–Lo rubrico con mi firma…
–Que los hombres se derretían cuando lo oían cantar.
–Esa es la virtud de los ídolos. Mujeres y hombres los quieren porque saben
trascender los géneros.
– No, mi hermano me dijo que solamente los hombres se derretían por Gardel
porque era un marcha atrás”.
Allí concluía la conversación entre Itzik y el taxista, que lo echaba del
vehículo tras recomendarle que antes de hablar del zorzal criollo, se limpiara
la boca con jabón.
Acerca de la ambigüedad erótica de Gardel, hay un buen libro de Juan José
Sebreli, Comediantes y mártires, ensayo
contra los mitos, del cual extraje los datos para la novela. Entre ellos,
la intervención que tuvo en la vida de Gardel el joven José Corpas Moreno,
“quien participó en el trágico viaje” de Medellín, “con la ocupación indefinida
de ayudante o secretario, y a quien se le atribuyó una relación amorosa con el
cantor”, según dice Sebreli.
No creo que la elección sexual de objeto cambie la admiración que podemos
sentir por una figura famosa (me incluyo en la legión que piensa que Gardel
cada vez canta mejor), pero ese exceso de machismo no me convence. Y como tras
lanzar la piedra no deseo esconder la mano, debo confesar que una de las razones
para escribir la segunda versión de Los
judíos del Mar Dulce fue que la versión original, además de problemas con
su trama y su escritura, tenía desagradables connotaciones machistas.
EL COSTADO
FEMENINO
Quizás Balzac, o Proust, o Tolstoi se salvaron de observar el mundo de
manera unilateral porque provenían de vastas familias donde las mujeres
ocupaban un espacio importante. Pero ¿es esa únicamente la razón? Pues el mejor
intérprete del corazón femenino, Stendhal, no tuvo una familia muy grande.
Tampoco hubo en su infancia presencia femenina, sino una vasta ausencia. Quien
llegó al mundo como Marie-Henri Beyle, perdió a su madre cuando tenía apenas
siete años de edad.
Pero hubo una compensación. Stendhal pasó “los años más felices de su vida”
en Claix, cerca de Grenoble, donde tuvo como confidente a su hermana menor,
Pauline. Y prueba del afecto por su hermana, y de una relación que se fue
fortaleciendo con el tiempo, es la nutrida correspondencia entrecruzada entre
ambos durante más de una década.
En un diálogo que mantuve con el escritor Manuel Puig en Nueva York, hace
ya varias décadas, me dijo ésta frase: “La escritura es la verdad. No suele
mentir, como lo hace nuestro cuerpo”. He pasado buena parte de mi vida
conversando con mis amigos a través de la escritura, pues están diseminados por
todo el mundo. Y he podido confirmar la bella, y muy acertada frase de Puig. Es
muy difícil que alguien nos engañe a través de la escritura. El mitómano y el
psicópata necesitan el cuerpo, y nuestra presencia, para seducirnos con la voz
y con los gestos, y hacer pasar gato por liebre. (Cuando algún gobernante
miente, su falsedad es mucho más eficaz y descarada en la televisión que en los
medios impresos. La escritura reconoce el engaño con más facilidad. Podemos
revisar varias veces las frases de los mitómanos de turno, sin quedar
embaucados con sus gestos).
Ignoro si Pauline actuó como madre sustituta de Stendhal a través de su
escritura, pero presumo que sí. Su
presencia es evidente en los textos del narrador, especialmente en Rojo y Negro.
Toda novela en que está presente el adulterio puede mostrar ambas caras de
la moneda, como en Madame Bovary o en
Anna Karenina. Pero solo en Rojo y Negro aparecen los puntos de
vista simultáneos de ambos amantes. El proceso de seducción nunca sufre tantas
vicisitudes como en esa novela. Al releerla, no sé si por séptima, o por octava
vez, imagino un filme con la pantalla dividida por la mitad. El protagonista,
Julien Sorel, se ubica en la parte derecho de la pantalla, y su primera amante,
Madame Renal, en el sector izquierdo. Si alguien quiere aprender la dialéctica
del amor, no hay mejor maestro que Stendhal. Pues el romance, más que un juego
de espejos, es un constante juego de equívocos. La mujer a quien se dirige
Julien nada tiene que ver con la mujer que se enamora de él. Julien cree
avanzar en su seducción, y en cambio comete las peores torpezas. Madame Renal,
convencida de su inocencia, en relación al evidente galanteo de Julien, se va
hundiendo en la transgresión mientras mantiene la ilusión de que su futuro
amante es, en realidad, un buen amigo, encargado de tutelar a sus hijos.
Una de las ironías centrales de Rojo
y Negro es que los amantes, antes de consumar su pasión, cometen toda clase
de traspiés porque carecen de una hoja de ruta. Ignoran dónde conseguir novelas
capaces de brindarles el libro de bitácora que los conduzca al himeneo. El
problema de esos dos seres consumidos por la pasión, dice Stendhal, es que
viven en provincias, no en París.
Si el romance entre Julien Sorel y Madame Renal hubiera transcurrido en
París, señala el escritor, “todo se hubiera simplificado, pues en París, el
amor es una criatura de las novelas. El joven tutor y su tímida amante
rápidamente hubieran encontrado el esclarecimiento de su posición en tres o
cuatro novelas”. Esas novelas “hubieran trazado para ellos el rol que deberían
jugar, y les hubieran mostrado el modelo que debían imitar. De esa manera,
Julien, más tarde o más temprano, se hubiera visto obligado, por simple vanidad,
a seguir ese modelo, aun cuando no le hubiera brindado placer alguno”.
Stendhal era un racionalista, capaz de analizar los sentimientos con la
frialdad de un entomólogo. Un día, en el curso de una cena, fue sentado frente
a una mujer “imponente, bella, pero estúpida”. En lugar de cortejarla, el escritor
se puso a investigar el siguiente problema, según informó su biógrafo F.C.
Green: “¿Por qué mecanismo óptico unos ojos grandes, inclusive hermosos, generan
una expresión estúpida?” Green dice que esa noche, Stendhal llenó su diario con
dibujos de ojos inteligentes y ojos estúpidos, “a fin de localizar la curva
exacta del párpado causante de tal extraña transformación”.
Por supuesto, Stendhal tenía muchos momentos de lucidez, y meses o años de
total desvarío amoroso. Su racionalidad era arrojada a los vientos cuando se
enamoraba. Probablemente sus reflexiones eran formuladas durante esas épocas en
que todo guerrero reposa. Pero hay una ternura, una delicadeza para describir
la pasión amorosa, muy difícilmente presente en otro escritor. La parte que más
me agrada de Rojo y Negro es la
primera, cuando dos inexpertos amantes, Julien y Madame Renal, descubren el
juego del amor y la conquista. Especialmente Julien, más enamorado de su héroe,
Napoleón, que de su temerosa protectora.
Para Julien, cada avance en su asedio forma parte de una maniobra militar.
Quizás la parte más famosa de la seducción de Madame Renal es cuando Julien
decide ingresar en el dormitorio de la dama a paso de vencedor. Y de repente, subyugado
por los escrúpulos, aterrado por su ofensiva, se desmorona, y se larga a
llorar. Y es su vulnerabilidad, no su machismo, lo que le permite triunfar
sobre las objeciones de su amada.
Si hay algo que un narrador descubre temprano, es lo difícil que resulta mostrar
el enamoramiento. Tendría que ser muy fácil, pues, al fin y al cabo, eso nos
garantiza el ingreso en este mundo. Pero es menos arduo describir una batalla o
el estallido de una revolución, que una relación amorosa, con sus avances y
repliegues, sus infinitos matices, la culpa y el éxtasis, y la convicción de
que es imposible, absolutamente imposible, vivir sin el ser amado. Y además,
Stendhal tenía una fina ironía, un delicado sentido del humor, en parte
sabiduría, en parte resignación.
Una vez Julien Sorel ingresa en los círculos de la aristocracia parisina,
ya ha aprendido la mayoría de los pasos de la persuasión sentimental. Y
Mathilde de la Mole, su segunda amante, es, para algunos críticos, Julien con
ropas de mujer, rebelde, impaciente, y condenada a una vida estéril, en un
orden social que le niega toda actividad, más allá de las tareas reproductivas.
Además, es imposible ponerse a la altura de Madame Renal, una de las grandes
figuras trágicas de la literatura. (Me gusta mucho más que Madame Bovary).
Los escritores pasan por nuestra vida, como suelen hacerlo nuestros
familiares o amigos. Algunos transitan y se desvanecen, otros se mantienen
distantes, apenas una lejana memoria, y unos pocos nos marcan la vida, y cada
vez aprendemos más de ellos. Stendhal es uno de los elegidos. No importa el
libro que abramos, rubricado con su seudónimo. Todos ellos son amenos,
profundamente sabios, como sus descripciones. Stendhal solo habla de seres
humanos, con su fragilidad, a veces con su vanidad, o su soberana estupidez.
Pero nunca desprecia a sus personajes, nunca le hace trampas al lector. Y
cuando describe la pasión amorosa, es difícil encontrar alguien capaz de
superarlo. Si alguien quiere enamorarse del amor, debe leer a Stendhal.
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