Mario Szichman
Hace algunos meses publiqué en la versión digital del periódico Tal Cual de Caracas una nota que tenía
por título: “El drama de Petróleos de Venezuela: tras raspar el fondo de la
olla, se roban las ollas de sus instalaciones”
La información se basaba en un trabajo de investigación de Reuters. La agencia noticiosa británica
señalaba que piratas y atracadores se dedicaban a desmantelar parte de la
infraestructura de la empresa estatal, una de las pocas que todavía sigue
aportando dinero a las arcas del estado venezolano. (Casi de inmediato, la
embajada venezolana en Londres denunció que Reuters estaba participando en una
campaña de difamación contra PDVSA).
El argumento central del artículo era que “el desempeño y la productividad
de la industria petrolera venezolana estarían siendo afectados por una ola de
criminalidad”. La embajada venezolana en Londres negaba tal aseveración, y
reclamó a la agencia noticiosa corregir “los defectos” de la nota, “en nombre
del respeto debido a los valores profesionales del periodismo, y a la verdad y
realidad de Venezuela”.
Reuters no corrigió los
presuntos “defectos” de su información. Tal vez supone que la verdad y realidad
de Venezuela se define por la destrucción de todo aquello sospechoso de lucro. Hasta
apostaría que, pese al rotundo desmentido de los funcionarios venezolanos, la
producción de PDVSA va palo abajo, el robo de equipos y materiales va palo
arriba, y el ente petrolero estatal terminará como todos los elefantes blancos
del chavismo, boqueando y en la lona.
Según Reuters, en la península de
Paraguaná, frente a la isla de Aruba, habitantes de barriadas “en ocasiones
ingresan en la refinería más grande de Venezuela para robar maquinaria,
herramientas para la construcción, y cables, que venden como chatarra”. Entre
tanto, en el estado Monagas, “unos 26.000 barriles potenciales de petróleo se
perdieron en marzo (de 2015) durante una clausura” de las operaciones, “luego
que empleados de la empresa estatal y contratistas robaron cables de cobre y
causaron derrame en un tanque”.
“Los atracos y robos en el sector han aumentado”, dijo la agencia
noticiosa. La “escasez de repuestos o la posibilidad de ulteriores robos,
obstaculizan el reemplazo de objetos sustraídos, forzando el funcionamiento
parcial de algunos pozos”.
Un teniente de la Guardia Nacional, que la embajada venezolana en Londres
calificó inmediatamente de “sospechoso”, dijo a Reuters que es imposible evitar la acción de los ladrones de chatarra.
El teniente participa en tareas de seguridad en la refinería de Amuay, aunque posiblemente
cesó de intervenir en esas tareas, tras formular sus declaraciones a Reuters. Según dijo el militar, a veces,
entre 20 y 30 personas ingresan al mismo tiempo en la refinería para robar. (En
fecha reciente, esa refinería sufrió algunos desperfectos. Obviamente, no por
falta de manutención, sino, de acuerdo al gobierno, por la acción de etéreos
grupos paramilitares vinculados a sectores derechistas que intentan destruir a
la Revolución Bonita, y que nunca son capturados).
En el 2013, dijo The Wall Street
Journal, la empresa petrolera exportó 550.000 barriles diarios de crudo a
través del Pacífico, en buena parte a China. En abril de 2015, según
información de las autoridades aduaneras chinas, el país importó apenas 296.000
barriles diarios de Venezuela.
En cuanto a la falta de mantenimiento, se han multiplicado los accidentes
en el sector petrolero. El último ocurrió el 26 de agosto de 2012, cuando por
lo menos 39 personas murieron y docenas fueron heridas al registrarse una
filtración de gas en tanques de almacenamiento de la refinería de Amuay.
Si a eso se suma la acción de “piratas” en refinerías y depósitos, podrá
verificarse que Venezuela se está convirtiendo en un país donde la única
industria que prospera es la del saqueo, ya sea de los fondos públicos, o del
atraco a sectores privados.
En mayo de este año, publiqué una nota en Tal Cual: “Las otras venas
abiertas”, donde reseñaba declaraciones ofrecidas a The New York Times por Víctor Álvarez, un economista de izquierda y
ex ministro durante el gobierno del fallecido presidente Hugo Chávez Frías.
Álvarez dijo al matutino que Venezuela había sido saqueada “como en la época de
la conquista” española, “cuando el oro y la plata eran robados por toneladas”. El
ex funcionario no estaba haciendo alusión a los gobiernos de la Cuarta
República, sino al presidido por Chávez y ahora por Nicolás Maduro.
(http://www.talcualdigital.com/Nota/115680/Las-Otras-Venas-Abiertas)
Tras raspar el fondo de la olla y vaciar las arcas del país, tarea asignada
a los funcionarios del régimen, ha llegado la etapa de desmantelar lo que queda
en pie y si es posible llevarse las ollas, algo desorganizado, pero más
democrático.
APENAS UN ESPACIO
HABITADO
Cuando viví en Venezuela, (1967-1971, 1975-1980), los políticos y los
economistas tenían muy claro que el principal problema del país era su casi total
dependencia del petróleo, aunque inferior a la actualidad, cuando un 96 por
ciento del dinero recaudado por el erario público proviene de la venta de
crudo.
Los más lúcidos, entre ellos el ex ministro de Hidrocarburos Juan Pablo
Pérez Alfonso, decían que esa materia prima era “el excremento del diablo”, y que Venezuela necesitaba diversificar su
producción, si no deseaba quedar atrapada en sus redes. “El petróleo solo trae
problemas”, decía Pérez Alfonso. “Basta ver esta locura: desperdicio,
corrupción, y exceso de consumo. Nuestros servicios públicos se están cayendo a
pedazos. Y aumenta la deuda. Estaremos endeudados durante años”.
El fundador de la OPEP formuló esas declaraciones en 1975. Lo único que ha
cambiado es un rubro: “el exceso de consumo”. En líneas generales, no hay
exceso sino escasez de consumo en Venezuela. Tengo amigos venezolanos –aquellos
que aún pueden viajar al exterior– que al retornar al país traen de regalo a
familiares y amigos una lata de atún o dos rollos de papel indispensable. En
Venezuela, se trata de artículos suntuarios.
Hasta las interminables colas destinadas a adquirir alimentos se han
convertido en un motivo de jolgorio para el chavismo. La ex Ministra de
Comunicación e Información, Jacqueline Faría, consideró la escasez parte de la
revolución.
En fecha reciente dijo: “Es lo que nuestro presidente Maduro ha ordenado. Así
que vamos a disfrutar de estas colas sabrosas para el vivir, viendo”.
Ese incauto sentido del humor, que ha proliferado durante la Revolución
Bonita, y que consiste en burlarse de la desgracia ajena, tiene sus riesgos. A
veces es mal entendido; en otras ocasiones, peor interpretado. Cuando estaba
escribiendo la novela Los papeles de
Miranda descubrí que la famosa frase de María Antonieta en respuesta a la
hambruna del pueblo parisino, nunca existió. Según la leyenda, alguien dijo a
la reina de Francia que el pueblo no tenía pan, y ésta habría respondido: “Pues
entonces, que coma tortas”.
La realidad fue mucho más gráfica y siniestra. Foullon de
Doué, ministro del reaccionario gobierno de Breteuil, quien había amasado una
fortuna especulando en granos, dijo en las postrimerías del gobierno
de Luis XVI que si el pueblo tenía hambre, podía alimentarse con
heno. Un día, caminando por las calles de París, el ministro fue rodeado por
una multitud. Un desafecto le colocó un collar de ortigas en torno a su cuello,
y uno de sus compañeros un ramito de
cardos en su mano derecha, y un puñado de heno entre sus labios. Luego Foullon
de Doué fue colgado de un poste de alumbrado. Minutos más tarde, su yerno,
Bertier de Sauvigny, intendente de París, y acusado de haber proferido palabras
similares, fue asesinado a garrotazos, y el corazón arrancado de su cuerpo. Las
cabezas de ambos fueron clavadas en picas y llevadas en procesión hasta el
Palais Royal. La cabeza de de Sauvigny era de a ratos empujada hacia la de su
suegro, mientras los graciosos lanzaban gritos de “¡Bésalo a papá! ¡Bésalo a
papá!” (Como podrá inferirse, también los enemigos de la monarquía tenían un incauto
sentido del humor).
La ex ministra venezolana y actual candidata a diputada por el chavismo
padece un problema muy conocido por los psicoanalistas: ignora cómo elaborar la
agresión. Pero tampoco hay que echarle la culpa por sus exabruptos. En
situaciones normales, los seres humanos suelen comportarse de manera racional. Cuando
la anormalidad reina soberana, es casi imposible sublimar la agresión.
El jefe de estado de Venezuela jura que el fallecido presidente Hugo Chávez Frías, transmutado en ave canora,
le gorjea al oído. Es difícil creer que Nicolás Maduro Moros pertenece al reino
de este mundo. Si a eso se suma que el petróleo, que parecía en una época la
panacea para todos los males, ha demostrado ser hambre para mañana, se entiende
la tensión, el desencanto, y el pánico ante un futuro incierto, e
inexorablemente calamitoso.
Tras quince años de despilfarro chavista, y con el precio del crudo cayendo
en picada, apostar a la riqueza petrolera es tan saludable como apostar a la
ruleta rusa. Y eso se agrava porque en Venezuela nada se produce, excepto
ministerios y viceministerios destinados a garantizar la felicidad universal.
Aquello que se echa a perder es abandonado. La idea del mantenimiento es una
entelequia.
En fecha reciente, y en misteriosas circunstancias, cayó un avión de
combate Sukhoi en alguna parte de Venezuela. El presidente Nicolás Maduro creyó
que todavía estaba en la próspera época en que era más barato comprar por docena,
y decidió comprar una docena de aviones Sukhoi, que cuestan alrededor de 47
millones de dólares la unidad. Su anuncio no fue bien recibido en un país donde
los hospitales públicos devuelven a sus hogares a los enfermos graves porque
faltan insumos básicos.
Venezuela se ha convertido en una franquicia, como Adidas o Burger King.
Todo se contrata o se adquiere en el exterior, en tanto cualquier venezolano
que puede emigrar lo hace. Y se trata de personal calificado. Se estima que 1,6
millones de venezolanos han abandonado el país en los últimos años, entre ellos
numerosos profesionales. (El sueldo de un profesor universitario en Venezuela no
llega a 50 dólares mensuales).
LO QUE VENDRÁ, YA
PASÓ
No hay que ser un exaltado o un demente para advertir que Venezuela es una
bomba de tiempo. O que su reconstrucción demorará varias décadas, o quizás
siglos; o que posiblemente nunca llegue. Y hay un ejemplo muy claro: el de la
decadencia de España tras la expulsión de moros y judíos, que comenzó en 1492 y
se consolidó a comienzos del siglo diecisiete. La fecha es muy precisa: 1602,
cuando el arzobispo de Valencia presentó al rey Felipe Tercero una petición
para que expulsara a todos los moros. El arzobispo le explicó al monarca que
“todos los desastres que han afectado al reino fueron causados por la presencia
de esos infieles”. (Los moros eran los
proto escuálidos, o los proto paramilitares de la España chupacirios).
El historiador Henry Thomas Buckle dijo que la petición para librarse de
los moros fue respaldada con entusiasmo por el arzobispo de Toledo, aunque el
prelado difería de su colega de Valencia en un solo tópico. El arzobispo de
Valencia creía que los moros menores de siete años podían ser separados de sus
padres y quedarse en España. En cambio, el arzobispo de Toledo señalaba que
cualquier hereje, sin importar la edad, iba a contaminar la pura sangre
cristiana; era preferible librarse de todos ellos. Tanto el arzobispo de
Valencia como el de Toledo no estaban casados, e ignoraban que los niños
necesitan a sus padres, y viceversa. En ese caso, la posición del arzobispo de
Toledo –de echar a patadas a todos los moros, sin importar su edad– fue más
humanitaria. Hubiera sido aún peor separar a los padres de sus hijos pequeños
Solo hubiera contribuido a crear varios millares más de niños expósitos.
Según Buckle, “alrededor de un millón de los habitantes más industriosos de
España fueron cazados como bestias salvajes, muchos asesinados, otros golpeados
y robados. En cuanto a la mayoría, debieron huir al África”[i].
Otros historiadores como Clarke, en su Internal
State of Spain, (Londres, 1818), calculan en dos millones los moros que
fueron desalojados de España. (Como simple comentario, hace algunas semanas,
varios miles de colombianos fueron desalojados de Venezuela, y obligados a
retornar a su país de origen. No se ha hablado más de esa violación de los
derechos humanos. Después de todo, el presidente de Colombia, Juan Manuel
Santos, decidió olvidarse del asunto. Pero no hay que ser un augur para señalar
que ese éxodo afectará de manera adversa las actividades económicas).
Si bien la iglesia de España logró expulsar a los herejes radicados entre
los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar, y purificó la raza española en casi un
cien por ciento, los vilipendiados apóstatas tuvieron su dulce venganza. En
primer lugar, transportaron con ellos sus vastos conocimientos. Muchos eran
comerciantes, otros profesionales en distintas labores. Sabían cultivar el
campo, eran diestros en arquitectura, en orfebrería, y en las múltiples faenas
destinadas a ganar dinero. En cambio, los frailes y los militares españoles
solo creían en la cruz y en la espada, como sustituto del trabajo. Todo
consistía en hacer procesiones y agitar los estandartes en las celebraciones
patrias, aunque cada vez hubo menos que celebrar. (John Carr, en su libro Descriptive Travels in the Southern and
Eastern Parts of Spain, publicado en 1811, decía que “Una tercera parte del
trabajo del pueblo español se dilapida en festividades religiosas”).
Al igual que los chavistas venezolanos, esos seres ungidos por Dios creían en
la pureza. Pero tanto la pureza religiosa como la ideológica, no multiplican
los panes y los peces. Únicamente la tarea dura, opaca y cotidiana hace
funcionar una economía.
Es cierto que el saqueo permite obtener ganancias durante cierto
tiempo, pero, como demuestra el
naufragio de PDVSA, una vez se raspa el fondo de la olla, y se roban las ollas,
el país colapsa. Por supuesto, siempre existe el contrabando, una de las pocas
industrias que nunca decayó en España, al menos hasta fines del siglo
diecinueve. Pero inclusive el
contrabando –o el bachaqueo– disminuyen si nada queda por ofrecer. Y es
en ese momento cuando un país se va por el despeñadero.
Tras echar a los herejes, los príncipes de la iglesia española creyeron que
vendría para el reino una época de prosperidad y grandeza. Después de todo, los
moros no habían podido llevarse todo con ellos. Ignoraban que se habían llevado
lo más importante: la capacidad de reproducir la riqueza.
Y de repente, los defensores de la pureza de sangre española descubrieron
que delante de ellos solo asomaba el páramo.
Buckle resume así la situación: con la expulsión de los moros,
prácticamente cada parte del reino de España “fue privada de muchos y
laboriosos agricultores, y de expertos artesanos”. Los mejores sistemas de
agricultura y ganadería de la época eran practicados por los moros. Esos
herejes tenían el monopolio de los cultivos de arroz, de algodón y de azúcar, y
de la manufactura de seda y de papel. “Con su expulsión, todo eso fue destruido
de un golpe, y la mayor parte, para siempre, pues los cristianos españoles
consideraban tales tareas por debajo de su dignidad”.
Jovellanos, uno de los grandes ministros del rey Carlos Tercero, reconoció
que “excepto en las zonas ocupadas por los moros, los españoles prácticamente
ignoraban el arte de la irrigación”.
Las únicas profesiones honorables en España eran arrojar agua bendita y
morir por el rey; todo lo demás era sórdido, deshonesto. Pero Dios –pues también los moros tienen un
Dios– castiga sin palo ni piedra. Con la expulsión de los moros, dice Buckle,
“no hubo nadie que ocupara su lugar. Las manufacturas y las artes degeneraron,
o se perdieron en su totalidad. Inmensas regiones de tierra cultivable se convirtieron
en eriales”. Algunas de las partes más
ricas de Valencia y de Granada, donde habían vivido muchos moros, fueron
abandonadas, y no había recursos siquiera para alimentar a la escasa población
de puros cristianos. Quienes reemplazaron a los laboriosos pobladores fueron
malvivientes, los proto colectivos de la España arruinada. De esa época, dice el historiador, “data la
existencia de bandas organizadas de ladrones, que se transformaron en el azote
del país”.
Por suerte, la fe triunfó. Nunca fue tan poderosa la iglesia española como
tras la expulsión de los moros. “Todas las consideraciones temporales”, dice
Buckle, “fueron repudiadas. Nadie osaba preguntar. Nadie osaba dudar. Nadie se
atrevía a inquirir si lo que estaba ocurriendo era justo”.
Durante un período de casi ochenta años, entre los reinos de Felipe
Tercero, Felipe Cuarto y Carlos Segundo, España se fue despoblando, y el crimen
fue creciendo de manera desaforada. Al comienzo del siglo diecisiete, se
calculaba la población de Madrid en 400.000 personas. Al comienzo del siglo
dieciocho, había quedado reducida a menos de 200.000.
Sevilla, una de las ciudades más ricas de España, también marcada por la
presencia y la cultura de los moros, contaba en el siglo dieciséis con unos
16.000 telares, que daban empleo a unos 100.000 operarios. Para el reinado de
Felipe Quinto, esos 16.000 telares habían quedado reducidos a menos de 300. Un
informe presentado al rey Felipe Cuarto en 1662 decía que Sevilla tenía apenas
una cuarta parte de los habitantes que habían vivido antes de la expulsión de
los moros. Los viñedos y olivares que se cultivaban en las zonas rurales, y
constituían buena parte de su riqueza, estaban abandonados.
A mediados del siglo dieciséis, Toledo tenía cincuenta manufacturas de tejidos
de lana. En 1665, la cifra había quedado reducida a trece.
Antes de la expulsión de los moros, las bellas provincias del sur de España
habían sido tan prósperas, que con sus rentas podían abastecer todas las
necesidades del tesoro imperial. Luego de la expulsión de los moros, el
deterioro fue tan rápido, que para el año 1640 era imposible recaudar
impuestos.
En la segunda mitad del siglo diecisiete, en las aldeas cercanas a Madrid,
los habitantes se morían literalmente de hambre. Los campesinos se negaban a
vender sus productos, no para especular, sino porque necesitaban alimentar a
sus familias.
La monarquía, como ahora el chavismo, decidió que era víctima de una guerra
económica, que todo era culpa de los especuladores, y cada día inventó nuevas medidas
para confiscar productos o sancionar a sus poseedores. Ejércitos de inspectores
hicieron la vida imposible a los comerciantes, pero la escasez se acentuó.
El paso siguiente fue ordenar a los inspectores que se apropiaran de las
camas y los muebles de los supuestos especuladores. Buckle dice que los
inspectores llegaron a robar el tejado de las viviendas para venderlo al mejor
postor, con tal de obtener algo de dinero. Y en esa ocasión, no fueron los
moros sino los cristianos habitantes de España quienes se vieron obligados a
huir. “Vastas multitudes murieron de hambre o de exposición a los elementos.
Aldeas completas quedaron desiertas. Y en muchas ciudades, alrededor de una tercera
parte de las viviendas quedaron totalmente destruidas para fines del siglo
diecisiete”.
En Madrid, muchas personas morían en las calles. Y gran cantidad de
habitantes, desesperados, optaron por la delincuencia. En 1680, trabajadores y
comerciantes organizaron bandas en la capital española, entraron en viviendas
privadas, y robaron y asesinaron a sus ocupantes “a plena luz del día”.
Luego, la policía imitó a los habitantes, y se dedicó a la rapiña. En 1693,
se suspendió el pago de las pensiones a los ancianos. Y el salario de todos los
funcionarios públicos fue reducido a una tercera parte. Hubo asesinatos de
personas que peleaban por una hogaza de pan.
España se salvó de pura casualidad porque en 1700 falleció Carlos Segundo,
el rey idiota de la casa de Austria. El reino de España pasó a la dinastía de
los borbones de Francia. Y de esa manera, la nación se convirtió en una
franquicia administrada desde París, y con ministros reclutados en distintas
capitales europeas.
España nunca superó su decadencia. El duque de Saint Simon, cuyas memorias
sirvieron de plantilla a Marcel Proust para escribir A la búsqueda del tiempo perdido, resumió muy bien la situación del
reino. Siendo embajador en Madrid, entre 1721 y 1722, dijo que “en España, la
ciencia es considerada un crimen, y la ignorancia, una virtud”.
Si los venezolanos examinan lo que está ocurriendo actualmente en su país,
verán que muchos de sus problemas surgen de una banda de iluminados que nunca
han puesto los pies en la tierra. Y el futuro que les aguarda no luce nada
promisorio. Siempre es grato vivir de ilusiones, creer que la historia no se
repite. Claro está, Venezuela no es España. Y España no era Holanda, y ningún
país se puede comparar con otro país. Pero hay maneras de que la historia se
repita. Dos gobiernos, el de Venezuela ahora, el de España antes, incurrieron
en la deplorable costumbre de matar las fuentes de producción, que llevó a
raspar el fondo de la olla, y finalmente, a robarse las ollas. Si alguien desea
saber qué ocurrirá en los próximos meses o años en Venezuela, puede revisar la
historia de España. La respuesta que obtendrá, muy difícilmente le devolverá el
optimismo.
[i]Henry Thomas Buckle: History of
Civilization in England, Nueva York, 1857. Es muy
difícil encontrar otro libro similar al de Buckle, a la hora de entender la
civilización europea. Aunque el historiador quiso usar a Inglaterra como modelo
político, era un racionalista y un escéptico. El tomo que dedica a España es
excepcional. Todavía no conozco un historiador español que se le pueda
comparar. Y por una razón muy simple. Los historiadores españoles de la época
de Buckle estaban demasiado ansiosos por mostrar la grandeza de un país en
completa decadencia, antes que revelar sus males. Buckle tuvo que perder varios
años chequeando fuentes, a fin de mostrar, y de manera apenas aproximada, las
razones por las cuales España se transformó, de primera potencia de Europa con
Carlos Quinto, en “La Verduga” durante el siglo diecinueve. Muy pocas de las
fuentes eran españolas. Las autoridades se cuidaban muy bien de ocultar en
sitios inaccesibles todo documento que mostrara sus barrabasadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario