Mario Szichman
La tarea de periodista conlleva riesgos, y el profesional de
prensa que los ignora puede ser víctima de ellos. Recuerdo que en una ocasión,
a comienzos de la década del setenta, estaba almorzando en un restaurante de
Buenos Aires cuando se me acercó un conocido para presentarme a un amigo. Ambos
se sentaron a mi mesa, sin que los hubiera invitado, y tras comentar la difícil
situación política que vivía la Argentina: gobernaba el general Alejandro
Lanusse, dos grupos guerrilleros estaban bastante activos, y operaban
escuadrones de la muerte, mi conocido me dijo que su amigo podía “prestarse” a
un reportaje. Le pregunté a título de qué. ¿A título de qué? Me preguntó
sorprendido. Pues ocurría que su amigo era dirigente de un grupo guerrillero.
Seguramente la agencia noticiosa para la que trabajaba en ese momento estaría
interesada en sus declaraciones.
Le expliqué que yo no armaba la pauta de la agencia. Si
quería, podía comunicarse con el jefe de redacción dejando a la telefonista un
mensaje lo más genérico posible. Si el jefe de redacción decidía hacer una
entrevista, también se encargaría de designar al reportero, y escoger el sitio
donde se llevaría a cabo el encuentro. Eso formaba parte del protocolo. Lo que
no les dije a los dos interlocutores era que esa forma tan prepotente de buscar
los servicios de un periodista ponía en peligro a varias personas. El conocido
y su amigo se levantaron de la mesa bastante ofendidos, y nunca entablaron una
comunicación con la agencia.
Hubiera sido muy emocionante, muy romántico, conseguir una
entrevista con un guerrillero, pero el jefe de redacción prefería seguir una
pauta de seguridad antes que arriesgar inútilmente la vida de sus empleados.
Recordé el evento en estos días, tras el ataque del 7 de
enero en París contra el semanario humorístico Charlie Hebdo en que fueron
asesinadas 12 personas y heridas varias más. El episodio tuvo vastas
repercusiones, los agresores, dos yihadistas franceses, murieron en un tiroteo
con la policía, hubo otro muerto durante una toma de rehenes, y de inmediato,
millones de personas en el mundo entero, especialmente en Europa occidental,
empezaron a corear la consigna de que también querían ser como Charlie.
El mismo
día del ataque, The New York Times publicó un artículo con el siguiente titular: “La misión del
editor de Charlie Hebdo era
provocar”. Ese fue el rol de Stéphane Charbonnier en los últimos años de su
vida, trabajar como agente provocador. En el 2012, Charbonnier ignoró el
consejo del gobierno de Francia y publicó desagradables caricaturas de Mahoma,
que uno ni siquiera tolera en los muros de una letrina. El profeta aparecía
desnudo, y en poses eróticas. Y el dibujo era además bastante mediocre.
Hubieran tenido que hacerle una demanda al semanario simplemente por mal gusto.
“¿Es realmente sensato o inteligente echar leña al fuego?”
preguntó Laurent Fabius, en esa época ministro de Relaciones Exteriores de
Francia. Como resultado de esa broma de Charbonnier, el gobierno debió cerrar
embajadas, consulados, centros culturales y escuelas en unos 20 países.
Un año antes, en el 2011, Charbonnier supervisó la
publicación de una parodia que, según se anunciaba, tenía como editor invitado
a Mahoma. Fue otro número de Charlie
Hebdo que tuvo fuertes repercusiones, aunque nadie las
consideró inesperadas. La oficina del semanario fue atacada con cócteles
molotov.
David Brooks, en The New York Times, Robert Shrimsley en The Financial Times, han explicado
en estos días por qué no tienen la valentía necesaria para ser Charlies.
Brooks usó un argumento que Charbonnier nunca hubiera
aceptado por temor a quedar en ridículo. El columnista dijo que Charlie Hebdo jamás podría haber
sido publicado en universidad alguna de Estados Unidos en el curso de las dos
últimas décadas, pues en esas universidades la mayoría son “politically
correct.” Si alguien se hubiera animado a editar un semanario de esas
caracteristicas, “no habría durado treinta segundos. Los alumnos y los grupos
que integran la facultad hubieran acusado” a sus editores de hate speech, discurso para incitar el
odio. En cuanto a la administración universitaria “habría cortado el
financiamiento (de la publicación) antes de clausurarla”.
La reacción pública al ataque en París, indicó el columnista,
“reveló que hay gran cantidad de personas dispuestas a elogiar a quienes
ofenden los puntos de vista de terroristas islámicos en Francia, pero son menos
tolerantes hacia quienes ofenden sus puntos de vista en su propio país”.
Además, dijo Brooks, quienes gritan “Je Suis Charlie Hebdo,”
no están diciendo la verdad. “La mayoría de nosotros no participamos en esa
especie de humor usado con propósitos insultantes en el cual se especializa la
publicación”. Al principio, indicó el
columnista, uno puede sentirse tentado de incitar, de ridiculizar las creencias
religiosas de otras personas. Pero, al cabo de un tiempo, eso suena muy pueril.
A medida que adquirimos una visión más compleja de la realidad, “adoptamos un
punto de vista más compasivo de los otros. El ridículo resulta menos divertido
a medida que uno comienza advertir su frecuente ridiculez. La mayoría de
nosotros intentamos mostrar una módica expresión de respeto para personas con
diferentes credos y religiones. Iniciamos conversaciones intentando escuchar,
en lugar de insultar”.
Por su parte Shrimsley, el columnista de The Financial Times, tras mostrar su enorme respeto por los
periodistas que murieron asesinados en el semanario, señala que es muy emocionante
verificar la respuesta colectiva que ha tenido esa matanza a nivel
mundial. Pero reconoce luego, “muchos, si no todos los periodistas, nos
autocensuramos. En ocasiones retiramos imágenes de nuestras publicaciones pues
pueden poner seriamente en peligro a nuestra organización, o a nosotros mismos.
Y luego de los eventos de esta semana, es difícil formular críticas” por esa
decisión. “Las empresas poseen la obligación de cuidar a sus empleados y las
personas tienen el deber de cuidarse a sí mismas y a sus familias”.
Pero hay también otra cosa que diferencia al periodismo bueno
del periodismo de escándalo: “la necesidad de no ofender de manera
innecesaria”. Tal vez, dijo el articulista, “deplore el hecho de que muchas
publicaciones temen divulgar caricaturas que ofenden al profeta, pero ¿querría
que pusieran una de ellas en un artículo que escribo?”
Querer ser como Charlie, dice Shrimsley, “es estar dispuesto
a desafiar verdaderas amenazas de muerte, y ataques con bombas incendiarias (…)
es seguir publicando historietas y chistes que solo servirán para indignar a
personas que necesitan escasa incitación para asesinar. Es creer que nuestra
vida, y los temores de nuestra familia, son menos importantes que el principio
absoluto de la libertad”.
Recuerdo ahora otro episodio de mi corta estadía en Buenos
Aires, entre 1971 y 1975, cuando me
ofrecieron empleo en un diario. Al entrar a la redacción, me encontré con un
viejo amigo, quien había acumulado libros y materiales de escritorio y se
disponía a colocarlos en una caja de cartón. Me explicó que había
renunciado esa mañana. También me recomendaba no aceptar el empleo. ¿Qué había
pasado? le pregunté. En esos días, habían secuestrado a un empresario de una
firma italiana. Y el día anterior, uno de los periodistas le anunció a mi amigo
que tenía una entrevista exclusiva con el secuestrado.
Mi amigo creyó que le estaba tomando el pelo. La policía
realizaba todos los días grandes redadas para descubrir el paradero del
empresario, ¿y ocurría que un reportero del matutino había tenido acceso al
personaje? Mi amigo le dijo al colega que dejara de echar bromas. El horno no
estaba para bollos. Además, ¿tenía pruebas para demostrar que el reportaje era
auténtico?
“¿Qué pruebas necesitas”? le preguntó el reportero. “¿La
cédula de identidad del empresario, su pasaporte, fotos de su familia?” Luego
abrió un maletín y ahí estaban todas las pruebas que necesitaba mi amigo. Mi
amigo no necesitó más pruebas. Era obvio que el reportero conocía a los
secuestradores, o tal vez había participado en el operativo.
¿Qué ocurría si algún día la policía hacía una redada en el
periódico y se llevaba no solo al reportero sino a todos los empleados para
interrogarlos? Seguramente pagarían justos por pecadores. Todos los días secuestraban
y asesinaban a personas en la Argentina de finales del gobierno de Isabel
Perón. (Poco después, en la agencia noticiosa donde trabajaba, un escuadrón de
la muerte secuestró a cinco colegas, que nunca volvieron a aparecer).
La profesión de periodistas conlleva riesgos, y hay que
aceptarlos. Basta ver lo que ocurre en México, o en la Venezuela actual. Pero
nadie busca el martirio. Por eso elegimos esta profesión que parece bastante sosegada
(hasta que los gobiernos se ponen impacientes y deciden matar al mensajero). Si
nuestra tarea es librar combates con seres armados, pues entonces la primera
tarea es adiestrarnos con la precisión militar empleada por quienes atacaron a Charlie Hebdo.
La palabra mártir le queda enorme a Charbonnier. Inclusive es
difícil calificarlo de víctima. Pues él ya sabía que en algún momento lo
asesinarían. Recibió numerosas amenazas de muerte, y las ignoró.
Daniel Leconte, quien hizo un documental sobre Charlie Hebdo y las batallas
que libró la publicación contra el Islam, dijo que para el asesinado editor lo
más importante era defender la libertad de pensar y hablar como se le antojara,
sin pelos en la lengua.
Pero Charbonnier no vivía solo en su propio bastión de la
libertad. Muchos empleados trabajaban en Charlie Hebdo. Doce de ellos fueron asesinados. ¿Nunca
discutieron en la publicación los riesgos que corrían escritores, editoriales,
dibujantes, correctores de pruebas, el personal de limpieza por esos
incendiarios ataques contra una religión? ¿Todos eran igualmente suicidas?
Nada es absoluto. Lo único absoluto es la anarquía total, o
una dictadura sin resquicio alguno. La bravuconada constante contra el enemigo
o el adversario no habla muy bien del agente provocador, quien es, además un
ser muy peligroso. Lo más alarmante no es el eterno golpe en el pecho, su
incómoda pureza, sino su terrible ingenuidad, su enorme narcisismo.
Aunque Charbonnier era editor de un semanario humorístico, no tenía el menor
sentido del humor. Podía burlarse del resto del mundo, pero dudo que aceptara
ser tomado en broma. Créanme, los futuros mártires son una vaina muy seria.
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