Mario Szichman
“El futuro es nuestro,
Por prepotencia de trabajo”
Roberto Arlt
Ya hacia el final de su carrera, William Faulkner
se maravilló de su producción literaria. No de lo bien que escribía, sino
simplemente de haber sido capaz de iniciar y finalizar numerosas novelas y
cuentos.
Conozco varios escritores que cimentaron su
carrera en base a los sufrimientos padecidos en sus intentos por finalizar un
libro. Pretenden hacer creer que sus magras producciones son obras maestras
justamente por la autoflagelación que padecieron durante la prolongada ordalía.
Por alguna extraña razón, suponen que el sufrimiento recompensa.
¿Desde
cuándo la insistencia en anunciar una obra inconclusa marca el talento? Es como
si la prodigalidad en la manufactura de relatos por parte de autores como
Balzac, Alejandro Dumas, Dickens, inclusive Proust, no fuese un derroche de
genio sino un pecado que es mejor ocultar, como se hace con ciertos antepasados
incómodos.
El problema de algunos escritores se agrava
porque no se les ocurre ir a una academia para aprender el oficio. Cualquier
neófito interesado en la escultura, en la pintura, en la albañilería, en toda
tarea que implique dominar físicamente la materia, sabe que necesita estudiar. Pero
un poeta, un cuentista, o un novelista pareciera exento de esa enseñanza. Está
la hoja de papel en blanco, está un lápiz, o una máquina de escribir, o una
computadora, y es cuestión de llenarla de letras que adquieran un significado.
Por supuesto, existen también otras maneras de
aprender a escribir, y numerosos atajos. Antes de que Balzac publicara su
primera novela, trabajó durante una década como ghost writer para una editorial. Le suministraban la sinopsis de
una novela, le señalaban los principales personajes, las peripecias que
deberían superar, y le imponían el final, que se limitaba a esta simple
pregunta: “¿Muere el protagonista, o se queda con la muchacha?”
El folletín prosperó durante el siglo diecinueve
en Francia y en Gran Bretaña justamente por esas fábricas de amanuenses que abastecían
de material a los periódicos. Era como una contabilidad de doble entrada. Los
periodistas leían el folletín por entregas que iba apareciendo en la parte
inferior de varias páginas de una publicación, y muchos de ellos terminaban
como novelistas. Y los novelistas, a su vez, abrevaban en las crónicas de
sucesos para aportar gacetillas. Por cierto, Dickens empezó su carrera
literaria como reportero parlamentario, y eso se ve muy claro en esa delicia
que es Los papeles póstumos del Club
Pickwick.
El equivalente de esas fábricas de escritores
fueron las casas editoriales que publicaron pulp
fiction en Nueva York entre las décadas de 1920 y fines de 1950. Centenares
de narradores afilaron su pluma escribiendo decenas de novelas, antes de purificar
el oficio y consagrarse a obras más “serias”, como fue el caso de Dashiell
Hammett, de Fredric Brown, de Mickey Spillaine, de Earle Stanley Gardner, de
Paul Cain, o de Peter Rabe. De esa pléyade de brillantes narradores surgió un
genio, uno de los grandes de la literatura norteamericana: Jim Thompson, el
Dostoievski del pulp.
Recuerdo que cuando trabajaba en The Associated Press, y hacía
esporádicamente críticas de libros, cayó en mis manos una biografía de
Thompson. Me entusiasmó tanto el volumen que corrí a una librería Scribner´s en Nueva York, para comprar The Killer Inside Me. (Menciono esa
librería, situada en la calle 34 y la Quinta Avenida, porque Faulkner trabajó
en ella en una época, antes de convertirse en escritor). Y luego compré todas
las novelas y cuentos de Thompson a los que pude echar mano, pues debe ser uno
de los escasos narradores en el mundo que nunca escribió un libro malo. Y luego
armé un artículo para hablar maravillas de Big Jim, tras conversar con su esposa
y con sus hijas, y finalmente con Arnold Hano, su editor en Lion Books, por cierto, otro excelente
autor de mysteries.
Hano me dijo que cuando conoció a Thompson, “Jimmy
parecía un dócil San Bernardo. Era cordial, amable, y estaba deseoso de
congraciarse con todo el mundo”. Hano le mostró algunas sinopsis de novelas que
Lion Books encargaba a escritores
(Hano tenía el talento de apuntalar sus sinopsis en los clásicos griegos o en
la narrativa rusa y francesa del siglo diecinueve). Tras estudiar las sinopsis,
Thompson dijo que le interesaba la historia de un corrupto policía neoyorquino
que se enamora de una prostituta y termina asesinándola. ¿Era posible que le
prestaran una máquina de escribir?
Dos
semanas más tarde, el escritor regresó a las oficinas de Lion Books, y Hano tardó algunos minutos en salir del estupor.
Thompson no sólo había escrito la mitad de The
Killer Inside Me, sino que había reestructurado totalmente la sinopsis. En
vez de un policía neoyorquino, el protagonista era un alguacil tejano, Lou
Ford, quien junto con Nick Corey, protagonista de Pop. 1280, son los villanos más horriblemente simpáticos del
policial norteamericano (por no decir de toda su literatura). La técnica de Ford
consiste en matar literalmente de aburrimiento a sus potenciales víctimas
torturándolas con frases hechas antes de eliminarlas físicamente de la faz de
la Tierra.
“Jim introdujo su maravilloso talento en esas
simples sinopsis”, me dijo Jim Bryans, otro de los editores de Lion Books. “¿A qué otro autor se le
hubiera ocurrido canalizar el sadismo de Lou Ford usando todos los clichés del
lugar común?”
EL GENIO DEL SISTEMA
Recordé este episodio porque estoy sumergido en
un libro absolutamente fascinante de Thomas Schatz, The Genius of the System. No alude a la tarea literaria sino
cinematográfica (El subtítulo es Hollywood
Filmmaking in the Studio Era) pero es uno de los mejores libros que he
leído sobre la creación narrativa. Después de todo, la fábrica de sueños de
Hollywood es una subsidiaria de la fábrica de sueños del folletín, y opera con
similares premisas. Además, pone en solfa una de las sugestiones de la Nueva
Ola francesa, la del cine de autor. Un filme es un trabajo de equipo, del
principio al fin. Ni siquiera Alfred Hitchcock, tal vez el mejor de sus
cultores, fue un genio solitario. Ni por supuesto, Ernest Lubitsch, o Howard
Hawks, o John Ford, o Jean Pierre Melville, u Orson Welles. Los genios
solitarios se caracterizan por su cantidad de errores, por su desigual
producción. Quizás lo que salvó de meter la pata a Jim Thompson, o a otros
extraordinarios escritores como Lawrence Sanders o Charles Wileford, fue
justamente esa labor de equipo, la tarea de sus ghost writers, o de sus ghost
editors.
Jim Thompson no solo parecía un dócil San
Bernardo. A la hora de escribir y de aceptar consejos, era un dócil San
Bernardo. Basta leer su correspondencia.
La tarea del editor forma parte del genio del
sistema, es una labor esencial. Quienes deseen privarse de sus consejos, de su
paciente sabiduría, lo hacen a su propio riesgo. Es una labor ingrata,
escasamente recompensada, pero quienes se dedican a ella poseen un
extraordinario talento. Generalmente, el editor aparece al final, tras la
entrega de la primera versión de un manuscrito. En Estados Unidos, el mejor de
ellos es, seguramente, Maxwell Perkins, quien lidió con Ernest Hemingway y con
Thomas Wolfe. No conozco a otros, pero en cada editorial de Estados Unidos hay
siempre una persona encargada de revisar los textos, de mejorar la prosa, de
ayudar a la creación de personajes indelebles. Aun así, la profesión de editor
puede recibir una nueva vuelta de tuerca. O mejor dicho, volver a la época de
Arnold Hano y de otros maestros. Soy un fervoroso creyente en la imaginación
dialógica que preconizaba Mijail Bajtin. Los editores del siglo diecinueve y de
comienzos del siglo veinte no esperaban un manuscrito finalizado para ponerse a
trabajar. Lo hacían a partir de la sinopsis. Aconsejaban en todas las etapas de
elaboración de un texto. Y eso, créanme, cambia totalmente la ecuación. Un
texto que si se lo emprende de manera solitaria, demora cinco años, puede estar
listo en menos de un año. Soy testigo privilegiado de ello. Mi editora, Carmen
Virginia Carrillo, me lo ha demostrado una y otra vez. Acepto: recibir las
críticas de un editor no resulta siempre grato. Uno cree que ha escrito una
obra maestra hasta que descubre los lunares, la carencia de ritmo, el exceso de
retórica, los capítulos que sobran, las escenas que faltan. Aceptar al editor
es, simplemente, un ejercicio en humildad. Quien tiene la piel sensible, es
mejor que no se busque un editor. Pero aquel dispuesto a aceptar que la
escritura no es un don caído del cielo, sino un oficio, opaco, duro y cotidiano,
nunca se arrepentirá de la faena de ese ser que no desea relumbrar sino recrear
la creación. Del diálogo siempre surge la luz. Edgar Allan Poe decía que no es
lo mismo la expresión de la oscuridad, que la oscuridad de expresión. Que cada
palabra sea disputada entre creadores y que florezcan mil comentarios. En
definitiva, el único genio del sistema está en compartir.
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