Mario Szichman
Prólogo
Parece una pareja feliz. Ahí están, George
“Tiny” Mercer, y su flamante cónyuge, Christy, observando dichosos el ojo de la
cámara.
George tiene el cabello rígidamente estirado
hacia atrás. Su bigote es poblado. Su blanca camisa abierta en el cuello exhibe
una cadena y un crucifijo, pues en fecha reciente, George encontró a Jesús.
En cuanto a Christy, es muy delgada. Su
largo cabello enmarca un rostro ovalado.
George apoya su mano derecha sobre el hombro
de Christy. Las autoridades de la prisión estatal de Misurí han tenido la
delicadeza de permitir a George Mercer lucir “civvies”, vestimentas de civil,
en lugar del traje de presidiario. Desde el casamiento, a comienzos de la
década del ochenta, hasta su ejecución, el 6 de enero de 1989, ese abrazo será
la máxima expresión de intimidad permitida a George y a Christy. En la prisión
estatal de Misurí no se autorizan visitas conyugales. Sólo limited kissing and hand holding, (besuqueos limitados o tomarse de
las manos), según dijo Stephen Trombley en su excelente libro The Execution Protocol.
La única muestra de erotismo en la noche de
bodas de George y Christy fue cuando la novia, acompañada por sus damas de
honor, cruzó la calle que separa la entrada de la prisión de un estacionamiento,
se desnudó con sus acompañantes e hizo un paso de baile.
Únicamente después de la ejecución, cuando
Christy robó el cadáver de George, la viuda pudo contemplar por primera vez sus
partes íntimas.
–1--
Estudio tras estudio demuestra que la pena
de muerte es discriminatoria, no disuade a nadie de seguir asesinando, es una invariable
hemorragia de dinero, y ha sido un constante instrumento de irreparables
injusticias. Sin embargo, sigue teniendo un enorme atractivo para la clase
política de Estados Unidos. Según señaló Robert Sherrill en la revista The Nation (8 de enero de 2001), en
aquellas regiones donde los jueces son electos, exhibir las muescas en las
cachas de la pistola brinda crecida cantidad de votos. Charlie Condon se
convirtió en procurador general de Carolina del Sur en 1994, tras recordarles a
los votantes que había enviado a 11 condenados al pabellón de la muerte.
Y ser negro, hispano, pobre o retardado
mental constituye alguno de los atributos que jurados y fiscales toman en
cuenta a la hora de despachar a alguien al cadalso.
–2--
Bill Armontrout era director de la prisión
estatal de Misurí cuando George Mercer fue ejecutado. Y pese a ello, siguió
siendo amigo de Christy, su viuda. Cuando el periodista Trombley le preguntó
cómo era posible mantener una conversación con una mujer que lo consideraba
responsable de la ejecución de su esposo, Armontrout admitió que la situación
era incómoda. “Cada vez que la veo”, señaló el funcionario, “Ella me dice,
`Bill ¿por qué mataste a mi Tiny? Dios te ama pero ¿por qué mataste a mi Tiny?´
Es realmente una muchacha muy extraña”.
Armontrout recordó que George y
Christy “se casaron luego que él ingresó al pabellón de la muerte”. Durante la
ceremonia de bodas, fue uno de los testigos. “Mi oficina estaba frente a la
penitenciaría, calle por medio”, dijo Armontrout. “Al concluir la ceremonia, no
permitimos a los recién casados que pasaran un solo minuto a solas”. La única
muestra de pasión en la noche de bodas fue cuando la novia y sus damas de
honor, “salieron a la calle y se quitaron las ropas. Las tres quedaron
totalmente desnudas... me imagino que era una especie de ritual”, reflexionó
Armontrout.
–3--
En Estados Unidos, la responsabilidad penal
está determinada por la llamada norma procesal M'Naghten, según la cual la
persona que comete un crimen debe percatarse de la naturaleza y cualidad de su
acción, y saber además que su conducta viola la ley. De lo contrario, el sitio
del transgresor no es la cárcel, o la silla eléctrica, sino un asilo para
enfermos mentales, del cual difícilmente emerja algún día.
En 1992, el entonces gobernador de
Arkansas Bill Clinton interrumpió la campaña que realizaba en New Hampshire
para las primarias presidenciales, a fin de asistir a la ejecución de Rickey
Ray Rector, un negro condenado a muerte por asesinar a un policía. Tras
disparar al policía, Rector intentó suicidarse, pero el balazo que se alojó en su
cabeza forzó a los cirujanos a practicarle una especie de lobotomía. Como
consecuencia, quedó convertido en un zombie. Ignoraba inclusive en qué
consistía la pena de muerte, al punto que cuando le ofrecieron su última cena,
Rector decidió guardar un trozo de torta creyendo que tras la ejecución
regresaría a su celda.
–4--
George Mercer pasará a la historia de la
pena capital en Estados Unidos por ser el primer sujeto de experimentación que
murió por inyección letal administrada por una máquina. Mercer fue sentenciado
por violar y asesinar en 1978 a Karen Keeton, la mesera de un bar, en su vivienda de Belton, cerca de Kansas City. La ejecución tuvo
lugar el 6 de enero de 1989, 11 años después de la condena. Permaneció en el
pabellón de la muerte de Misuri más que ningún otro preso. Y aunque no era
precisamente un santo, muchos piensan que una condena a cadena perpetua hubiera
sido suficiente castigo.
En Estados Unidos la Constitución prohíbe toda clase
de cruel and unusual punishment (castigo
cruel e inusual). Por lo tanto, sus autoridades han ido refinando los métodos
para despachar a sus criminales al otro mundo. Cada método ha sido proclamado
más “humano” que el anterior. La cámara de gases era muy humana hasta que resultó
vastamente desprestigiada por el uso que le asignaron los nazis. Y la silla
eléctrica parecía bastante humana hasta que se multiplicaron the botched executions, las ejecuciones
chapuceras.
El 24 de julio de 1991, Albert Clozza fue
ejecutado en Virginia. Los electrodos se hallaban en mal estado y la corriente
eléctrica aplicada causó a Clozza una muerte peor que cualquier clase de
agonía. Se acumuló vapor en la cabeza del condenado, y sus globos oculares
saltaron de sus órbitas, anegando su pecho de sangre. Tal vez la ejecución más
horrenda en la historia de Estados Unidos fue la de Jessie Tafero. El 4 de mayo
de 1990, Tafero fue ejecutado en la prisión estatal de Florida. El condenado
recibió tres descargas eléctricas de 2.000 voltios cada una. Debido a que el
amperaje era incorrecto, surgieron de su cabeza llamas, humo y chispas y su
carne se guisó en sus huesos antes que le llegara la piadosa muerte.
La inyección letal parecía un sistema
más humano a la hora de ejecutar un prisionero. Además, en un país como Estados
Unidos, donde la industria farmacéutica reina soberana, y los médicos son más
respetados que los filósofos, la inyección letal contaba con el prestigio de
ser algo científico. Ni la horca, ni la cámara de gas, ni la silla eléctrica
cuentan con una parafernalia similar de tubos intravenosos, drogas recetadas,
una camilla de hospital, técnicos en medicina, doctores y un protocolo de
ejecución que recomienda dar un sedante al futuro cadáver.
Pero la inyección letal administrada por
seres humanos comenzó a enfrentar una serie de problemas. Como explica Fred
Leuchter, inventor de la máquina encargada de administrar la dosis mortal, no
se trata simplemente de inyectar una droga en el brazo de un condenado. Se
requieren tres drogas separadas. La mayoría de los sentenciados suelen ser
drogadictos, cuyo sistema vascular está muy dañado. “Es difícil”, dijo Leuchter
a Trombley, “introducir esas tres substancias en el orden correcto y con la
presión adecuada. Es por eso que inventé mi máquina, basada en las
investigaciones farmacológicas más recientes”.
–5--
Cuentan que en una ocasión, un rabino
convocó a dos personas para resolver una disputa. El rabino escuchó primero a
una de las personas, y le dio la razón. Luego atendió a la otra persona, y
también le dio toda la razón. Ambas personas se despidieron del rabino
agradecidas de que les otorgara la razón. Cuando la esposa del rabino lo
increpó por darle la razón a todo el mundo, el rabino respondió: “Esposa mía, tú
también tienes razón”.
Si bien estudio tras estudio demuestra que
la pena de muerte no disuade a nadie de seguir asesinando gente, otros
estudios, igualmente respetables, demuestran que al menos en una instancia la
ejecución cumple con su propósito: impide al asesino cometer más homicidios. Y
tiene un elemento de disuasión adicional. En su trabajo In Spite of
Innocence, Michael L. Radelet, Hugo Adam Bedau y Constance E. Putnam,
muestran otro ángulo de la pena capital al indicar que “convence al inocente
que es preferible declararse culpable”. Pues, si el inocente insiste en su
inocencia y el jurado que investiga las acusaciones lo considera culpable,
corre el peligro “de un castigo mayor”: la ejecución, en lugar de una
prolongada condena en la cárcel. Y eso no es algo tan desatinado como se
supone. En su libro, Radelet, Bedau y Putnam recuentan decenas de casos en que
una persona inocente quedó atrapada en los engranajes del sistema judicial y a
través del perjurio de testigos, del racismo de los jurados, de fiscales más
interesados en ganar un caso que en hallar al verdadero culpable, y de
funcionarios corruptos, concluyó en el pabellón de la muerte.
–6–
Los partidarios de la pena de muerte
sostienen que el principal objetivo es la disuasión. Pero ese no parece ser el
caso de Florida. El 25 de mayo de 1979, John Spenkelink fue arrastrado a la
cámara de ejecución amordazado y gimiendo. El horrible espectáculo, registrado
por las cámaras de televisión, parecía suficiente para que todo criminal en
ciernes pensara dos veces antes de matar a alguien. Sin embargo, en tanto en
los tres años previos a la ejecución el cociente de asesinatos en Florida fue
de 904, en los tres años siguientes promedió 1.440, un 59 por ciento de
aumento. Al parecer, los únicos que obtienen beneficios de la pena capital son
los contratistas y subcontratistas vinculados a la industria de la muerte.
El periódico The Sacramento Bee calculó que en California se gastaron mil
millones de dólares entre 1977 y 1993 a fin de procesar a condenados a muerte.
En ese lapso, fueron ejecutadas exactamente dos personas. El Dallas Morning News, de Texas, estimó
que enviar a un asesino al pabellón de la muerte cuesta como promedio 2,3
millones de dólares, alrededor de tres veces el gasto de mantener preso a
alguien en una cárcel de máxima seguridad durante 40 años.
¿Por qué la pena de muerte sigue teniendo
tanta popularidad en Estados Unidos, que se precia de pertenecer al primer
mundo? A fin de cuentas Canadá, Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña han
abolido la ejecución del prisionero en las últimas décadas. Solo China, Irak,
Irán y Arabia Saudita siguen aplicando la ley del talión. La única explicación
es que los políticos norteamericanos consiguen votos cuando se muestran
sedientos de sangre. El peor insulto que puede recibir un político es el de ser
Soft on crime (blando en relación al
delito). Lo demás no importa, ya se trate de discriminación, despilfarro de dinero
o la perpetuación de flagrantes injusticias.
Epílogo
George Mercer quiso ser enterrado con su
chaqueta de motociclista. El estado de Misurí le prohibió ese último deseo. Por
lo tanto, tras su ejecución, su viuda, Christy, decidió acatar su última
voluntad y proporcionarle la chaqueta.
“Cuando lo mataron”, dijo Christy al periodista
Trombley, “para mí fue realmente difícil lidiar con el hecho. Todo ocurrió tan
rápido. Primero lo mataron, y luego se lo llevaron a una funeraria. Pero yo
necesitaba despedirme de él, decirle adiós. Por lo tanto, junto con una amiga,
fuimos al cementerio y sacamos su cadáver. Yo solo quería volver a verlo una
vez más… fue terrible. Abrí su ataúd. Su rostro estaba todo contorsionado…”
Christy reconoció que su acción carecía de
sentido, pero ella se negaba a aceptar que jamás volvería a ver a su esposo. La
viuda recordó las circunstancias en que George fue ejecutado. Vio como lo
colocaban en una camilla de hospital, cubierto con una sábana, rodeado de
extraños que se aprestaban a verlo morir. Y luego de esa terrible noche, su
único deseo fue volver a verlo.
En el cementerio, tras sacar a George de su
ataúd, Christy quitó la mortaja a su esposo, y al inspeccionar su cuerpo
desnudo descubrió la última indignidad a que había sido sometido. Una parte no
escrita del Protocolo de Ejecución en Misurí es insertar un tapón rectal y un
catéter en la persona a punto de ser ejecutada. Para que no manche las sábanas.
Pero George retornó a su ataúd luciendo su chaqueta de motociclista.
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