Mario Szichman
Una de mis novelas, finalizadas, pero inéditas, tiene nuevamente, como uno
de los protagonistas, a Simón Bolívar. (La cuarta en que aparece el
Libertador). Es una especie de viaje a la semilla, del desconocimiento hacia
–es mi esperanza– la comprensión del personaje.
Bolívar es tan diferente como los sucesivos retratos que se han hecho de él
tanto en vida como después de muerto. Excepto, por supuesto, el último, la
cirugía estética que ordenó el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez
Farías, asignándole un rostro que lo hace parecer casi obeso, con labios
gruesos (los labios del Libertador eran líneas filosas) rasgos de alguna
comiquita y una piel cetrina. Se trata de un Bolívar que no hubiera reconocido
ni la madre que lo engendró. Me imagino que es un prócer a medio terminar. Si
Chávez hubiera vivido algunos años más, habrían sido inevitables otras
refacciones al rostro del ilustre caraqueño.
Me ocurre con Bolívar algo que no me ha sucedido con otros próceres de la
independencia. En mi novela Los papeles
de Miranda arrogué al Precursor atributos que, en definitiva, parecen corresponder
más a Bolívar:
“Lo
que tienes frente a tus ojos no es un ser humano sino una cebolla”, le dice a
Miranda su tío José. Y luego, reflexionando frente al espejo, Miranda piensa: “Me
saco una capa, y otra capa, y otra más, y es cierto, al final, nada queda,
apenas una invención. Yo soy el Ossian de la independencia americana. Tengo
documentos para probarlo”.
Pero Miranda tenía una columna vertebral que lo mantuvo de una sola
pieza en todos sus avatares, y lo condujo de una experiencia trágica a otra. Al
final, fue traicionado por sus compañeros de empresa, incluido Bolívar, y concluyó
prisionero en La Carraca, en Cádiz, siempre optimista, convencido hasta el
final de que recuperaría la libertad. Tuvo muchas vidas diferentes, en la
Revolución Americana, en la Revolución Francesa, en la lucha por la
independencia de Venezuela, pero era un personaje que podríamos calificar de
“chapado a la antigua”. El mismo Bolívar –al menos el Bolívar de mi
imaginación– lo veía más cercano a la Ilustración y al reinado de Luis XVI, que
contemporáneo de los jacobinos. Podríamos decir, con Bajtin, que las complejidades
de Miranda forman parte del mundo de Tobias Smollet, pero incomprensibles para
Dostoievski, o para Heine.
El ser humano suele ser un saco de imposturas, y del mismo modo en que
la moda nos viste de una cierta manera, y nos afeita el rostro, o lo deja con
poblada barba, le sube o baja la falda a
las mujeres, y pone en su cabeza enormes capelinas o pequeños gorros, la moda
cultural, las costumbres literarias, nos arrogan ciertas conductas, nos obligan
a adoptar poses, hasta cambian nuestras enfermedades. Creo que Trotsky, o
quizás Victor Serge en sus Memorias de un
revolucionario, mencionan el caso de algunos lánguidos poetas que alteraron
su físico y cambiaron de achaques una vez los bolcheviques asaltaron el Palacio
de Invierno.
Bolívar fue el más moderno de sus contemporáneos. En él resultó nefasta la admiración que sentía
por Napoleón Bonaparte. Vivió en un continuo desfasaje. Quizás el historiador
del siglo diecinueve que mejor lo describió fue el político argentino Domingo
Faustino Sarmiento. Al menos, me causa una enorme envidia la manera en que
describió a Bolívar.
“Nadie, a mi juicio, ha comprendido todavía al inmortal Bolívar, por
la incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida”, decía
Sarmiento en su introducción al Facundo.
“En La Enciclopedia Nueva, he leído
un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en que se hace a aquel caudillo
americano toda la justicia que merece por sus talentos, por su genio; pero en
esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al
general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no
he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo
el remedo de la Europa, y nada que me revele la América”. Y añadía luego: “Colombia
tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió el
gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su
biografía lo asemeja á cualquier general europeo de esclarecidas prendas? Es
que las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a
quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac (…) La
guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes; Bolívar
es un Charette de más anchas dimensiones (…) Bolívar, es todavía un cuento
forjado sobre datos ciertos. Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo conoce todavía
el mundo: y es muy probable que cuando lo traduzcan á su idioma natal, aparezca
más sorprendente y más grande aún”.
Creo que Sarmiento fue quien más se acercó a la incómoda grandeza de
Bolívar. Y si algunos ensayistas lo vistieron con frac, era porque llevaba un
frac debajo del poncho. Nunca quiso ser un Charette de más anchas dimensiones.
La tarea se la dejó del lado republicano a José Antonio Páez –otra figura
excepcional, el mejor guerrillero con que contó la Gran Colombia, del cual aún
no se ha dicho la última palabra– y del lado español a José Tomás Boves, un
caudillo enormemente popular. Bolívar quiso ser, en realidad, el Napoleón
americano. Al menos su admiración por el emperador de los franceses está
expresada sin rubores en El diario de
Bucaramanga, de Perú de Lacroix.
Bolívar fue un general guerrillero porque ni el terreno ni las fuerzas
con que contaba, permitían crear grandes ejércitos. Pero, con otros medios a su
alcance, hubiera sido tan terrible como Napoleón. Así lo demostró en el asedio
a las fortalezas del Callao, en Perú, o cuando ordenó acabar la rebelión de los
pastusos, los oriundos de Pasto, Colombia. En ambos casos, en reducida escala, se
trató de una guerra de exterminio.
En las fortalezas del Callao entraron unas siete mil personas, huyendo
de las fuerzas patriotas, intentando buscar la protección de los españoles
liderados por el brigadier José Ramón Rodil. Seis mil trescientas de esas
personas murieron de hambre y de enfermedades, enterradas entre
los muros de los castillos, o arrojadas al mar y devueltas a la costa.
Por supuesto, Rodil podría haberse rendido mucho antes, y centenares de
civiles haberse salvado. Fue una crueldad de lado y lado, pues cuando los
españoles sitiaron Cartagena de Indias, también la mortandad de los civiles
opuestos a la causa española fue espantosa. Pero en lo que atañe a los
pastusos, la crueldad provino de manera abrumadora de las fuerzas al mando de
Bolívar.
Quien sobresalió en ambas matanzas fue el general patriota Bartolomé Salom,
un fiel lugarteniente de Bolívar.
Salom era un hombre humilde, honesto; además, carecía de piedad. Entre los
prisioneros capturados por sus tropas había niños de nueve y diez años. Al
principio de la lucha, esos soldados, incluidos los niños, estaban muy bien
alimentados. Era difícil conquistar una población cuyos graneros rebosaban de
maíz. El coraje suele ser compinche de la comida en abundancia.
Recién cuando los soldados de Bolívar empezaron a quemar los almacenes de
los pastusos y a envenenar sus animales afloró la cordura. Gracias al hambre
los pastusos le confirieron humanidad al enemigo, se entregaron a su clemencia.
Poco después, Salom recibió una carta de Bolívar donde decía: “Logramos
destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado otras veces
con esos malditos hombres, pero me parece que ahora los muertos no levantarán
más su cabeza”.
Bolívar seguía pensando como un militar, quería oír cañonazos. Pero Salom
aprendió mucho de su experiencia frente a los pastusos. La hambruna cedió el
paso al tiempo de la plaga. Sólo las guerras presurosas son propiedad de los
héroes, el resto pertenece a los verdugos. El sitio a las fortalezas del Callao
se prolongó un año. No hubo muchos enfrentamientos. Por supuesto, hubo actividades belicosas. Pero se trató de algo
como un pensamiento tardío. Recuerda esas excusas empleadas por un historiador
para cubrir extensos tramos en una historia donde nada ocurre.
Salom tenía más práctica en
delimitar sitios que en preparar batallas. El hambre siempre causa más muertes
al enemigo que un ejército. Salom debe haber pensado: ¿para qué arriesgar a mis
soldados en osadías cuando existe el recurso de la peste? Una bala de cañón
concede humanidad al enemigo, mas no el hambre, o la falta de agua. Los
combates azuzan los grandes gestos. En cambio, apenas las carnes del enemigo
cuelgan de sus ropas se alzan las enseñas de rendición.
Otras personas observan perros, gatos, caballos, y les asignan funciones.
Usan los perros para vigilar las reses, caballos para recorrer largas
extensiones, o para tirar de carros. En cuanto a los gatos... bueno, es difícil
encontrarle utilidad alguna a los gatos, es mejor excluirlos del argumento.
Para el general Salom, la única función de esos animales era ser devorados en
algún sitio.
Cuando un pueblo se hunde en la miseria, lo único que le aguarda es más
miseria. Satisfacer sus necesidades inmediatas es lo único que cuenta. Es la
lucha de todos contra todos, pero no contra el enemigo principal, el gobierno,
o el desgobierno que lo ha conducido a esa situación, sino contra quienes
pelean por el mismo agua, por los mismos alimentos.
Los romanos enardecieron a los cristianos clavándolos en los maderos. El
cristianismo amansó a los hombres con el estoicismo. Aunque el general Salom
dedicaba la mayor parte del día a ensordecedoras tareas militares, lo
importante era permitir a la sigilosa plaga que condujera los cuerpos del
enemigo a la resignación.
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