Mario Szichman
“La historia nunca se repite.
El hombre siempre lo hace”.
Voltaire
Pese a su pecaminosa fama, Historia
de mi vida, la autobiografía de Giacomo Casanova, el libertino más famoso
de todos los tiempos, no es tan escandalosa como se presume. Un filme
pornográfico de cinco minutos de duración describe más escenas eróticas que los
doce volúmenes de esas memorias, estupendos testimonios de una época. Casanova
(1725-1798), fue testigo de muchos eventos importantes de la historia europea
de mediados del siglo dieciocho.
Las profesiones de Casanova fueron tan variadas como sus romances, las
amistades que cultivó, o las capitales que visitó o en que vivió. Fue
sacerdote, escritor, soldado, espía y diplomático. Y cuando las cosas se le
pusieran muy feas, se hizo pasar por el caballero de Seingalt para eludir acreedores, maridos celosos, o los
acosos de nobles y monarcas.
Las enciclopedias nos informan que estuvo al servicio de un cardenal de la
iglesia católica en Venecia, su sitio de origen; fue violinista, luego se unió
a los masones en Lyon, Francia, y viajó a París, Dresde, Praga y Viena. Cuando
retornó a Venecia, en 1755, fue acusado de ser brujo y hechicero, algo que no
le agradaba a las autoridades eclesiásticas, y condenado a cinco años de cárcel
en las prisiones de Piombi, en el palacio ducal de Venecia. Se fugó de la
mazmorra un año más tarde, en 1756,
buscó refugio en París, y un año más tarde introdujo oficialmente en la capital
francesa el juego de la lotería. Mediante intrigas financieras y amorosas,
accedió a los más altos círculos de la aristocracia francesa.
En 1760 huyó de París, perseguido por sus acreedores, viajó al sur de
Alemania, a Suiza, donde conoció a Voltaire, a Saboya, al sur de Francia, a
Florencia y a Roma. También visitó Londres por algunas semanas. Pese a su mala
–o buena– fama como libertino y perpetuo insolvente, siempre encontró favor con
los poderosos. En 1764, en Berlín, Federico Segundo de Prusia, uno de los
grandes monarcas de Europa, le ofreció trabajo. Casanova agradeció la oferta,
pero prefirió recorrer algunas capitales de Europa oriental, como Riga, San
Petersburgo y Varsovia. Tras un escándalo en Varsovia, seguido de un duelo,
Casanova buscó refugio en España. Cuando le permitieron regresar a Venecia, en
1774, trabajó como espía para los inquisidores del estado. Sus memorias las
escribió en los años finales de su vida (1785-1798) en Bohemia, lo que es hoy
la República Checa, mientras se ganaba la vida como bibliotecario del conde von
Waldstein, en el castillo de Dux. (Un detalle curioso: creía que no existía
mejor pizza en el mundo que la veneciana).
Su saber era enciclopédico, y hablaba la mayoría de las lenguas europeas.
Muchos críticos aseguran que su traducción de La Ilíada del griego al italiano es excelente. Pero su monumento
literario es Historia de mi vida,
publicada en Francia, tres décadas después de su muerte.
Varios episodios resultan interesantes de su visita a España, especialmente
las relacionadas con el Santo Oficio, más conocido como La Inquisición.
En cierta ocasión, Casanova se alojó
en una posada, y descubrió que su cuarto tenía una cerradura en la parte
exterior de la puerta, pero ninguna en el interior. Cuando le dijo al posadero
que deseaba cambiar la cerradura, a fin de clausurar la entrada desde adentro,
éste le respondió que eso era imposible. “Señor don Jacobo”, le dijo el
posadero, “aquí en España, la Santa Inquisición tiene la libertad de
inspeccionar las habitaciones de los extranjeros”. Casanova le respondió: “¿Qué diablos desea
averiguar esa maldita inquisición”?
El posadero, casi a punto de colapsar por el miedo, le rogó que no usara
esas palabras para mencionar esa beatífica institución. “Si nos escuchan”, le
explicó, “los dos estamos liquidados”.
Algo más calmado, Casanova le preguntó al posadero qué datos intentaba
obtener la Inquisición con respecto a los huéspedes de un albergue.
“Todo”, dijo el posadero. “Quiere saber si usted come carne durante la
cuaresma, o si duerme con personas del sexo opuesto, y en caso afirmativo, si
se trata de cónyuges. En caso contrario, ambas personas van a la cárcel. Es una
suerte, don Jacobo, que la Santa Inquisición proteja de manera constante el
valor espiritual de nuestros habitantes”, se congratuló el hostelero.
En los días en que Casanova visitó España, cundió entre los hombres la moda
de usar calzas con braguetas. Por órdenes de la Inquisición, aquellos que lucían
esas prendas iban presos, por impúdicos, en tanto los sastres que las
confeccionaban sufrían duros castigos.
Curas y monjes iniciaron una campaña denunciando la indecencia de esas
calzas. Obviamente, jugaban con ventaja, pues las sotanas prescinden de ese
artilugio. Los defensores de las braguetas consiguieron gran número de adeptos
y estuvieron a punto de causar motines.
En realidad, si se revisa la historia de España, es factible verificar la
plétora de objetos ridículos que han sido la fuente de disturbios. El llamado
“motín de Esquilache” estalló en marzo de 1766, durante el reino de Carlos
Tercero de España, luego que Leopoldo de Gregorio, el marqués de Esquilache,
uno de los favoritos del monarca, ordenó que los caballeros españoles prescindieran
de sus largas capas y de sus sombreros de ala ancha (chambergos), y los
reemplazaran con capas cortas y sombreros de tres picos.
La causa manifiesta de esa orden era que Esquilache deseaba modernizar la
conservadora sociedad española adaptándola a la francesa. En realidad, se
trataba de una solapada medida policial. Las largas capas facilitaban el porte
sigiloso de armas, en tanto los grandes sombreros encubrían los rostros.
La maniobra le salió mal a Esquilache, quien debió huir de España, tras un
motín en que corrió peligro hasta la vida del rey.
En el caso de las calzas con braguetas, las autoridades españolas, ya
curadas de espanto tras las desventuras de Esquilache, inventaron un ingenioso
recurso para disuadir a los usuarios de seguir exhibiéndolas. Según contó
Casanova, copias de un decreto real fueron clavadas en la puerta de todas las
iglesias, informando que las calzas pecaminosas solo podían ser usadas por el
verdugo. Como nadie quería contaminarse de la suerte de ese infame servidor
público, los hombres se olvidaron de ese atavío.
Durante su visita a Zaragoza, Casanova se mostró muy emocionado cuando
visitó una iglesia donde se rendía homenaje a Nuestra Señora del Pilar. Era
impresionante la devoción que mostraba el pueblo por esa imagen.
Pero, en las altas esferas religiosas, la situación era diferente. Casanova
conoció en Zaragoza al cánonigo Ramón de Pignatelli, presidente de la
Inquisición, y digno representante de la falta de piedad, escasa inocencia e
inexistente castidad de muchos miembros del Santo Oficio. Según las palabras de
Casanova, “Cada mañana, el canónigo metía presa a la alcahueta que le había
proporcionado una muchacha con la cual había cenado y compartido el lecho la
noche anterior. Tras despertar en la mañana, cansado, luego de disfrutar los
placeres nocturnos, la muchacha era expulsada del lugar, y la alcahueta enviada
a una prisión. Entonces el canónigo se vestía, confesaba, decía la misa,
“consumía un excelente desayuno, que acompañaba con buen vino, y mandaba a
buscar a otra muchacha. Eso ocurría día tras día. Sin embargo, era muy
respetado en Zaragoza, pues era monje, canónigo, e inquisidor”.
Hasta el libertino más grande de todos los tiempos pareció molesto ante el
desparpajo del canónigo Pignatelli.
Por supuesto, la referencia de Casanova está confinada a sus memorias. Si
uno revisa libros de historia, verá que muchos escritores españoles trataron al
canónigo Pignatelli con enorme respeto. La única persona que dejó un testimonio
poco amable de su rostro fue Goya.
En su libro An Idler in Spain: The
Record of a Goya Pilgrimage (1914), el crítico de arte John Ernest Crawford
Flitch dice que el pintor reveló en su retrato “la sombría hipocresía y la
autoritaria arrogancia del presidente de la Inquisición, el canónigo Ramón
Pignatelli, quien, de creerse al
escandaloso chisme de Casanova, merece figurar en la picota de Goya”.
Crawford Flitch dijo que el de Pignatelli es “uno de los retratos de Goya
más admirables, tanto en su técnica como en la manera en que respira vida”.
Cuando el ensayista visitó la pinacoteca de Zaragoza donde exhibían el retrato
de Pignatelli, “un crítico más competente, Eduardo Rosales, exclamó, tras
observar el rostro del canónigo: ´Mi amigo, ese cuadro no volverá a ser
examinado jamás´”.
Rosales debía tener información secreta, o tal vez alguien divulgó la
opinión de Casanova sobre Pignatelli, porque el retrato desapareció del museo
durante décadas[i].
EL MAL QUE DURÓ
MÁS DE CIEN AÑOS
Cada época convoca preguntas distintas. Entre ellas, las
más persistentes son: por qué ciertas instituciones representan el mal, y cuál
es la razón que encuentren terreno más favorable en ciertas culturas. La
tercera pregunta es más difícil de responder: ¿hasta qué punto una institución
puede moldear el pensamiento de un pueblo?
La persecución al diferente es casi tan antigua como la historia. Una de
las versiones más exitosas es la creación, durante la Edad Media, de tribunales
de la fe en Europa para combatir herejías. Todo comenzó con el acoso a la secta
de los albigenses, en el sur de Francia, durante los siglos doce y trece de
nuestra era.
La intención inicial era extirpar a los miembros rebeldes de la iglesia
cristiana, y extender el poder del Papa sobre los obispos, a través de la
Inquisición. La idea partió de Inocencio III.
De acuerdo a The Popular
Encyclopedia: Or, Conversations Lexicon, de 1862, la diferencia entre la Inquisición y los
tribunales civiles era que los inquisidores “buscaban herejes y partidarios de
falsos doctrinas, y emitían terribles sentencias contra sus bienes, su honor y
sus vidas, sin apelación alguna”.
Los delatores “además de ser protegidos, eran recompensados por la
inquisición. El acusado estaba obligado a ser su propio acusador. Personas
sospechosas eran arrestadas en secreto y arrojadas a las prisiones. Los mejores
instrumentos para los inquisidores fueron las órdenes mendicantes de
franciscanos y dominicos, empleados por el Papa para destruir a los herejes e
indagar en la conducta de los obispos”.
La Inquisición nunca logró afirmarse en la mayoría de las naciones de
Europa, ni siquiera en Italia, centro del poder papal. The Popular Encyclopedia
dice que cayó totalmente en desuso en Francia, en tanto en Venecia, “era
estrechamente vigilada por el poder civil”. Pero hacia fines del siglo quince,
adquirió poder en España debido a razones políticas. El rey Fernando de Aragón
y la reina Isabel de Castilla, cuyo matrimonio unió a España, necesitaban
quebrar el poder de la nobleza, a fin de crear una monarquía absoluta. La
Inquisición fue su policía de la virtud, y en su lucha por consolidar el poder,
también arremetió contra moros y judíos.
En 1478, Tomás de Torquemada fue designado como primer gran inquisidor.
(Parecía haber sido nombrado simplemente por portación de apellido). Torquemada
fue el hombre más poderoso del reino, después de los monarcas, aunque en
ocasiones parecía estar delante de los reyes, pues manejaba los cordones de la
bolsa.
La venta de propiedades de quienes eran condenados por la Inquisición se
dedicaba a abastecer el tesoro real, dilapidado en la guerra contra los moros.
Había una enorme necesidad de encontrar herejes, especialmente acaudalados,
para solventar los gastos de guerra. Y la Inquisición empezó a contratar a sus
perseguidores.
Se estima que en las postrimerías de la vida de Torquemada había en España
20.000 “familiares” de la Inquisición, que actuaban como espías e informantes.
(En Venezuela, esos empleados han sido rebautizados “patriotas cooperantes”). The Popular Encyclopedia señala que
inclusive personas de alto rango querían ser familiares de la Inquisición, pues
obtenían “grandes privilegios”.
Tan pronto como aparecía un acusado, y un fiscal convocaba a un tribunal
para ejercer su autoridad, “se emitía una orden con el propósito de
aprehenderlo”.
La Inquisición adquirió cada vez más poder. En 1732, dos siglos después de
la muerte de Torquemada, dictó una ordenanza señalando que era “deber de todos
los creyentes informar a la Inquisición si conocían alguna persona, viva o muerta,
presente o ausente, que hubiera abandonado su fe, que perteneciera a la ley de
Moisés, o aludiera a ella en términos favorables; o si conocía alguno que
siguiera la doctrina de Lutero, o hubiera pactado con el diablo, de manera
expresa o virtual”.
Además, toda persona que poseyera un libro herético, o el Corán, o la
Biblia en idioma español, debía ser delatada a la Inquisición.
Los autos de fe eran espectáculos casi tan populares como las corridas de
toros, otro gran aporte de España a la cultura universal. Inclusive los reyes
consideraban muy honroso asistir a esas carnicerías y presenciar la agonía de
las víctimas.
Juan Antonio Llorente, designado en 1789 –el año de la Revolución Francesa–
secretario general de la Inquisición en Madrid, creó un monumento histórico
cuando tras huir a Francia en 1814 publicó su Historia crítica de la Inquisición Española. En el libro documentó
tres siglos de iniquidades cometidos por el Santo Oficio.
Llorente dijo que entre 1481 y 1808, las víctimas del Santo Oficio llegaron
a 341.021 personas. (Las tropas de Napoleón Bonaparte abolieron la Inquisición
cuando invadieron España, en 1808). De ese total, 31.912 fueron quemadas vivas
en la hoguera, 17.659 quemadas en efigie, y 291.456 sometidas a terribles
castigos y humillaciones.
En realidad, excepto respirar, a los
españoles se les prohibía todo, o se los consideraba cómplices si no delataban
injurias, amenazas, extorsión, rapto, automutilación, deserción, indisciplina,
herejía, blasfemia, bigamia, jurar en vano, sodomía, pecado nefando,
comunicación ilícita, usura, incesto, amancebamiento, rapto de la novia, fuga
de cárcel o presidios, testimonios falsos, desacato, subversión, pertenecer a
bandas delictivas, fabricar o vender dados, participar en juegos prohibidos, contrabando,
pasar moneda falsa, trabajar como rufianes, consentir la prostitución de una
esposa, posesión de armas prohibidas, vagancia, ocultación o falseamiento de
nombre y apellidos, andar con delincuentes, obtener útiles de robo,
embriagarse, y usar máscaras de carnaval.
Los autos de fe podrían nutrir las pesadillas de numerosas generaciones.
Los sacerdotes dominicos lideraban la procesión portando el estandarte de la
Inquisición. Les seguían los penitentes, y tras la cruz marchaban los
condenados a muerte, descalzos, vestidos con un sambenito y un cono de papel
(coroza) en sus cabezas. Las efigies de aquellos que habían huido, así como los
huesos de los muertos que habían sido condenados, aparecían en ataúdes negros,
sobre los cuales se habían pintado llamas y formas diabólicas. Cerraban la
procesión monjes y sacerdotes.
Luego, los condenados eran consultados sobre la religión que preferían
portar al otro mundo. Quienes se proclamaban católicos, eran primero
estrangulados y luego quemados. El resto eran quemados vivos. (Muchos que no
eran católicos preferían ser ejecutados como católicos).
La Inquisición no se limitaba a censurar tratados filosóficos o políticos.
No había libro que fuera ignorado por los inquisidores. En cierta ocasión, pusieron en el índex un tratado de geografía
astronómica, pues contenía “frases escandalosas, audaces, impías, heréticas,
insultantes para la iglesia católica y el Santo Oficio”.
Es obvio que muchos españoles fueron afectados por esa institución que se
prolongó más de tres siglos. “Ese noble y fogoso pueblo”, dice la enciclopedia,
“fue más degradado por el sombrío poder de la Inquisición que por cualquier
otro instrumento de un gobierno arbitrario”. En España siguieron imperando
formas de cultura, pero desapareció la civilización. ¿Quién tenía ganas de
ensanchar sus horizontes intelectuales cuando todos los libros imaginables eran
prohibidos por el Santo Oficio?
No es desatinado pensar que la Inquisición contribuyó a la espectacular
decadencia de España, y a difundir la mala fama de sus monarcas. Todo un género
literario, la novela gótica, utilizó como tema central las atrocidades de la
Inquisición, inclusive obras maestras como The
Monk, de Matthew Lewis, y Melmoth the
Wanderer, de Charles Maturin. Algunos de los mejores relatos de Edgar
Allan, Poe, entre ellos La fosa y el
péndulo, usan como temas la parafernalia de los inquisidores. Y Fiodor
Dostoievski insertó una obra maestra: El
Gran Inquisidor, dentro de otra obra maestra: Los hermanos Karamazov.
El Santo Oficio se entremetió en todos los hogares, destruyó amistades,
acobardó a incontables personas, convirtió a seres valerosos en carne
carbonizada, o los obligó a emigrar, o a
recluirse, y arruinó la fibra moral de un pueblo.
No muchos participaban del optimismo de ese posadero con el que tropezó
Casanova, ni creían que la tarea de la Santa Inquisición era “proteger de
manera constante el valor espiritual de nuestros habitantes”.
[i] Una nota del diario El País, de Madrid, del 21 de enero de
1985, informó de la reaparición, en Zaragoza, de “un retrato del canónigo Ramón
de Pignatelli pintado por Goya y que se creía desaparecido”. El cuadro, decía
el artículo, “fue pintado por Goya alrededor de 1790 y muestra a Ramón
Pignatelli, unos tres años antes de su muerte, grueso y vestido de negro”.
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