Mario Szichman
El actual gobierno de Venezuela tiene tanto respeto por la posteridad como
por los dineros públicos. Uno de sus hábitos es refundar lo ya instituido,
especialmente cuando se trata de institutos educativas. Por ejemplo, en fecha
reciente volvió a inaugurar el Liceo Fermín Toro. Una placa colocada en la
puerta del liceo asigna la obra al fallecido presidente, Hugo Chávez Frías,
aunque el Liceo Fermín Toro fue inaugurado el 12 de septiembre de 1936 por el
presidente Eleazar López Contreras.
Si el gobierno de la Revolución Bonita estuviera emplazado en Atenas, ya se
hubiera arrogado la construcción del Partenón. Por suerte, Grecia no es
Venezuela. Sus ruinas milenarias están mejor cuidadas que la mejor arteria vial
de Venezuela. Las bandas armadas no juegan a la ruleta rusa con la cabeza de
indefensos ciudadanos. No hay máquinas captahuellas para detectar si algún
osado quiere comprar más papel higiénico que lo regulado, ni ministros de
Defensa que han ordenado reprimir manifestaciones a balazo limpio. La ley en
Grecia no se estira como un chicle, para castigar a los díscolos y brindar
impunidad a los compinches. El poder legislativo no vive en conchupancia con el
poder ejecutivo y el judicial. El parlamento griego no es un sucedáneo del
circo romano en que los gladiadores liderados por el presidente de la Asamblea
Nacional Diosdado Cabello enfrentan a los cristianos de la Mesa de Unidad Democrática
averiando sus rostros.
Grecia, la cuna de la democracia, sigue siendo una democracia. Y aunque
continúan las medidas de austeridad y las dificultades económicas, logrará
finalmente salir de ellas, o abandonará el euro, que ha sido una especie de boa
constrictor para todo proyecto de expansión de la economía. Además, esa nación
no está maldecida por el petróleo sino bendecida por cientos de islas y por una
poderosa industria turística.
Por muy buenas razones, los regímenes autoritarios necesitan alterar el
pasado. La formidable maquinaria de propaganda nazi hizo un eficaz lavado en el
cerebro de decenas de millones de alemanes. El régimen de Adolf Hitler
necesitaba, en primer lugar, borrar la mancha de la derrota sufrida por el
ejército en la primera guerra mundial. Para eso inventó la fantasía de que
había sido apuñaleado por la espalda. El enemigo estaba adentro: pacifistas,
judíos, homosexuales, gitanos, comunistas, socialistas, liberales, eran los
culpables de la capitulación.
El nazismo reinventó la historia de Alemania. No tuvo problemas en mentirle
al pueblo en la cara. Los libros de historia fueron reescritos, se cambió la
actuación de los héroes, se les hizo decir cosas que nunca habían pronunciado
en su vida. No hubo un solo aspecto de la cultura o de la tradición alemana que
permanecieran intactos. Inclusive se corrigieron mapas a fin de poder reclamar
regiones transmutadas en irredentas una vez se trastornó su trazado.
GLORIA Y LOOR A UNA HEROÍNA INEXISTENTE
Cuando visité Trujillo, en el estado
venezolano del mismo nombre, para hablar sobre mi trilogía de la Patria Boba,
me informaron que los trujillanos contaban
con una flamante heroína. Tan flamante que ni siquiera existió. Se trataba de
la generala post-mortem Dolores Dionisia Santos Moreno, también conocida como
“La Inmortal de Trujillo”.
Si el lector explora Google.books, que
tiene más libros que la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, verá que hay
exactamente una sola referencia a la fantaseada heroína. Y la referencia
proviene de Huma José Rosario Tavera, cronista del Municipio Trujillo, y perpetrador de la falacia. En cambio,
Google.books dedica nutridas referencias a todos los héroes de la independencia
latinoamericana, no sólo los más connotados, sino aquellos que apenas han
merecido una escuálida referencia en una nota al pie.
Felizmente, otros chavistas cuestionaron la invención. Henry Martorelli,
director del Movimiento Social y Poder Popular del gobernante Partido
Socialista Unido de Venezuela, acusó a Rosario Tavera de tejer una patraña.
Según Martorelli, el Centro de Historia
de Trujillo fue tomado por el Comando Kuicas, uno de cuyos miembros era Rosario
Tavera. Como parte de su labor revisionista, Rosario Tavera modificó algunos
cuadros existentes en el Centro de Historia de Trujillo, y eliminó otros. Y
luego, dijo Martorelli, creó “héroes y acontecimientos que sólo han existido en
su imaginación”, entre ellos a la generala post-mortem. De acuerdo a Martorelli,
Huma Rosario también habría urdido el cuadro de Dolores Dionisia Santos Moreno.
“La imagen de esa figura”, indicó Martorelli, “tiene la cara de Angie Quintana
y el cuerpo de José Antonio Páez”.
Tampoco debemos olvidar la cirugía estética que sufrió el Libertador Simón
Bolívar. Durante dos siglos, el Libertador mantuvo el mismo rostro, perpetuado
por excelentes artistas plásticos. Y de repente, recibió el face–lift que se le antojó a Chávez. Al
parecer, las figuras autoritarias necesitan reinventar la historia. Además, les
brinda una peculiar omnipotencia. Existe
cierto perverso placer en proveer al pueblo de falsa información y hacerlo
dudar de su memoria, percepción e intelecto.
Una noche, los venezolanos se acuestan teniendo en su mente una imagen muy
clara de Simón Bolívar. A la mañana siguiente, despiertan observando un rostro
de Bolívar que ni el Libertador hubiera reconocido al mirarse en el espejo.
Treinta millones de venezolanos, y posiblemente muchos miles de
latinoamericanos, contemplan un Bolívar “digitalizado”, un rostro que parece de
goma, superpuesto a la imagen icónica.
Chávez, quien siempre se proclamó heredero del Libertador, perpetró un acto
de taumaturgia que ningún gobernante en el mundo osó realizar: imponerle al
prócer máximo su ideal de belleza, y al mismo tiempo desautorizarlo, una
tendencia muy enquistada en el gobierno bolivariano.
Si el fallecido líder se creyó original, es porque su conocimiento de la
historia resultaba bastante precario. Ya antes que Chávez, más de un siglo
antes que Hitler, Napoleón Bonaparte también quiso estafar a la posteridad. Por
supuesto, al lado del fundador de la Revolución Bonita o del líder del Tercer
Reich, Bonaparte era un gigante político y militar. Pero tenía un problema: no
era francés. Había nacido en Córcega. (Es curioso, Hitler tampoco era alemán.
Había nacido en Braunau, Austria) y necesitaba mostrar aún más credenciales que
un nativo de Francia. En su libro History and Historians in the Nineteenth
Century, George Peabody Gooch decía que para los bonapartistas era más
dañino culpar a su ídolo de ser foráneo, a que lo acusaran de haber causado la
muerte de dos o tres millones de personas durante sus campañas de conquista, o
que Francia hubiera sido despojada de quince departamentos adquiridos por la
República durante las guerras de la Revolución Francesa. Napoleón requería
superar ese hándicap no solo a través
de hazañas guerreras, sino recreando la historia. Necesitaba que la posteridad
lo creyera infalible.
En 1867, el ensayista francés Pierre Lanfrey publicó el primer volumen de
su Historia de Napoleón, y causó un
enorme escándalo, porque destruyó la leyenda napoleónica de un solo plumazo.
Por supuesto, quienes admiran a Napoleón siempre encontrarán excusas para las
debilidades de su héroe. ¿Qué héroe es perfecto? Sin embargo, hay héroes que
son superiores a sus defectos, como los casos de Bolívar o de Francisco de Miranda
(Debemos amar a los héroes más por sus fallas que por sus virtudes, pues un
héroe imperfecto puede ser emulado y superado, pero un héroe sin mácula entra
en la categoría de semidios, y hace creer al resto de sus compatriotas que son
seres inferiores, incapaces de disputar su gloria).
Pero Napoleón tenía un defecto muy desagradable: siempre le echaba la culpa
a otro, a fin de eludir responsabilidades. El historiador Lanfrey, con la
paciencia de un entomólogo, descubrió que Napoleón había falsificado una carta
dirigida a Joachim Murat, su cuñado, con el exclusivo propósito de lavarse las
manos de ese fenomenal fiasco que fue la invasión a España.
Murat ingresó a España en 1808 con el cargo de comandante del ejército y
gobernador de Madrid, y lideró la represión del alzamiento popular del dos y el
3 de mayo de 1808, inmortalizado por Goya.
Pese a que prometió una amnistía, reprimió la insurrección a sangre y
fuego. Sus soldados marcaron con bayonetas las casas en las cuales se habían
escondido los insurrectos, y una vez sofocado el motín, retornaron en la noche,
y se llevaron a los presuntos participantes. Como parte del escarmiento, los
franceses obligaron a los españoles a iluminar sus viviendas con faroles para
que vieran las montañas de muertos y agónicos en las ensangrentadas calles. Fue
el comienzo de una guerra que se prolongó durante cinco años y en la cual se perpetraron
toda clase de atrocidades. Soldados franceses eran crucificados en árboles, o
serruchados tras ser emparedados entre dos puertas, o lanzados a calderos donde
hervía aceite. Los franceses no eran mucho más humanitarios, y cometían
horrendas mutilaciones.
Napoleón mencionó en varias ocasiones la “úlcera española” como una de las
razones de su derrocamiento, aunque el puntillazo final se lo dio su fracasada
invasión a Rusia, en junio de 1812. Ninguno de los pronósticos que formuló en
sus despachos, previos al envío de soldados a la península ibérica, logró
cumplirse. Estaba convencido de que los españoles le agradecerían haberlos
librado de sus monarcas, y del odiado valido o príncipe de la Paz, Manuel
Godoy.
La investigación de Lanfrey es una joya. Y su descubrimiento debe haberle
insumido varios años, pues tuvo que revisar millares de páginas en las ocho
colecciones de cartas de Napoleón.
La carta en cuestión, de Napoleón a Murat, está fechada el 29 de marzo de
1808. Fue publicada por primera vez por Las Cases en su Memorial de Santa Elena, las presuntas confesiones hechas por
Napoleón a su famoso amanuense. Esa carta no figuraba en los archivos del
emperador de los franceses, y Las Cases admitió que Napoleón se la comunicó de
manera personal en una de sus conversaciones. Aunque la carta difiere
notablemente de todas las escritas por Napoleón antes y después, muchos
historiadores la aceptaron como auténtica. Los editores de la correspondencia
del emperador, quienes contaron con todos los recursos puestos a su alcance por
el estado francés, nunca pudieron encontrar el original, o el borrador de la carta,
ni siquiera una copia auténtica del documento. De todas maneras, aceptaron su
legitimidad.
¿Qué hace tan sospechosa esa carta? Para Lanfrey, “la sobrenatural”
perspicacia con que Napoleón pronosticó futuros acontecimientos. En las cartas
que escribió a Murat antes y después de la fechada el 29 de marzo de 1808,
Napoleón auguró que la invasión a España
sería un paseo militar. En las previas cartas al 29 de marzo, le ordenó a Murat
entrar en Madrid. En la carta del 29 de marzo, dice que “desaprueba el ingreso”
de Murat de manera tan precipitada. “Tendría que haberse detenido” con su
ejército “a diez leguas de distancia”.
Antes de esa fecha, todo iba bien con el ingreso de Murat en Madrid. Pero en
la carta del 29 de marzo, Napoleón dice que Murat podría haberse engañado
“sobre el estado de España. Murat “al imaginar que está atacando a una nación
indefensa”. (Es la única carta en que Napoleón se dirige a Murat en segunda
persona). La carta del 29 de marzo inclusive pronostica lo que ocurrirá una
semana más tarde, el dos y el tres de mayo en Madrid. “Los españoles son un
pueblo enérgico, joven, que tiene todo el entusiasmo y el coraje de seres no
agotados por las pasiones políticas”, señala. “La aristocracia y el clero son
los amos de España. Harán reclutamientos en masa, y eso perpetuará la guerra.
España tiene 100.000 hombres en su ejército, distribuidos en sitios diferentes.
Servirán como núcleo para un completo alzamiento de la monarquía”.
Antes de las jornadas del dos y del tres de mayo, era imposible pronosticar
lo que ocurriría en España. Por el contrario, el pueblo saludó con júbilo la
entrada de Murat en Madrid, creyendo que venía a respaldar al príncipe de
Asturias como nuevo monarca, tras la renuncia de su padre Carlos Cuarto, y la
defenestración del valido Godoy.
Lanfrey dice que había motivos para esa creencia. Por ejemplo, Eugene de
Beauharnais, embajador de Francia en Madrid, era “asesor y decidido partidario
del príncipe de Asturias”, luego Fernando Séptimo de España. “Por lo tanto, el
emperador debía estar a favor del príncipe”. Las tropas francesas, con Murat al
frente, “seguramente ayudarían a consolidar el trono español. El pueblo no tuvo
que mirar con más profundidad, y nuestros soldados”, dice el historiador,
“fueron recibidos con los brazos abiertos por los habitantes de Madrid”.
¿Cómo podía haber previsto Napoleón, con su sobrenatural percepción, lo que
iba a ocurrir algunos días más tarde? Lanfrey señala que “de haber cruzado
alguna de las predicciones de esa carta por la mente” del emperador, “hubiera
sido suficiente para que alterara sus planes de principio a fin”.
Si Napoleón no cambió sus designios era porque ignoraba la catástrofe que
le aguardaba. No tenía el menor respeto por los monarcas españoles –con toda la
razón del mundo– ni tampoco por el pueblo español –y en eso se equivocó
enteramente.
Pero en la carta del 29 de marzo de 1808, Napoleón vio todo, el pasado y el
futuro de España. Esa es una de las grandes ventajas de escribir a posteriori: la
certeza de predecir acontecimientos futuros.
Ninguna de las recomendaciones de esa carta reaparecieron en las cartas
previas o posteriores, dice el historiador. Por lo tanto, la carta, “que carece
de significado, propósito o motivo, solo puede ser considerada como una
falsificación cuyo único propósito era engañar a la historia. Y el falsificador
no pudo haber sido otro que Napoleón”.
El problema con ese tipo de engaños es que en vez de hacernos avanzar hacia
el futuro, nos retrotraen al pasado. Si Napoleón mintió en esa ocasión ¿no
habrá mentido en otras? ¿Cuánto de cierto hubo en su correspondencia, en sus
proclamas, en sus confesiones a Las Cases? Lanfrey dice que esa carta forma
parte del sistema de pensamiento de Napoleón. “¿Acaso Napoleón no hizo lo mismo
durante los catorce años de su reinado? Día tras día, falsificó los documentos
diplomáticos en Le Moniteur, las
noticias del exterior, los debates en las Cámaras Legislativas, inclusive los
informes de su administración”.
Napoleón “mintió a sus contemporáneos de manera audaz cada día y cada hora
de su reinado. Eso no puede negarse”, dice Lanfrey. Pero “¿Cómo es posible que
alguien, excepto un sistemático detractor de su gloria, haya pensado en
mentirle a la posteridad?”
Fast forward, atravesemos a toda velocidad los años que separan a Napoleón
de Hitler o de Chávez, y se verá la misma impudicia para engañar al pueblo. Hitler
fue derrotado, y el juicio de la historia es bastante desfavorable. Pero Chávez
ha dejado celosos herederos de su gloria, y mientras manejen el timón de
Venezuela, seguirá proliferando la inauguración de institutos educacionales
construidos por gobiernos anteriores, los héroes y heroínas inexistentes, o los
rostros de Bolívar hechos a imagen y semejanza del comandante eterno.
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