Mario Szichman
Soy un fanático de las novelas de Lee Child, el creador de ese caballero
andante llamado Jack Reacher. Algunos amigos no entienden mi admiración por ese
autor de mysteries. Claro está, no
todas sus novelas son perfectas, y algunas situaciones son inverosímiles, pero
podría decirse de Lee Child lo que The
Saturday Review dijo de las novelas de James M. Cain: Nadie abandona una de
ellas a mitad de camino.
Hace poco conseguí otra novela de Lee Child: Tripwire. (El título alude a esas placas de presión o cables trampa
que hacen detonar un explosivo).
Más allá de un villano muy interesante y de horrendo aspecto, Tripwire cuenta con un atractivo
adicional: parte de la trama transcurre en Nueva York. Las oficinas del villano
están ubicadas en The Trade World Center,
las torres gemelas del Centro de Comercio Mundial destruidas el 11 de
septiembre de 2001. (La novela fue publicada en 1999, dos años antes de los
ataques).
Jack Reacher, quien viaja de Florida a Nueva York luego de trabajar como bouncer en un club nudista, protegiendo
a las bailarinas de los zarpazos de los clientes, observa Manhattan desde la
ventanilla del avión, especialmente “Las torres gemelas, el Empire State building,
el Chrysler”, que para él es su favorito. (Coincido con Jack Reacher en su
apreciación).
Luego, uno de los protagonistas se dirige a las torres gemelas, “la sexta
ciudad más grande del estado de Nueva York. Más grande que Albany (la capital
del estado). Apenas 16 acres de tierra, pero con una población diurna de
130.000 personas”.
El personaje, un millonario venido a menos, sube en el ascensor al piso
ochenta y ocho, y se dirige a las oficinas de un banquero con dudosos
antecedentes, pues necesita un préstamo que podría salvarlo de la bancarrota.
Child debe haber visitado las torres gemelas para ambientarse. Hay pormenores
que hablan de un conocimiento de primera mano. Por ejemplo, que las puertas
tenían una especie de mirillas rectangulares, y el vidrio estaba conectado a
una alarma.
Esos detalles son propios de un narrador que no es neoyorquino. (Child es
inglés). Recuerda lo que decía Jorge Luis Borges de los camellos en el desierto
de Arabia: solo son mencionados por extranjeros. Un nativo del lugar nunca
aludiría a ese animal, pues forma parte del paisaje.
Otro extranjero se tomó el trabajo de fotografiar sistemáticamente el
interior de la Torre Norte: Konstantiv Petrov. Había emigrado de Estonia, y en
junio de 2001 consiguió un empleo como electricista en el restaurant Windows of the World, situado al tope de
la torre. Petrov trabajaba en the
graveyard shift, el turno del cementerio. (Era un horario parecido al que
yo tenía en The Associated Press, de
11 de la noche, a 7 de la mañana).
Además de electricista, Petrov era fotógrafo. Nick Paumgarten, periodista
de la revista The New Yorker, destacó
la calidad del trabajo de Petrov, su manera de mostrar “el vacío del Trade Center en la noche, así como las
asombrosas panorámicas del amanecer”. En el verano de 2001, el inmigrante
estonio logró tomar centenares de fotografías con su cámara digital, incluyendo
oficinas, centros de mesa, escaleras, equipo de cocina, y accesorios de
ascensores.
Erik Nelson, un documentalista, consiguió por casualidad las fotografías de
Petrov en el 2013, mientras intentaba concluir un filme titulado “9/10: las
horas finales”. (El 9/11 fue la jornada de los ataques. La costumbre, en
Estados Unidos, es poner como fecha primero el mes, y recién después el día).
Si bien Nelson consiguió numerosas fotos y clips de videos de la zona del día
previo a los ataques, había escasas muestras del interior de los edificios. En cierto
momento, pensó inclusive en abandonar el proyecto. Hasta que uno de los
ayudantes del documentalista descubrió las fotos de Petrov en Fotki un sitio en el internet creado por
Dmitri Don, un amigo del fotógrafo.
Según Paumgarten las fotos, especialmente del restaurante Windows of the World, son “muy bellas,
carecen de seres humanos, y se hallan inmersas en una premonitoria melancolía”.
Es curioso, dijo el periodista, que el restaurante, “destruido en uno de los
eventos más fotografiados de la historia, apenas haya sido fotografiado durante
su existencia”. Quizás Petrov, intuyó que el área desaparecería hasta los
cimientos, e intentó dejar un registro fantasmagórico. Paumgarten sugirió que
Petrov habría vivido con el “propósito exclusivo” de tomar esas fotografías.
El día de los ataques, Petrov concluyó su turno como electricista a las
8:00 de la mañana, 46 minutos antes de que el primer Boeing se estrellara
contra la Torre Norte. Tenía como costumbre, tras concluir su turno, dirigirse
a la cafetería del restaurante y desayunar con los empleados que iniciarían el
ritual matutino. Por alguna razón misteriosa, ese día alteró su rutina y se
marchó directo a su apartamento. Bajó al garaje de la Torre Norte, subió a su
carro, y partió. Minutos más tarde, el primer avión se estrelló contra uno de
los rascacielos, y Petrov vio caer restos de escombros, pero no le dio mucha
importancia, pues en Nueva York ocurren diariamente múltiples cosas inesperadas
o inexplicables.
Cuando llegó a su apartamento, encendió el televisor y vio las torres
incendiadas, Petrov entró en pánico. Llamó al restaurante Windows of the World, y conversó con varios de sus amigos. Ninguno
de ellos sobrevivió.
Tampoco Petrov sobrevivió mucho tiempo a los eventos del 11 de septiembre.
Un año más tarde, mientras manejaba una motocicleta, hizo una brusca maniobra y
se estrelló en la autopista neoyorquina West Side Highway, muriendo en el acto.
¿Qué razones tuvo para cambiar su automóvil por la motocicleta? Nadie lo
sabe. Sus amigos dicen que era un pésimo conductor, y que le gustaba manejar a
gran velocidad. Además, era un gran bebedor, y tal vez se alcoholizó tras los
eventos del 11 de septiembre.
Al comienzo de un famoso programa de televisión, The Naked City, un locutor anunciaba: “Hay ocho millones de
historias en la ciudad desnuda”. Es increíble la cantidad de historias que ha
engendrado la tragedia del 11 de septiembre de 2001. Cuando trabajaba en mi
novela La región vacía, mi tarea más
compleja fue desechar historias, debido a la abundancia de episodios, no solo
siniestros, sino grotescos, y hasta humorísticos: la comedia y la tragedia
humana alcanzaron su máxima expresión.
Por ejemplo, un pastor rogó a Dios que su hijo, muerto en las torres
gemelas, apareciera en el vano de su puerta. Tras un día de oraciones, el
cadáver de su hijo apareció en el vano de la puerta, transportado por dos
camilleros de la policía. (No se trata de una leyenda urbana).
De todos los incidentes que decidí descartar, había uno que no quería
abandonar la novela. Ignoro si es trascendente, pero luego de muchas horas de
insomnio, acepté excluirlo de La región
vacía, aunque me cuesta olvidarlo.
Cuando la novelista Lorrie Moore se enteró del ataque
a las torres, se hallaba a mil quinientos kilómetros de distancia de Nueva York,
en alguna parte de Asia. En su viaje de regreso a Estados Unidos intentó
recordar si conocía a alguna persona que trabajara en las torres gemelas. Hasta
que súbitamente le vino a la mente que quien trabajaba en el área no era un
conocido, sino su hermano.
No sólo eso, el hermano había estado en el lugar durante el previo
ataque, en febrero de 1993. Pero la segunda vez el hermano de Lorrie Moore tuvo
más suerte. Su oficina no estaba enclavada en las torres gemelas, sino a una
cuadra de distancia. Cuando se estrelló el primer avión, el hombre se hallaba
en la estación de subte del World Trade
Center. Al emerger de la estación, comenzó a observar la constante caída de
cenizas y a muchas personas que caminaban con cierta premura, pero sin mostrar
pánico. Al estrellarse el segundo avión, se inició la evacuación de los
edificios cercanos, y un ejército de empleados y trabajadores, uniformados por
la ceniza proveniente de las torres incendiadas, del combustible de las
aeronaves y del concreto calcinado, se alejaron de lo que rápidamente sería
bautizado como Ground Zero. Entre esa
multitud deambuló el hermano de la novelista.
El tránsito terrestre y subterráneo estaba paralizado. Por lo tanto,
el hombre se fue caminando hacia su casa, en Queens, cruzando alguno de los
numerosos puentes que unen a Manhattan con ese condado. Ocho horas demoró su
travesía. Ocho horas en que junto con un ejército de fantasmas trató de llegar
a su vivienda. El día anterior, esa vivienda era accesible en unos 40 minutos,
si se trataba del subte, o en una hora y media, si viajaba en autobús.
Aunque en esa jornada todo fue inusitado, excepto la desesperación de
los neoyorquinos por volver al calor de su hogar, lo que hizo el hermano de
Lorrie Moore al día siguiente fue excepcional. El 12 de septiembre retornó a su
oficina. Se ignora cómo lo hizo. El transporte público era casi inatrapable.
Los horarios de trenes, de subterráneos y de autobuses, casi imposibles de
discernir. Pero el hombre retornó a su oficina. Y se sentó en su escritorio
durante dos horas.
Ni un solo compañero apareció para secundarlo en labores inexistentes.
Los edificios del World Trade Center
seguían ardiendo y podía observarse la destrucción a través de las ventanas. El
aroma dulzón de la carne muerta no sólo podía olfatearse, sino casi palparse.
Sentir que ese aroma era reemplazado por el de la carne carbonizada parecía
como una liberación. Y el hombre se quedó en la oficina, esperando no se sabe
qué, tal vez, la resurrección de sus compañeros. Hasta que en algún instante
intuyó que se estaba comportando como un robot, se levantó de su escritorio y
se marchó.
Pocos días después, el hermano de Lorrie Moore decidió recordar sus
olvidados problemas bronquiales. Otro día, como acatando a una orden, su salud comenzó
a declinar. A partir de ese momento, dijo su hermana, “La tos que lo afligía
fue empeorando”. Poco después, un médico
le informó que le quedaban pocos meses de vida.
Muchas veces una enfermedad es la forma más piadosa de marchar hacia
la muerte; el hermano de Lorrie Moore se doblegó al mandato.
Como el joven Goodman Brown, el hombre comprobó que el mundo se había
alterado. No, peor aún: el mundo en el que se levantaba y acostaba todos los
días, el mundo que había conocido hasta el 11 de septiembre de 2001, había
dejado de existir. Por lo tanto, tras observar un mundo reiteradamente
irreconocible, eligió como alternativa cesar su contemplación.
Katie Day Weisberger
Antes de la caída de las torres en la primavera de 2001.
The New York Times
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