Mario Szichman
Mallarmé decía
que toda vida termina en un libro. Al menos un ejemplo demostraría lo
contrario, el “suicidio” o “asesinato” del fiscal argentino Alberto Nisman.
Creo que solo un relato anticipó sus extraordinarios vericuetos. Pero la
realidad fue más rica que toda ficción.
El
14 de enero de este año, Nisman acusó al gobierno de la presidenta Cristina
Fernández de Kirchner de obstruir la acción de la justicia en la investigación
del peor atentado terrorista registrado en el país. En 1994, una camioneta
cargada con explosivos se estacionó frente a la sede de la Amia, un centro
comunitario judío, en el centro de Buenos Aires. Su conductor detonó la carga,
muriendo con otras 85 personas, en tanto 300 fueron heridas, algunas de
gravedad. Hasta el momento, nadie ha sido acusado por la matanza, pero fiscales
argentinos, grupos de defensa de los judíos, el estado de Israel y la Interpol
acusaron a Irán de orquestar el ataque, y al grupo islámico libanés Jezbolá, de
llevarlo a cabo.
Diecinueve años
más tarde, en el 2013, la presidenta Fernández anunció en su cuenta en Twitter
que participaría en una comisión conjunta con el gobierno de Teherán para
“avanzar en el conocimiento de la verdad acerca del ataque a la AMIA”.
Poco después,
Nisman dijo que el acuerdo se había alcanzado en pactos de trastienda iniciados
por la presidenta con el gobierno iraní. Según el fiscal, la jefa de estado
argentina propuso ocultar la actuación de funcionarios iraníes en el ataque a
cambio de un aumento en las relaciones comerciales entre ambos países.
Argentina podría exportar cereales a Irán, en tanto el gobierno de Teherán
vendería petróleo a la Argentina, un país que padece un grave déficit de
energía.
Finalmente, por
razones que se ignoran, el acuerdo no se concretó. Pero Nisman habría obtenido
evidencias de las transacciones, y entregó a un tribunal de Buenos Aires un
documento de 300 páginas detallando conversaciones entre ambos gobiernos.
Luego, informó el fiscal a la prensa: “Ellos decidieron, negociaron y
aseguraron la impunidad de iraníes prófugos de la justicia por el caso de la
Amia”. Nisman agregó que el objetivo era
ocultar la acción del gobierno de Irán en el ataque “con el propósito de
servir intereses comerciales y geopolíticos”.
Las acusaciones contra Fernández, contra su canciller, Héctor Timerman,
y contra otros funcionarios, se basaban, dijo el fiscal “en pruebas
irrefutables” tras dos años de investigaciones y numerosas grabaciones secretas.
Nisman decía que era
un hombre marcado. En una entrevista con el diario Clarín de Buenos Aires, dijo: “Yo puedo salir muerto” si continuaba
la investigación. También informó a la prensa su temor de que el gobierno de
Buenos Aires se dispusiera a iniciar una campaña de calumnias contra él. “Le
dije a mi hija de 15 años que se aprestara a oír cosas terribles de su padre”,
señaló a periodistas.
De acuerdo a la
diputada argentina Patricia Bullrich, que dirige la Comisión de Legislación
Penal donde debía exponer Nisman, el funcionario “Me dijo que estaba amenazado,
que estaba estudiando la causa para darnos información muy fuerte”.
Exactamente
cuatro días después de enunciar cargos contra la presidenta argentina, y de
anticipar que podría ser víctima de la maledicencia alentada por el gobierno, o
de un asesinato, Nisman apareció muerto en el baño de su apartamento de Buenos
Aires. El ministerio de Seguridad de Argentina dijo que junto a su cuerpo había
sido hallado un revólver calibre 22, y un casquillo de bala.
Nisman estaba
custodiado por 10 guardaespaldas, pero los guardaespaldas solo se limitan a
cuidar las espaldas de las personas que deben proteger. Entre sus tareas no
figura evitar que se suiciden.
De todas maneras,
en medio del fárrago de información y desinformación, algo queda claro: el
extraordinario entusiasmo del fiscal Nisman por presentar pruebas que podrían
haber puesto a la presidenta argentina y a varios de sus funcionarios ante los
estrados de la justicia. Bueno, es una
figura del discurso. Como en el cuento de Kafka Ante la ley, las puertas de la ley están protegidas en la Argentina
por guardianes, uno más poderoso que otro. Solo se puede acceder a ella en los
momentos finales de la agonía.
Antes de su
malogrado final, el fiscal Nisman se puso en contacto con Joaquín Morales Solá,
un influyente columnista del periódico La
Nación, para fijar una reunión.
Según dijo Morales, “El tono entusiasmado de su voz, y la promesa de una
reunión en el futuro inmediato” sugerían que entre los planes de Nisman no
figuraban meterse un balazo en la cabeza.
Una nota en The Financial Times insistía en el feroz
entusiasmo del fiscal. Muchos argentinos, decía el periódico londinense,
“tratan de entender por qué un fiscal, en el momento culminante de su carrera, tras
pasar dos años reuniendo evidencia de manera esmerada, y cuando se disponía a
explicar sus explosivos hallazgos ante el Congreso, decidió súbitamente cometer
suicidio”.
LOS SOSPECHOSOS
HABITUALES
El relato al que
aludí al comienzo de esta nota es The
Orderly World of Mr. Appleby, de Stanley Ellin, el genio del cuento de
horror urbano, célebre por La
especialidad de la casa, donde se exalta el canibalismo como una de las
bellas artes.
La vida del señor
Appleby consiste en coleccionar objetos, hasta que se endeuda de manera
irreparable. Cuando su esposa se niega a sacar dinero de su póliza de seguro de
vida para seguir financiando su costoso hobby, el señor Appleby comienza a
estudiar métodos para hacer pasar el asesinato de su cónyuge por una muerte
accidental. El método perfecto es aguardar a que su esposa ponga los pies sobre
una alfombra, y en el momento en que intente tomar un vaso con agua de una
alacena, tirar bruscamente de la alfombra. La mujer muere de la caída. Tras
enviudar, el señor Appleby se casa con una viuda rica. Sus deudas siguen
creciendo, y piensa en el recurso salvador de librarse de su segunda esposa
usando el procedimiento de la alfombra. Hay un solo inconveniente: la mujer
está enterada del método usado por el señor Appleby para enviudar, y ha escrito
una carta a su abogado, detallando las tendencias homicidas del esposo, y la
manera en que podría asesinarla. Un día, le informa al señor Appleby de su plan
para mantenerse ilesa por el resto de su vida. El señor Appleby se convierte en
celoso custodio de la salud de su esposa, hasta que llega el fatídico día en
que la mujer, que se halla de manera casual encima de la alfombra, le pide un
vaso de agua, tropieza con el tapiz, y sufre un accidente mortal. La carta de
la difunta es el pasaporte del señor Appleby a la silla eléctrica.
En un filme, en
una novela, en un cuento, el espectador o el lector tienen la mente adiestrada
en una dirección inspirada por la lógica. Las reglas de la ficción harían presumir
que el fiscal Nisman no murió de muerte propia. Sabía que corría peligro, “Yo puedo
salir muerto”, anunció a la prensa. No es el tipo de afirmaciones que hace un
suicida en potencia. Por otra parte, Nisman formulaba cargos muy graves contra
la presidenta de Argentina y contra algunos de sus principales asesores,
quienes debían albergar temores de ser procesados. (Lo pienso exclusivamente
desde el territorio de una trama policíaca, no de la realidad política).
Si un enemigo del
gobierno arremete de frente contra la principal autoridad del país, y horas
antes de prestar testimonio ante una comisión parlamentaria se pega un tiro en
la sien, muchos espectadores o lectores podrán verificar que pasaron escasos minutos
desde el inicio de la película, o que leyeron no más de una docena de páginas de
la novela. Luego, empieza la investigación, hasta que al final, se descubre
inevitablemente al autor o autores del asesinato. Es inevitable, la ficción
transcurre por ciertos andariveles, desdeñando otros. ¿Quién va a pagar una
entrada para ir al cine o comprar una novela con el propósito de enterarse que
la persona perseguida no era una víctima sino un ser humano con graves
problemas psicológicos que decidía pegarse un tiro para despedirse de este
mundo cruel?
Hay, además, un
problema adicional. Así como en el caso del señor Appleby nadie podía tolerar
una segunda muerte accidental, en Argentina el recurso de suicidar a un
personaje inconveniente ha sido utilizado en numerosas ocasiones. Es, como
solían decir mis amigos de la infancia, una “figurita repetida”.
QUE NO SE CULPE
A NADIE DE MI MUERTE
En la Argentina
es imposible hacer creer en el suicidio de un personaje público por culpa de
Juan Duarte, hermano de Eva Duarte de Perón, cuñado de Juan Domingo Perón, y el
suicida menos convincente de la historia argentina, pese a que tenía más
motivos que el fiscal Nisman para quitarse la vida.
Juan Duarte, o
“Juancito”, como era conocido familiarmente por aquellos que nunca lo vieron o
saludaron en su vida, era el hermano preferido de Eva Perón, y un bon vivant. La antipatria lo acusó de
toda clase de chanchullos, aunque su cuñado, que era además el primer
magistrado de la Nación, siempre lo consideró un modelo de conducta, al punto
de nombrarlo su secretario privado.
De todas maneras,
hubo varios actos de corrupción durante la segunda presidencia de Perón, y
algunos de ellos tenían como epicentro a Juancito. Finalmente, el 6 de abril de
1953, Perón declaró en cadena de radio que adoptaría una serie de enérgicas
medidas a fin de acabar con ese flagelo (supuestamente aludía al
enriquecimiento ilícito). Y aunque no mencionó específicamente a Juancito, éste
debe haberse sentido aludido. Las palabras de Perón fueron las siguientes:
“Aunque sea mi propio padre irá preso, porque robar al pueblo es traicionar a
la Patria”.
El 9 de abril de
1953, tres días después de la declaración radiofónica de Perón, Juan Duarte
apareció muerto de un balazo en la cabeza. Oficialmente se anunció que fue un
suicidio. La oposición sostuvo que se trató de un asesinato, y que las palabras
finales de Juancito fueron: “Muchachos, no disparen”.
A raíz del
suicidio del fiscal Nisman, los rencorosos habituales empezaron a recordar
otros extraños episodios de suicidas que parecían haber sido obligados a
quitarse la vida.
La agencia
noticiosa EFE citó algunos casos. Por ejemplo, el del brigadier Rodolfo
Echegoyen, fallecido en 1990, poco después de renunciar a la administración de
la Aduana, donde investigaba casos de lavado de dinero, de drogas y de
contrabando. Después de su muerte, dijo EFE, “la familia pidió una autopsia que
finalmente reveló que, antes de recibir un disparo, Echegoyen también había
sufrido golpes en la cara y tenía los huesos de la nariz rotos”. Otro caso fue
el del ex oficial de la Armada argentina Jorge Estrada, implicado en la venta
ilegal de armas a Ecuador y Croacia. Estrada, “supuestamente se suicidó en
agosto de 1994”, dijo la agencia noticiosa, “pero antes le habían robado
importantes documentos vinculados a la causa”. Hubo otros episodios en que los
suicidas sufrieron extraños accidentes, ya sea cayendo desde gran altura en el
patio interior de un edificio donde habían fijado residencia, o ahorcándose.
Previo a esos suicidios, los personajes habían denunciado a importantes
funcionarios por coimas y sobresueldos a ministros y funcionarios públicos, así
como por distintos casos que podrían ser considerados actos ilícitos.
Y SIN EMBARGO…
Es muy absurda la
idea de que el fiscal Nisman fue obligado a autoinmolarse en un país donde las
autoridades se han librado de algunos seres humanos incómodos mediante el
suicidio. Y de tan absurda, no resulta descartable.
Por cierto, The Financial Times aventura una
hipótesis que podría acercarse a la verdad.
La presidenta de
Argentina puso en su página de Facebook una nota “rambling” (sinónimos de
rambling: desvarío, carente de conexión, digresión, divagación). Además de
respaldar la hipótesis del suicidio del fiscal, la señora Fernández “insinuó que
Nisman había quedado atrapado en una disputa interna” de los servicios de
inteligencia argentinos. De paso sugirió que el periódico opositor Clarín “de alguna manera estaba
vinculado con el enigma”.
Posiblemente,
detrás de las abundantes sonrisas de triunfo del fiscal días antes de quitarse
la vida había un hombre profundamente atribulado, y con enormes deseos de
causar daño a la figura de la jefa de estado. Conociendo, además, la parsimonia
con que funciona la justicia en Argentina, Nisman podría temer que de nada
sirvieran sus testimonios ante una comisión del Congreso.
El fiscal habría
pensado: si se demoró 20 años en no llegar a conclusión alguna o encontrar un
solo responsable del atentado en la AMIA ¿Quién garantiza que este caso se
resolverá a la brevedad? Y entonces, en un acto de gran astucia, decidió
suicidarse, y causar a la respetada figura de la jefa de estado mayor daño que
mil comparecencias en el Congreso.
Nada debe
descartarse en la dimensión desconocida de la política argentina. La nota de la
presidenta Fernández en Facebook sugiere algo todavía más ominoso. Quizás
Nisman se suicidó con el exclusivo propósito de hacerla quedar mal.
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