Mario Szichman
Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes
Hace poco volví a ver Master and
Commander, un filme dirigido por Peter Weir, y que se basa en tres novelas
de Patrick O'Brian. La película tiene
una extraordinaria fotografía, excelentes actuaciones, y escenas de batallas en
el mar que ya se han convertido en clásicas. Pero por boca de su protagonista, el capitán
Jack Aubrey (Russell Crowe), se traza una imagen de Horatio Nelson, el más
famoso de los héroes de la armada británica, que me parece edulcorada, falsa. Nadie duda de
que Nelson fue un líder extraordinario, con superiores dotes estratégicas y gran
valentía. Fue herido varias veces en combate, y eso no es usual entre los jefes
militares, que rehúyen la primera línea de fuego. Perdió la visión de uno de
sus ojos en Córcega, y un brazo durante un fracasado intento por capturar Santa
Cruz de Tenerife. Según los historiadores, los marineros españoles que
encontraron el brazo de Nelson solían usarlo para revolver café. Murió, también
de manera heroica, durante la batalla de Trafalgar, en 1805, que acabó con la
amenaza de la armada napoleónica hasta la batalla de Waterloo, en 1815.
Pero además de sus dotes guerreras, Nelson era un ser humano, y como tal,
cometió algunos hechos no muy edificantes. Dudo que pertenezca al santoral.
Mostrar a un prócer en sus múltiples facetas, es muy sano. Pues explica que
la gloria está al alcance de todos, no de algunos elegidos. Siempre he dicho que
amo a los héroes de mis novelas históricas: a Francisco de Miranda, a Simón
Bolívar, al Diablo Briceño, a José Félix Ribas, aunque más por sus defectos que
por sus virtudes. Si alguien desea emular a un prócer por sus bondades, juega a perdedor, o cae en el ridículo, como
suelen hacerlo de manera cotidiana los propietarios de la Revolución Bonita
que, por otra parte, son unos genios a la hora de falsificar la historia. Pero quien
admite los defectos de los padres fundadores está en condiciones de superarlos,
pues intentará evitar los mismos errores.
Una de las grandes figuras de la primera época de la lucha por la
independencia de la Gran Colombia fue José Félix Ribas. Es uno de los
protagonistas de Los años de la guerra a
muerte, junto con El Diablo Briceño, y con José Tomás Boves, el asturiano,
un gran caudillo popular. Ribas es un personaje trágico. Tras la
derrota en Maturín, se vio obligado a huir de las fuerzas españoles acompañado
de su sobrino y de uno de sus criados. Un esclavo lo delató, fue capturado, y
posteriormente decapitado, el 31 de enero de 1815. Su cabeza fue cocinada en
aceite, y enviada a Caracas. En la capital de la Capitanía general de Venezuela
su cabeza fue colocada dentro de una jaula, y colgada en un lugar público.
Dicen –y yo reiteré la versión en Los
años de la guerra a muerte– que su esposa vivía cerca del sitio donde
habían puesto la cabeza de su esposo, y la observaba en cada despertar.
Pero hay otro costado de Ribas que no todos los historiadores venezolanos
deciden explorar. Era un empedernido jugador que solía perder fortunas en las
mesas de juego. Y le costaba distinguir entre el erario público y su bolsillo.
En realidad, con la excepción de Bolívar, que empezó la lucha por la
independencia como uno de los hombres más ricos de Venezuela, y terminó
oscilando entre la pobreza y la miseria, en ocasiones debido a transacciones
familiares donde otros se llevaban la parte del león, varios próceres de la
independencia no eran muy pulcros con el tesoro de la nación. Parecían protochavistas.
Hace unos días, revisando mis archivos, encontré esta breve nota publicada
por The Morning Chronicle de Londres
el 6 de noviembre de 1815, diez meses después de la ejecución de Ribas: “Cuatrocientos
setenta y cuatro fábricas existían el 3 de agosto de 1813; ¡y en los once meses
siete días del gobierno republicano sólo se levantó la casa del general Ribas!”
En esa época, las comunicaciones transatlánticas demoraban meses, o nunca
llegaban a destino. Es posible que cuando The
Morning Chronicle publicó la información, sus editores desconocían aún la
suerte corrida por Ribas. Escribieron una especie de snapshot de un personaje que se presumía vivo. Pues la muerte, especialmente una muerte trágica, obliga a
modificar la redacción de una noticia.
Me parece muy productiva la encrucijada en que maniobra la buena novela
histórica: debe combinar la ficción con algo más cercano a la crónica, o a los
diarios personales, todo aquello imposible de anticipar. El Nelson imaginado
por el capitán Jack Aubrey es una figura de cartón, porque ya se conoce su
destino. Los héroes de verdad, o los villanos de verdad, son tan atrayentes
porque no intervienen para complacer a sus descendientes, e ignoran el futuro.
Muchas veces, ni siquiera actúan de manera racional, especialmente cuando se
dejan arrastrar por la pasión amorosa, el gran motor de las buenas obras de
ficción. En Los Papeles de Miranda
dediqué algunas páginas a Lady Hamilton, la amante de Nelson, un personaje
muchísimo más interesante que el beatificado por Hollywood.
En estos días, como parte de una nueva novela, tropecé con otro militar
francés que tiene escasos atributos de héroe histórico, pero es formidable como
personaje de novela: el general Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes
(1771-1813).
Es posible que Junot no fuera tan conocido de no ser porque se casó con
Laura Permon, quien pertenecía a la nobleza de Córcega, y escribió unas
fascinantes memorias sobre el período napoleónico. Laura Permont, luego Laura
Junot, al final la duquesa de Abrantes, logró reinventarse como escritora tras
Waterloo. Aunque perdió buena parte de su fortuna, consiguió atrincherarse en
una suntuosa mansión de Versalles con sus sirvientes, que nunca recibían su
salario, y a quienes adiestró en el arte de repeler acreedores. Tenía también
la extraña idea de que los comercios de la zona eran su despensa particular.
Entre sus numerosas amistades figuraba Honorato de Balzac. Fueron
esporádicos amantes, aunque prevaleció la amistad intelectual, y en el
intercambio de secretos literarios, fue Balzac quien se quedó con la parte del
león. La duquesa de Abrantes era un interminable inventario de anécdotas. Fue
amante de Napoleón cuando éste era apenas un oficial de bajo rango, y de Klemens
Wenzel von Metternich, el ministro de Relaciones Exteriores de Austria, quien
arregló la détente con Francia. Metternich es famoso por su labor en el
Congreso de Viena, tras el derrocamiento de Napoleón, que dividió Europa entre
las mayores potencias.
Balzac siempre se vanagloriaba de ser el cronista de la sociedad francesa.
Pero ¿cuántos cronistas tienen el privilegio de conversar con una dama muy
encantadora y memoriosa que conoció a los principales personajes de su época? Y
no precisamente cualquier época de la historia. Después de Adolf Hitler, Napoleón
Bonaparte es el personaje histórico que ha generado más libros. Abundan también
las biografías de sus lugartenientes más notorios, de sus mujeres y de sus
protegidos, de sus ministros y de sus queridas.
La figura del general Junot no tuvo mucha trascendencia durante el siglo
diecinueve, aunque fue recuperada por los historiadores del siglo veinte,
gracias al psicoanálisis. No es famoso por sus hazañas guerreras, o por sus
labores administrativas, aunque fue gobernador de París, pero sí por su amor a
Napoleón, y por su progresiva demencia. Ni siquiera Balzac podría haber
obtenido demasiado provecho de las confesiones que hizo Laura Junot sobre el
general Jean-Andoche Junot. Tal vez Samuel Beckett o Harold Pinter hubieran
podido explotar sus avatares personales. Algunos historiadores sugieren
inclusive que hubo una pasión homoerótica de Junot por Napoleón, y que su
demencia se fue agravando no solo por las numerosas heridas sufridas en
combate, sino por el rechazo del emperador a sus avances.
Al comienzo de su carrera, durante el sitio que los ingleses impusieron a
Toulon, Napoleón ordenó a uno de sus ayudantes que le consiguiera un subalterno
capaz de escribir sus despachos. Un soldado se adelantó, y comenzó a redactar
en una mesa las órdenes de Napoleón. Cuando el soldado, Junot, acababa de
finalizar el despacho, una bala de cañón cayó cerca del sitio donde estaba el
militar, y el papel quedó cubierto con la arena desplazada por el cañonazo. Sin
inmutarse, Junot comentó: “Bueno, no tendremos necesidad de secar la tinta con
arena”. Napoleón quedó muy impresionado por la frialdad de Junot, y de
inmediato lo subió de rango.
Junot fue ascendiendo en las filas del ejército y vio acción en Portugal,
en España, donde Laura lo visitó para compartir sus aventuras, y en Rusia. También
cumplió tareas como gobernador de París. Lo que más se recuerda de él es que se
levantaba todos los días a las seis de la mañana, y se dirigía a un río para ir
a pescar. Tampoco le gustaba que lo estafaran. En una ocasión, fue desplumado
en una casa de juegos de París, y en venganza destrozó los muebles y les cayó a
golpes a los croupiers. Napoleón le
preguntó luego si se había juramentado para vivir y morir como un idiota.
En el curso de su carrera militar sufrió veintisiete heridas, algunas en su
cabeza, e ingresó en una lerda y prolongada demencia.
En 1813, Napoleón sacó a Junot del servicio activo y lo envió a Europa
oriental, como gobernador francés de las provincias ilirias, un grupo de
territorios en los Balcanes, en la costa oriental del Mar Adriático, que habían
sido cedidos por los austríacos tras el triunfo francés en Wagram en 1809, e
incorporados al imperio.
Durante un mes, Junot languideció en las provincias ilirias, mientras los
efectos degenerativos de sus heridas en la cabeza comenzaban a ceder paso a una
conducta cada vez más errática. En una ocasión, ordenó que dos batallones de
soldados croatas fueran despachados a Dubrovnik, a fin de eliminar a un
ruiseñor que no lo dejaba dormir.
Pero el acto que precipitó su destrucción, y por el cual será siempre
recordado, fue el baile de gala que organizó en su palacio, en Dubrovnik, en el
sur de Croacia. Junot era un experto diplomático y un buen anfitrión, y solía
adornarse para las fiestas con cintas y medallas que había conquistado en los
campos de batalla o adquirido en la administración pública.
En esa ocasión, ingresó al salón de fiestas luciendo un morrión emplumado
en su cabeza, una espada ciñendo su vientre, y exhibiendo todas sus medallas y
escarapelas... Y nada más. Brian Joseph Martin, autor de Napoleonic Friendship: Military Fraternity, Intimacy, and Sexuality in
Nineteen Century France, dijo que “los escandalizados huéspedes rápidamente
advirtieron que esas medallas y condecoraciones no eran lo único que colgaba
del desnudo y lesionado cuerpo" de Junot.
Las Casas, en su Memorial de Santa
Helena, atribuyó la conducta de Junot en Iliria a “una demencia completa”.
Los signos de su locura posiblemente fueron atizados por ese ruiseñor que no le
permitía dormir. Cuando regresó a Francia, se causó horrendas amputaciones.
Junot se suicidó el 19 de junio de 1813, a los 41 años de edad, en Monthard,
arrojándose por una ventana de la mansión que habitaba. Napoleón envió al duque
de Rovigo para que se apropiara de las 500 cartas que él, y otro miembro de la
familia, habían escrito a Junot, y que fueron guardadas en un cofre, sellado
por un juez de paz.
Aunque la “diplomacia desnuda” de Junot podía atribuirse a su progresiva
demencia, dice Martin, su escandalosa aparición puede interpretarse también
como un rechazo a la orgía de sangre y de violencia que representó la conquista
imperial. El cuerpo de Junot era un buen repertorio de esas conquistas. Las
verdaderas condecoraciones eran sus veintisiete heridas. Su cuerpo era como un
mapa en relieve de todas las tropelías cometidas por un general sediento de
gloria que nunca aceptó responsabilidad alguna por su insensatez.
Al costado del camino, tras quince años de guerras que devastaron a Europa,
quedaron personajes como Junot que, según la maravillosa frase de William
Faulkner, pertenecía a esa “deslumbrante galaxia de exquisitos canallas que
eran los mariscales de Napoleón”.
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