Mario Szichman
Para
Fermín Caballero Bojart
En el mundo de habla inglesa se menciona raramente a Emilio Salgari, el
creador de Sandokán, y de El corsario negro. Pero su figura
comienza, lentamente, a ser reconocida. En el libro Robert Louis Stevenson, Writer of Boundaries, hay un excelente
ensayo de Ann Lawson Lucas, donde se analiza el personaje del pirata en
Salgari, Stevenson e Italo Calvino.
Lawson Lucas escribió también un libro sobre Salgari, La ricerca dell´ignoto, pero ignoro si ha sido traducido al inglés.
De todas maneras, la confrontación central, entre el narrador italiano y el
inglés, es muy luminosa porque exhibe más el genio de Salgari, que el
incalculable talento de Stevenson.
Salgari instauró a Sandokán en el imaginario cultural cuando tenía apenas
21 años. Se trata, dice Lawson Lucas, “de una creación intensamente original,
un carácter más inesperado aún que el de Long John Silver”, el inolvidable
pirata que barre el piso con el resto de los protagonistas en La isla del tesoro. Long John Silver es
un simpático, temible asesino, que tras cultivar la amistad del niño Jim, para
apropiarse del mapa de la isla donde se oculta un inmenso tesoro, no tiene
escrúpulo alguno en planear su asesinato. De no ser por sus hábitos criminales,
Long John Silver sería un perfecto burgués. Además, es un ser humano.
Sandokán, en cambio, es bigger than
life, uno de los grandes personajes de la narrativa universal, un mito que
circula por la realidad sin pertenecer a ella. Inclusive sus enormes fallas son
propias de una figura mítica. Es un ángel caído, un príncipe implacable cuyo
padre fue despojado de su dominio en Borneo por el colonialismo inglés. En sus
reiterados, fracasados intentos por recuperar el trono, Sandokán no da señal
alguna de piedad, o de respeto por la palabra empeñada. En una ocasión, un
caballero inglés, que le salvó la vida, y le ofreció hospitalidad y afecto, es
recompensado por el jefe de piratas con la traición. El corsario negro, otra
gran creación de Salgari, solo está obsesionado
con la venganza. No vacilaría en matar a la mujer que ama, a fin de
consumar su vendetta.
En su más famosa saga, Salgari se atrevió a dar nombre y apellido al
principal enemigo, de Sandokán: el rajá sir James Brooke, fundador de la
dinastía de los “príncipes blancos” de Sarawak. También identificó la isla
donde residía: Labuán. (Mariana, la más famosa e inaccesible de las mujeres
amadas por Sandokán, es “la perla de Labuán”).
Si bien Sandokán parece heterosexual, resulta inquietante que tenga una
amistad tan entrañable con el portugués Yañez de Gomera, aunque tampoco es algo
inusitado. Abundan los libros indicando que la famosa Hermandad de la Costa,
con temporal residencia en la isla de la Tortuga, aceptaba sin remilgos “el
amor que no se anima a decir su nombre”. Era una simple cuestión de logística
sexual. En los tediosos viajes por mar no se aceptaban mujeres a bordo. Y si
bien hubo algunas célebres piratas en el Caribe, no eran famosas por su
belleza, sino por su valentía.
Resulta aún más extraño que Salgari haya elegido a Brooke como el principal
villano del ciclo de Sandokán. ¿Conocía el escritor detalles de la vida íntima
del rajá de Sarawak? Es posible. Brooke publicó una autobiografía bastante
completa, y varios de sus admiradores y amigos también divulgaron las hazañas
del feroz enemigo de los piratas dayakos de Borneo. En esos textos, fue
ineludible mencionar su porfiado e inexplicable celibato, y el persistente
rechazo a los avances amorosos de sus admiradoras, pues Brooke era un hombre
muy apuesto.
En una de las tempranas biografías de Brooke se ofrecen detalles confusos
de la herida que sufrió al comienzo de su carrera militar. Cuando tenía 22
años, y servía en un regimiento en la India, Brooke recibió un balazo durante
un encuentro con una partida de soldados birmanos. En White Rajah, una biografía de Brooke escrita por Nigel Barley, se
plantea la hipótesis de que el funcionario inglés fue herido en “la parte más
apasionada de su cuerpo; eso explicaría su falta de interés sexual en las
mujeres, o su negativa a casarse”. Pero otros biógrafos dicen que el balazo lo
recibió en un pulmón, y mencionan en cambio su frecuente e íntima amistad con
jovencitos durante buena parte de su vida.
No vamos a incurrir en el hábito de uno de los amigos de Holden Caulfield,
el protagonista de El cazador oculto,
de J.D. Salinger, obsesionado en demostrar que esos grandes héroes del cine de
vaqueros, o de guerra, pese a su enorme hombría, eran, en realidad, fruitcakes. De todas maneras, la buena narrativa es
siempre una eterna porfía con la transgresión, y quizás la saga de Sandokán es
tan fascinante porque el héroe es poco convencional –y en ocasiones,
escasamente admirable. Pues el tigre mayor de Mompracem, además de traicionar a quien le ha ofrecido
una sincera amistad, es a veces un intolerable fanfarrón, y en otras, un ser
que se tiene enorme lástima.
En una oportunidad, Sandokán observa una tempestad desde una gran roca
cerca de su vivienda en Mompracem, y exclama: “¡Qué contraste! Afuera está el
huracán y yo acá dentro. ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible?” Sin
embargo, el héroe que coteja su fiereza con la de una tempestad, suele
condolerse a cada rato porque su padre perdió el sultanato a manos de los
ingleses.
Tampoco Sandokán es un modelo de rectitud. Es increíble la manera en que
derrocha la vida de sus compañeros de aventuras. Luego que los tigrecitos de Mompracem
asaltan una embarcación, Araña de Mar, uno de los lugartenientes preferidos de
Sandokán, cae muerto, pues durante el abordaje Patán, el segundo de a bordo, se
había corrido algunos centímetros de su puesto de combate. De haber estado
Patán en el sitio exacto que le correspondía, hubiera recibido el balazo, en
lugar de Araña de Mar.
Tras la victoria, Sandokán le informa a Patán que debería fusilarlo por esa
falta, “pero no me gusta sacrificar a los valientes. Sin embargo, en el primer
abordaje te harás matar a la cabeza de mis hombres”. Patán no sabe cómo hacer
para agradecer a Sandokán semejante favor.
Pero, más allá de esas incongruencias, Salgari era un magnífico narrador.
Podría haberse dicho de él, lo que The
Saturday Review decía de James M. Cain, el autor de El cartero llama dos veces y Double
Indemnity: “Nadie se detiene en mitad de una lectura cuando se trata de
Cain”.
La fascinación que despierta en los niños y adolescentes aquello que Roberto
Arlt bautizó como “literatura bandoleresca” parece vincularse a la infracción.
En el mundo de los adultos, los menores están a merced de los elementos. Y de
repente, vienen autores y los convencen que pueden transformarse en
superhombres. Es suficiente con imitar a los protagonistas de esas maravillosas
narraciones. El protagonista de El
juguete rabioso descubre ese mundo incomparable a los 14 años de edad,
justo en el ingreso a la pubertad. En un mundo aburrido, triste, avizora un territorio mágico donde
“Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el
sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos
y trabuco naranjero en el arzón”, ofrecían “con magnánimo gesto una bolsa
amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de
un altozano verde”.
Los autores de folletín prometían el paraíso en la tierra. “Entonces”, dice
el personaje de Arlt, “yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores
libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían
singulares doncellas”.
También Mark Twain, en Las aventuras
de Tom Sawyer, señala que la intención del protagonista es dedicarse a la vida
criminal, y conseguir fama como pirata.
Salgari tenía una cualidad adicional: hacía recorrer a sus lectores tierras
extrañas, plagadas de peligros y de milagros. El solo hecho de haber elegido el
archipiélago malayo como sitio de las aventuras de Sandokán, e instalado a los
piratas dayakos entre sus principales personajes colectivos, es otro gran
acierto. Porque los dayakos eran piratas de río, no de mar. Y ese detalle es
crucial. Debían pasar buena parte de sus travesías en medio de la jungla y de
los manglares, acosados por serpientes, panteras y una rica fauna de animales
feroces, acrecentando así el peligro, y la fascinación por sus aventuras. Al
mismo tiempo, se ahorraban la angustia de largos peregrinajes rodeados de un
inmenso mar, una de las cosas más aburridas del mundo.
Los piratas dayakos nunca se alejaban de su hogar o de sus amantes por
períodos prolongados. Y eso hacía toda la diferencia, así como sus costumbres
sexuales, o la manera de celebrar la derrota del enemigo.
La educación para el matrimonio se iniciaba antes de la pubertad, y el
asesoramiento corría a cargo de las ancianas de la tribu. En cuanto al trato al
enemigo, consistía en decapitarlo y llevar la cabeza de regreso al hogar.
En su libro Sketches of our Life at
Sarawak, (1882), Harriette McDougal
cuenta que “Cuando los guerreros regresaban de una expedición, las mujeres de
la tribu los recibían con bailes y canciones, y para celebrar las cabezas que
habían traído, realizaban ceremonias
religiosas. El ritual era conocido como “acariciar las cabezas”. Durante meses
enteros las cabezas eran conservadas y “constituían la principal atracción” en
frecuentes banquetes. (Una concisa evidencia de que el pueblo no siempre tiene
razón, y que, pese a la idea romántica de muchos populistas, la buena gente del
campo es a veces bastante peligrosa y es necesario enseñarle buenos modales).
A veces Salgari se repetía en sus noches tempestuosas, y en esas tormentas
tropicales en Borneo siempre alumbradas por relámpagos que ayudaban a iluminar
el perfil aguileño de Sandokán, especialmente cuando aguardaba por su fiel
compañero Yañez de Gomera en su reducto de Mompracem. También, en ocasiones,
Sandokán se la pasaba gimiendo y ordenando injustos asesinatos, y exhibía un
enorme desprecio por la vida humana, especialmente la de sus compañeros de fechorías.
Pero al menos, tenía como alter ego a Yañez, quien disfrutaba de una gran
cualidad: su imperturbable sentido del humor. Y en materia de escenografía y
derroche, nadie superaba al Tigre de la Malasia. En Mompracem se podía observar
“un verdadero laberinto de trincheras hundidas, armas quebradas y huesos
humanos”. Había también rocas elevadísimas, cortadas a pique. Si había una
roca, sin importar su tamaño, seguro que estaba cortada a pique.
Las vitrinas donde Sandokán guardaba el producto de sus fechorías estaban
rotas. Ese es un detalle de gran narrador. Como esa mesa de la vivienda del
pirata donde se veían obras de pintores famosos, carabinas indias, sables,
cimitarras, puñales y pistolas, y joyas donde relumbraban esmeraldas y rubíes.
¿Quién puede olvidar los lazos de seda con que los thugs ahorcaban a sus
víctimas? ¿O a esos mendigos que portaban plantas en el hueco de sus secas
manos? ¿O esas cavernas donde se realizaban extraños ritos? ¿O los feroces
combates en la cubierta de los praos, o las vestimentas que portaban las
dotaciones piratas?
Basta leer este comienzo, para quedar enganchado: “Un violentísimo huracán
azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles
piratas situada en el mar de la Malasia, cerca de la costa de Borneo. Empujadas
por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de
cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se
confundía con el ensordecedor ruido de los truenos”. A partir de ese momento, solo
resta ponerse las pantuflas, encender la luz de un velador, y sumergirse en las
incomparables aventuras de Sandokán. Nadie, absolutamente nadie, se detiene en
mitad de una lectura cuando se trata de Salgari.
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