Mario Szichman
El término ekphrasis se aplica a
la descripción literaria o pictórica de la obra de arte. Una pintura puede
representar una escultura, o exhibir a la heroína de una novela, y un poema
“narrar” una pintura. Uno de los más famosos y equívocos ejemplos de ekphrasis está en el poema de Herman
Melville The marchioness of Brinvilliers.
No es un gran poema, pero tanto la historia, como el equívoco, sí lo son. Las
estrofas finales del poema dicen:
“Light and shade did weave;
And gave to candor equal place
With mystery starred in open skies;
And, floating all in sweetness, made
Her
fathomless, mild eyes.”
Una traducción –no literal– señalaría que en el retrato de la marquesa de
Brinvilliers se entrelazan la luz y las sombras, el candor ocupa casi igual
lugar que el misterio de las estrellas en un cielo abierto. Y entre tanto,
flotando en toda su dulzura, emergen sus ojos, suaves e insondables.
Algunos críticos sugieren que Melville estaba aludiendo en realidad al
retrato que hizo Guido Reni de Beatrice Cenci. La historia de esa mujer se ha
convertido en símbolo de la resistencia de los romanos contra la arrogante
aristocracia italiana, y en una terca leyenda.
Según los historiadores, el aristócrata Francesco Cenci abusó de su primera
esposa Ersilia Santa Croce y de sus hijos, entre ellos Beatrice, a quien violó
en múltiples ocasiones. Fue encarcelado por otros crímenes, pero nunca por
incesto, y gracias al benigno tratamiento que recibían los nobles en la Italia
del Renacimiento, pronto salió en libertad.
Beatrice intentó en varias ocasiones denunciar a las autoridades el maltrato
de su padre, pero la justicia romana ignoró sus reclamos, por lo tanto, cuatro miembros de la familia
Cenci decidieron acabar con Francesco. En el año 1598, Beatrice, sus hermanos y
su madrastra, mataron a Francesco a golpes usando martillos y arrojaron el
cadáver por un balcón, para simular un accidente.
La policía del Papa pronto descubrió el complot, los cuatro miembros de la
familia Cenci fueron arrestados y condenados a muerte. Hubo un conato de
rebelión del pueblo de Roma, bien enterado de las razones del asesinato de
Francesco, que obligó a una corta postergación de la sentencia. Posteriormente,
en septiembre de 1599, se llevó a cabo la ejecución, ordenada por el papa
Clemente VIII.
Melville poseía un grabado del retrato de Guido Reni. Cuando el novelista vio el
original el 3 de marzo de 1857, escribió: “Hay una expresión de sufrimiento en
torno a la boca, una cautivante mirada de inocencia que no ha sido percibida en
copia o grabado alguno”.
Pero las dudas persisten. Melville también había visto el retrato de la
marquesa de Brinvilliers en el museo del Louvre, en París, el 30 de noviembre
de 1849. ¿Por qué Melville iba a titular
el poema The marchioness of Brinvilliers
cuando estaba aludiendo a Beatrice Cenci? La incógnita no ha sido resuelta.
El retrato al crayón –o a la tiza– de la marquesa de Brinvilliers fue obra
del pintor francés Charles Le Brun y consumado en un entorno más interesante:
cuando la aristócrata era transportada en una carreta rumbo al cadalso, tras
ser acusada de envenenar a su marido y a sus dos hermanos.
Retrato de la
marquesa de Brinvilliers rumbo al cadalso. Al costado derecho,
el perfil de su
confesor y presunto amante, el sacerdote jesuita Edme Pirot.
Según las acusaciones formuladas en 1675 por magistrados franceses, la marquesa Marie-Madeleine-Marguerite de Brinvilliers habría conspirado con su amante, el capitán Godin de Sainte-Croix, para envenenar a su padre, Antoine Dreux d'Aubray, y luego a dos de sus hermanos, Antoine y François d'Aubray, con el fin de heredar sus fortunas. También circularon rumores que la marquesa había envenenado a varios pobres durante sus visitas a hospitales, pues necesitaba experimentar con diferentes clases de venenos y verificar su eficacia.
La aristócrata logró eludir durante algunos meses la persecución de la
justicia. Fue finalmente capturada, el 17 de julio de 1676, torturada mediante
la llamada “cura del agua”, que consistía en hacer beber a un prisionero más de
nueve litros de agua, y obligada a confesar. (También fue sometida al suplicio
de la rueda). Días después, un verdugo la decapitó con su espada –aún no
existía esa máquina tan humanitaria llamada la guillotina– y su cadáver quemado
en la hoguera. Casi de inmediato, muchas personas que asistieron a su ejecución
la declararon una santa.
Las leyendas de la marquesa de Brinvilliers y la de Beatrice Cenci figuran
entre las más perdurables de la literatura occidental. Aproximadamente cada
cien años, algún poeta o novelista resucita la figura de una de ellas. En el
caso de Cenci, su historia fue recontada, entre otros, por Percy Shelley,
Stendhal y Alberto Moravia. (Dicen que cada año, en la noche previa al
aniversario de su decapitación, Beatrice se dirige al puente donde fue
ejecutada, portando su cabeza en los brazos).
En cuanto a la marquesa de Brinvilliers, no solo Melville, sino también
Alejandro Dumas, Émile Gaboriau y Arthur Conan Doyle narraron su historia o la
mencionaron. Un factor que habría contribuido a su fama es que Madame de
Sevigné y el pintor Le Brun inmortalizaron su tragedia de una manera muy
moderna, actuando con la rapidez de un reportero de sucesos.
Madame de Sevigné, una de las grandes damas de la intelectualidad francesa,
fue testigo parcial de la ejecución (solo pudo observar el paso del carruaje
donde viajaba la asesina, y la gorra blanca que cubría su cabeza), y sintetizó
su calvario en un estilo telegráfico que envidiaría el editor de una agencia
noticiosa. En una carta que envió a su hija decía: “¡Está consumado! Brinvilliers flota en el aire. Su pobre, pequeño cuerpo
fue arrojado a una hoguera, tras su ejecución, y sus cenizas diseminadas al
viento”.
La aristócrata, citando testigos de la ejecución, dijo que la marquesa
“subió al cadalso con mucha valentía. Aquellos que estaban más cerca del sitio
aseguran que su rostro estaba iluminado por un halo. ¡Madame de Brinvilliers
era una santa! El abate Pirot está convencido del hecho, y la población se
muestra de acuerdo con él”.
Pirot, un sacerdote jesuita, fue el tercer miembro de la santísima trinidad
de testigos que hizo su indeleble aporte a la leyenda de la marquesa de
Brinvilliers. Actuó como su padre confesor y terminó perdidamente enamorado de
ella. La atendió de manera solícita en los días en que la marquesa se hallaba
en prisión. A veces debía despedirse de ella a las puertas de la cámara de
torturas, rogándole que mantuviera su fortaleza. El amor del sacerdote por la
prisionera se refleja en un memorial de 150 páginas que escribió luego de su
ejecución. Se presume que hay copias en el Colegio de Jesuitas de París.
Los discordantes testimonios sobre la marquesa fueron recogidos por
Melville en su poema. El narrador siempre se sintió fascinado por personajes
ambivalentes, y en ese caso, por un rostro en el cual destacaban ojos suaves e
insondables.
El pintor Le Brun hizo el sketch
de la marquesa cuando se hallaba en el carromato que la llevaría al cadalso. Es
curioso que esa ejecución haya tenido tantos testigos privilegiados ubicados en
la primera fila de butacas. (Y reseñados por testigos de igual importancia).
Antoine-Nicolas Dezallier d'Argenville fue uno de los grandes connoisseurs de la pintura, escultura y
arquitectura francesa durante el reinado de Luis XIV. Era amigo de Le Brun, y
observó cuando el pintor pedía al conductor del carruaje que transportaba a la
marquesa de Brinvilliers frenar por algunos momentos su marcha, alegando que
había problemas con una de las ruedas. El conductor detuvo el carruaje, se bajó
para inspeccionar la rueda, y Le Brun aprovechó para dibujar el rostro de la
atormentada marquesa y captar esos ojos suaves e insondables.
“Le Brun necesitó apenas cuatro trazos de su lápiz” para bosquejar el
rostro de la condenada, dijo Dezallier d'Argenville. “Sus manos se unieron,
como si sostuvieran una antorcha, y el padre confesor apareció en uno de sus
costados”.
El artista era una celebridad. Según el rey Luis XIV, Le Brun era el pintor
francés “más grande de todos los tiempos”. Muchos críticos lo consideran el
heredero de otro grande: Nicolas Poussin. Sin embargo, la única obra de Le Brun
que perdura en la imaginación colectiva es el retrato final de la marquesa de
Brinvilliers.
Es casi seguro que Melville, un autor que como Stendhal parece pertenecer
más al siglo veinte que al diecinueve, eligió para su poema a la marquesa de
Brinvilliers. Pues Beatrice Cenci, además de parricida, era una víctima de los
atropellos de su progenitor, un personaje de una sola pieza, en tanto Marie-Madeleine-Marguerite
de Brinvilliers pertenecía al género de la femme
fatale, de esas que proliferan en el policial negro norteamericano. Podría
haber habitado tranquilamente las páginas de James M. Cain o de Jim Thompson.
En el libro Savage Eye: Melville and
the Visual Arts, Douglas Robillard menciona “el misterio de la discordancia”,
uno de los temas favoritos del autor de Moby
Dick. Melville trabajó en varias ocasiones la ambigüedad entre un rostro
angelical y las aviesas acciones de un ser humano. Conocía la profunda
ambivalencia que despiertan las pasiones. El gran ejemplo del siglo diecinueve
es Doctor Jekyll y Míster Hyde, de
Robert Louis Stevenson. Pero también Melville exhibió en su narrativa una buena
cuota de perversos disfrazados de inocentes.
Robillard destaca en Billy Budd
la depravación de Claggart, encubierta por una fachada respetable. Y en Redburn, uno de los mejores textos de
Melville previo a Moby Dick, aparece
Harry Bolton, otro personaje con aspecto de ingenuo y mente viciada.
Hay algo muy interesante en estas elucubraciones: el misterio de la
discordancia también afecta el célebre retrato de la marquesa de Brinvilliers. El
abate Pirot, otro testigo privilegiado del martirio de la dama, no vio esos
ojos suaves e insondables en los momentos finales del suplicio de su amada. Recordó
que cuando viajaba en el carromato, rumbo al sitio de ejecución, “la marquesa
sufrió las convulsiones más vigorosas de su naturaleza, causadas por su
vergüenza” ante la exposición al público. “Su rostro se contrajo, mostró un
ceño fruncido, sus ojos relampaguearon, su boca se desfiguró. Su semblante
exhibía una gran amargura. Fue el momento en que su aspecto mostró mayor
indignación. Y no me sorprende que el pintor Le Brun, que según dicen la vio en
ese lugar, y pudo observarla de cerca por algunos minutos, creó un rostro tan
feroz y terrible en ese dibujo que hizo de ella”[i].
¿Es ese rostro tan feroz y terrible el mismo que observó Melville? ¿Estuvo
el abate Pirot tan cerca de su amada que el misterio de la discordancia trazó
otros rasgos? Un testigo privilegiado, un narrador excepcional, contemplan las
mismas facciones y es como si observaran el jano bifronte del drama y de la comedia.
Quizás quien mostró mayor acierto en la descripción fue Madamé de Sevigné.
Ella pudo adivinar la verdadera discordancia. En realidad, la marquesa de Brinvilliers
quedó flotando en el aire. “Su pobre,
pequeño cuerpo fue arrojado a una hoguera, tras su ejecución, y sus cenizas
diseminadas al viento”.
[i] Un catálogo, no muy moderno, señala
que el sketch de Le Brun figura con el número 853 en el Museo del Louvre. Se
trata de un dibujo hecho con tiza roja y negra. Ni siquiera en eso se han
puesto de acuerdo los críticos de arte. Otros dicen que Le Brun no usó tiza
sino creyones.
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