domingo, 18 de octubre de 2015

¡Voto a bríos! Daría mi garfio derecho para poder escribir como Salgari


Mario Szichman 
Para Fermín Caballero Bojart



En el mundo de habla inglesa se menciona raramente a Emilio Salgari, el creador de Sandokán, y de El corsario negro. Pero su figura comienza, lentamente, a ser reconocida. En el libro Robert Louis Stevenson, Writer of Boundaries, hay un excelente ensayo de Ann Lawson Lucas, donde se analiza el personaje del pirata en Salgari, Stevenson e Italo Calvino.
Lawson Lucas escribió también un libro sobre Salgari, La ricerca dell´ignoto, pero ignoro si ha sido traducido al inglés. De todas maneras, la confrontación central, entre el narrador italiano y el inglés, es muy luminosa porque exhibe más el genio de Salgari, que el incalculable talento de Stevenson.
Salgari instauró a Sandokán en el imaginario cultural cuando tenía apenas 21 años. Se trata, dice Lawson Lucas, “de una creación intensamente original, un carácter más inesperado aún que el de Long John Silver”, el inolvidable pirata que barre el piso con el resto de los protagonistas en La isla del tesoro. Long John Silver es un simpático, temible asesino, que tras cultivar la amistad del niño Jim, para apropiarse del mapa de la isla donde se oculta un inmenso tesoro, no tiene escrúpulo alguno en planear su asesinato. De no ser por sus hábitos criminales, Long John Silver sería un perfecto burgués. Además, es un ser humano.
Sandokán, en cambio, es bigger than life, uno de los grandes personajes de la narrativa universal, un mito que circula por la realidad sin pertenecer a ella. Inclusive sus enormes fallas son propias de una figura mítica. Es un ángel caído, un príncipe implacable cuyo padre fue despojado de su dominio en Borneo por el colonialismo inglés. En sus reiterados, fracasados intentos por recuperar el trono, Sandokán no da señal alguna de piedad, o de respeto por la palabra empeñada. En una ocasión, un caballero inglés, que le salvó la vida, y le ofreció hospitalidad y afecto, es recompensado por el jefe de piratas con la traición. El corsario negro, otra gran creación de Salgari, solo está obsesionado  con la venganza. No vacilaría en matar a la mujer que ama, a fin de consumar su vendetta.
En su más famosa saga, Salgari se atrevió a dar nombre y apellido al principal enemigo, de Sandokán: el rajá sir James Brooke, fundador de la dinastía de los “príncipes blancos” de Sarawak. También identificó la isla donde residía: Labuán. (Mariana, la más famosa e inaccesible de las mujeres amadas por Sandokán, es “la perla de Labuán”).
Si bien Sandokán parece heterosexual, resulta inquietante que tenga una amistad tan entrañable con el portugués Yañez de Gomera, aunque tampoco es algo inusitado. Abundan los libros indicando que la famosa Hermandad de la Costa, con temporal residencia en la isla de la Tortuga, aceptaba sin remilgos “el amor que no se anima a decir su nombre”. Era una simple cuestión de logística sexual. En los tediosos viajes por mar no se aceptaban mujeres a bordo. Y si bien hubo algunas célebres piratas en el Caribe, no eran famosas por su belleza, sino por su valentía. 
Resulta aún más extraño que Salgari haya elegido a Brooke como el principal villano del ciclo de Sandokán. ¿Conocía el escritor detalles de la vida íntima del rajá de Sarawak? Es posible. Brooke publicó una autobiografía bastante completa, y varios de sus admiradores y amigos también divulgaron las hazañas del feroz enemigo de los piratas dayakos de Borneo. En esos textos, fue ineludible mencionar su porfiado e inexplicable celibato, y el persistente rechazo a los avances amorosos de sus admiradoras, pues Brooke era un hombre muy apuesto.
En una de las tempranas biografías de Brooke se ofrecen detalles confusos de la herida que sufrió al comienzo de su carrera militar. Cuando tenía 22 años, y servía en un regimiento en la India, Brooke recibió un balazo durante un encuentro con una partida de soldados birmanos. En White Rajah, una biografía de Brooke escrita por Nigel Barley, se plantea la hipótesis de que el funcionario inglés fue herido en “la parte más apasionada de su cuerpo; eso explicaría su falta de interés sexual en las mujeres, o su negativa a casarse”. Pero otros biógrafos dicen que el balazo lo recibió en un pulmón, y mencionan en cambio su frecuente e íntima amistad con jovencitos durante buena parte de su vida.
No vamos a incurrir en el hábito de uno de los amigos de Holden Caulfield, el protagonista de El cazador oculto, de J.D. Salinger, obsesionado en demostrar que esos grandes héroes del cine de vaqueros, o de guerra, pese a su enorme hombría, eran, en realidad, fruitcakes.  De todas maneras, la buena narrativa es siempre una eterna porfía con la transgresión, y quizás la saga de Sandokán es tan fascinante porque el héroe es poco convencional –y en ocasiones, escasamente admirable. Pues el tigre mayor de Mompracem,  además de traicionar a quien le ha ofrecido una sincera amistad, es a veces un intolerable fanfarrón, y en otras, un ser que se tiene enorme lástima.
En una oportunidad, Sandokán observa una tempestad desde una gran roca cerca de su vivienda en Mompracem, y exclama: “¡Qué contraste! Afuera está el huracán y yo acá dentro. ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible?” Sin embargo, el héroe que coteja su fiereza con la de una tempestad, suele condolerse a cada rato porque su padre perdió el sultanato a manos de los ingleses.
Tampoco Sandokán es un modelo de rectitud. Es increíble la manera en que derrocha la vida de sus compañeros de aventuras. Luego que los tigrecitos de Mompracem asaltan una embarcación, Araña de Mar, uno de los lugartenientes preferidos de Sandokán, cae muerto, pues durante el abordaje Patán, el segundo de a bordo, se había corrido algunos centímetros de su puesto de combate. De haber estado Patán en el sitio exacto que le correspondía, hubiera recibido el balazo, en lugar de Araña de Mar.
Tras la victoria, Sandokán le informa a Patán que debería fusilarlo por esa falta, “pero no me gusta sacrificar a los valientes. Sin embargo, en el primer abordaje te harás matar a la cabeza de mis hombres”. Patán no sabe cómo hacer para agradecer a Sandokán semejante favor.
Pero, más allá de esas incongruencias, Salgari era un magnífico narrador. Podría haberse dicho de él, lo que The Saturday Review decía de James M. Cain, el autor de El cartero llama dos veces y Double Indemnity: “Nadie se detiene en mitad de una lectura cuando se trata de Cain”.
La fascinación que despierta en los niños y adolescentes aquello que Roberto Arlt bautizó como “literatura bandoleresca” parece vincularse a la infracción. En el mundo de los adultos, los menores están a merced de los elementos. Y de repente, vienen autores y los convencen que pueden transformarse en superhombres. Es suficiente con imitar a los protagonistas de esas maravillosas narraciones. El protagonista de El juguete rabioso descubre ese mundo incomparable a los 14 años de edad, justo en el ingreso a la pubertad. En un mundo aburrido, triste,  avizora un territorio mágico donde “Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón”, ofrecían “con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde”.
Los autores de folletín prometían el paraíso en la tierra. “Entonces”, dice el personaje de Arlt, “yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas”.
También Mark Twain, en Las aventuras de Tom Sawyer, señala que la intención del protagonista es dedicarse a la vida criminal, y conseguir fama como pirata.
Salgari tenía una cualidad adicional: hacía recorrer a sus lectores tierras extrañas, plagadas de peligros y de milagros. El solo hecho de haber elegido el archipiélago malayo como sitio de las aventuras de Sandokán, e instalado a los piratas dayakos entre sus principales personajes colectivos, es otro gran acierto. Porque los dayakos eran piratas de río, no de mar. Y ese detalle es crucial. Debían pasar buena parte de sus travesías en medio de la jungla y de los manglares, acosados por serpientes, panteras y una rica fauna de animales feroces, acrecentando así el peligro, y la fascinación por sus aventuras. Al mismo tiempo, se ahorraban la angustia de largos peregrinajes rodeados de un inmenso mar, una de las cosas más aburridas del mundo.
Los piratas dayakos nunca se alejaban de su hogar o de sus amantes por períodos prolongados. Y eso hacía toda la diferencia, así como sus costumbres sexuales, o la manera de celebrar la derrota del enemigo.
La educación para el matrimonio se iniciaba antes de la pubertad, y el asesoramiento corría a cargo de las ancianas de la tribu. En cuanto al trato al enemigo, consistía en decapitarlo y llevar la cabeza de regreso al hogar.
En su libro Sketches of our Life at Sarawak,  (1882), Harriette McDougal cuenta que “Cuando los guerreros regresaban de una expedición, las mujeres de la tribu los recibían con bailes y canciones, y para celebrar las cabezas que habían traído,  realizaban ceremonias religiosas. El ritual era conocido como “acariciar las cabezas”. Durante meses enteros las cabezas eran conservadas y “constituían la principal atracción” en frecuentes banquetes. (Una concisa evidencia de que el pueblo no siempre tiene razón, y que, pese a la idea romántica de muchos populistas, la buena gente del campo es a veces bastante peligrosa y es necesario enseñarle buenos modales).
A veces Salgari se repetía en sus noches tempestuosas, y en esas tormentas tropicales en Borneo siempre alumbradas por relámpagos que ayudaban a iluminar el perfil aguileño de Sandokán, especialmente cuando aguardaba por su fiel compañero Yañez de Gomera en su reducto de Mompracem. También, en ocasiones, Sandokán se la pasaba gimiendo y ordenando injustos asesinatos, y exhibía un enorme desprecio por la vida humana, especialmente la de sus compañeros de fechorías. Pero al menos, tenía como alter ego a Yañez, quien disfrutaba de una gran cualidad: su imperturbable sentido del humor. Y en materia de escenografía y derroche, nadie superaba al Tigre de la Malasia. En Mompracem se podía observar “un verdadero laberinto de trincheras hundidas, armas quebradas y huesos humanos”. Había también rocas elevadísimas, cortadas a pique. Si había una roca, sin importar su tamaño, seguro que estaba cortada a pique.
Las vitrinas donde Sandokán guardaba el producto de sus fechorías estaban rotas. Ese es un detalle de gran narrador. Como esa mesa de la vivienda del pirata donde se veían obras de pintores famosos, carabinas indias, sables, cimitarras, puñales y pistolas, y joyas donde relumbraban esmeraldas y rubíes.
¿Quién puede olvidar los lazos de seda con que los thugs ahorcaban a sus víctimas? ¿O a esos mendigos que portaban plantas en el hueco de sus secas manos? ¿O esas cavernas donde se realizaban extraños ritos? ¿O los feroces combates en la cubierta de los praos, o las vestimentas que portaban las dotaciones piratas?
Basta leer este comienzo, para quedar enganchado: “Un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar de la Malasia, cerca de la costa de Borneo. Empujadas por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos”. A partir de ese momento, solo resta ponerse las pantuflas, encender la luz de un velador, y sumergirse en las incomparables aventuras de Sandokán. Nadie, absolutamente nadie, se detiene en mitad de una lectura cuando se trata de Salgari.








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