martes, 13 de enero de 2015

Periodismo y martirio

Mario Szichman



La tarea de periodista conlleva riesgos, y el profesional de prensa que los ignora puede ser víctima de ellos. Recuerdo que en una ocasión, a comienzos de la década del setenta, estaba almorzando en un restaurante de Buenos Aires cuando se me acercó un conocido para presentarme a un amigo. Ambos se sentaron a mi mesa, sin que los hubiera invitado, y tras comentar la difícil situación política que vivía la Argentina: gobernaba el general Alejandro Lanusse, dos grupos guerrilleros estaban bastante activos, y operaban escuadrones de la muerte, mi conocido me dijo que su amigo podía “prestarse” a un reportaje. Le pregunté a título de qué. ¿A título de qué? Me preguntó sorprendido. Pues ocurría que su amigo era dirigente de un grupo guerrillero. Seguramente la agencia noticiosa para la que trabajaba en ese momento estaría interesada en sus declaraciones.
Le expliqué que yo no armaba la pauta de la agencia. Si quería, podía comunicarse con el jefe de redacción dejando a la telefonista un mensaje lo más genérico posible. Si el jefe de redacción decidía hacer una entrevista, también se encargaría de designar al reportero, y escoger el sitio donde se llevaría a cabo el encuentro. Eso formaba parte del protocolo. Lo que no les dije a los dos interlocutores era que esa forma tan prepotente de buscar los servicios de un periodista ponía en peligro a varias personas. El conocido y su amigo se levantaron de la mesa bastante ofendidos, y nunca entablaron una comunicación con la agencia.
Hubiera sido muy emocionante, muy romántico, conseguir una entrevista con un guerrillero, pero el jefe de redacción prefería seguir una pauta de seguridad antes que arriesgar inútilmente la vida de sus empleados.
Recordé el evento en estos días, tras el ataque del 7 de enero en París contra el semanario humorístico Charlie Hebdo en que fueron asesinadas 12 personas y heridas varias más. El episodio tuvo vastas repercusiones, los agresores, dos yihadistas franceses, murieron en un tiroteo con la policía, hubo otro muerto durante una toma de rehenes, y de inmediato, millones de personas en el mundo entero, especialmente en Europa occidental, empezaron a corear la consigna de que también querían ser como Charlie.
El mismo día del ataque, The New York Times publicó un artículo con el siguiente titular: “La misión del editor de Charlie Hebdo era provocar”. Ese fue el rol de Stéphane Charbonnier en los últimos años de su vida, trabajar como agente provocador. En el 2012, Charbonnier ignoró el consejo del gobierno de Francia y publicó desagradables caricaturas de Mahoma, que uno ni siquiera tolera en los muros de una letrina. El profeta aparecía desnudo, y en poses eróticas. Y el dibujo era además bastante mediocre. Hubieran tenido que hacerle una demanda al semanario simplemente por mal gusto.
“¿Es realmente sensato o inteligente echar leña al fuego?” preguntó Laurent Fabius, en esa época ministro de Relaciones Exteriores de Francia. Como resultado de esa broma de Charbonnier, el gobierno debió cerrar embajadas, consulados, centros culturales y escuelas en unos 20 países.
Un año antes, en el 2011, Charbonnier supervisó la publicación de una parodia que, según se anunciaba, tenía como editor invitado a Mahoma. Fue otro número de Charlie Hebdo que tuvo fuertes repercusiones, aunque nadie las consideró inesperadas. La oficina del semanario fue atacada con cócteles molotov.
David Brooks, en The New York Times, Robert Shrimsley en The Financial Times, han explicado en estos días por qué no tienen la valentía necesaria para ser Charlies.
Brooks usó un argumento que Charbonnier nunca hubiera aceptado por temor a quedar en ridículo. El columnista dijo que Charlie Hebdo jamás podría haber sido publicado en universidad alguna de Estados Unidos en el curso de las dos últimas décadas, pues en esas universidades la mayoría son “politically correct.” Si alguien se hubiera animado a editar un semanario de esas caracteristicas, “no habría durado treinta segundos. Los alumnos y los grupos que integran la facultad hubieran acusado” a sus editores de hate speech, discurso para incitar el odio. En cuanto a la administración universitaria “habría cortado el financiamiento (de la publicación) antes de clausurarla”.
La reacción pública al ataque en París, indicó el columnista, “reveló que hay gran cantidad de personas dispuestas a elogiar a quienes ofenden los puntos de vista de terroristas islámicos en Francia, pero son menos tolerantes hacia quienes ofenden sus puntos de vista en su propio país”.
Además, dijo Brooks, quienes gritan “Je Suis Charlie Hebdo,” no están diciendo la verdad. “La mayoría de nosotros no participamos en esa especie de humor usado con propósitos insultantes en el cual se especializa la publicación”.  Al principio, indicó el columnista, uno puede sentirse tentado de incitar, de ridiculizar las creencias religiosas de otras personas. Pero, al cabo de un tiempo, eso suena muy pueril. A medida que adquirimos una visión más compleja de la realidad, “adoptamos un punto de vista más compasivo de los otros. El ridículo resulta menos divertido a medida que uno comienza advertir su frecuente ridiculez. La mayoría de nosotros intentamos mostrar una módica expresión de respeto para personas con diferentes credos y religiones. Iniciamos conversaciones intentando escuchar, en lugar de insultar”.
Por su parte Shrimsley, el columnista de The Financial Times, tras mostrar su enorme respeto por los periodistas que murieron asesinados en el semanario, señala que es muy emocionante verificar la respuesta colectiva que ha tenido  esa matanza a nivel mundial.  Pero reconoce luego, “muchos, si no todos los periodistas, nos autocensuramos. En ocasiones retiramos imágenes de nuestras publicaciones pues pueden poner seriamente en peligro a nuestra organización, o a nosotros mismos. Y luego de los eventos de esta semana, es difícil formular críticas” por esa decisión. “Las empresas poseen la obligación de cuidar a sus empleados y las personas tienen el deber de cuidarse a sí mismas y a sus familias”. 
Pero hay también otra cosa que diferencia al periodismo bueno del periodismo de escándalo: “la necesidad de no ofender de manera innecesaria”. Tal vez, dijo el articulista, “deplore el hecho de que muchas publicaciones temen divulgar caricaturas que ofenden al profeta, pero ¿querría que pusieran una de ellas en un artículo que escribo?”
Querer ser como Charlie, dice Shrimsley, “es estar dispuesto a desafiar verdaderas amenazas de muerte, y ataques con bombas incendiarias (…) es seguir publicando historietas y chistes que solo servirán para indignar a personas que necesitan escasa incitación para asesinar. Es creer que nuestra vida, y los temores de nuestra familia, son menos importantes que el principio absoluto de la libertad”.
Recuerdo ahora otro episodio de mi corta estadía en Buenos Aires, entre  1971 y 1975, cuando me ofrecieron empleo en un diario. Al entrar a la redacción, me encontré con un viejo amigo, quien había acumulado libros y materiales de escritorio y se disponía a colocarlos en una caja de cartón.  Me explicó que había renunciado esa mañana. También me recomendaba no aceptar el empleo. ¿Qué había pasado? le pregunté. En esos días, habían secuestrado a un empresario de una firma italiana. Y el día anterior, uno de los periodistas le anunció a mi amigo que tenía una entrevista exclusiva con el secuestrado.
Mi amigo creyó que le estaba tomando el pelo. La policía realizaba todos los días grandes redadas para descubrir el paradero del empresario, ¿y ocurría que un reportero del matutino había tenido acceso al personaje? Mi amigo le dijo al colega que dejara de echar bromas. El horno no estaba para bollos. Además, ¿tenía pruebas para demostrar que el reportaje era auténtico?
“¿Qué pruebas necesitas”? le preguntó el reportero. “¿La cédula de identidad del empresario, su pasaporte, fotos de su familia?” Luego abrió un maletín y ahí estaban todas las pruebas que necesitaba mi amigo. Mi amigo no necesitó más pruebas. Era obvio que el reportero conocía a los secuestradores, o tal vez había participado en el operativo.
¿Qué ocurría si algún día la policía hacía una redada en el periódico y se llevaba no solo al reportero sino a todos los empleados para interrogarlos? Seguramente pagarían justos por pecadores. Todos los días secuestraban y asesinaban a personas en la Argentina de finales del gobierno de Isabel Perón. (Poco después, en la agencia noticiosa donde trabajaba, un escuadrón de la muerte secuestró a cinco colegas, que nunca volvieron a aparecer).
La profesión de periodistas conlleva riesgos, y hay que aceptarlos. Basta ver lo que ocurre en México, o en la Venezuela actual. Pero nadie busca el martirio. Por eso elegimos esta profesión que parece bastante sosegada (hasta que los gobiernos se ponen impacientes y deciden matar al mensajero). Si nuestra tarea es librar combates con seres armados, pues entonces la primera tarea es adiestrarnos con la precisión militar empleada por quienes atacaron a Charlie Hebdo.
La palabra mártir le queda enorme a Charbonnier. Inclusive es difícil calificarlo de víctima. Pues él ya sabía que en algún momento lo asesinarían. Recibió numerosas amenazas de muerte, y las ignoró.
Daniel Leconte, quien hizo un documental sobre Charlie Hebdo y las batallas que libró la publicación contra el Islam, dijo que para el asesinado editor lo más importante era defender la libertad de pensar y hablar como se le antojara, sin pelos en la lengua.
Pero Charbonnier no vivía solo en su propio bastión de la libertad. Muchos empleados trabajaban en Charlie Hebdo. Doce de ellos fueron asesinados. ¿Nunca discutieron en la publicación los riesgos que corrían escritores, editoriales, dibujantes, correctores de pruebas, el personal de limpieza por esos incendiarios ataques contra una religión?  ¿Todos eran igualmente suicidas?

Nada es absoluto. Lo único absoluto es la anarquía total, o una dictadura sin resquicio alguno. La bravuconada constante contra el enemigo o el adversario no habla muy bien del agente provocador, quien es, además un ser muy peligroso. Lo más alarmante no es el eterno golpe en el pecho, su incómoda pureza, sino su terrible ingenuidad,  su enorme narcisismo. Aunque Charbonnier era editor de un semanario humorístico, no tenía el menor sentido del humor. Podía burlarse del resto del mundo, pero dudo que aceptara ser tomado en broma. Créanme, los futuros mártires son una vaina muy seria.

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