miércoles, 21 de enero de 2015

¿Fue suicidio? Cuando la realidad supera a la ficción

Mario Szichman



Mallarmé decía que toda vida termina en un libro. Al menos un ejemplo demostraría lo contrario, el “suicidio” o “asesinato” del fiscal argentino Alberto Nisman. Creo que solo un relato anticipó sus extraordinarios vericuetos. Pero la realidad fue más rica que toda ficción.
            El 14 de enero de este año, Nisman acusó al gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de obstruir la acción de la justicia en la investigación del peor atentado terrorista registrado en el país. En 1994, una camioneta cargada con explosivos se estacionó frente a la sede de la Amia, un centro comunitario judío, en el centro de Buenos Aires. Su conductor detonó la carga, muriendo con otras 85 personas, en tanto 300 fueron heridas, algunas de gravedad. Hasta el momento, nadie ha sido acusado por la matanza, pero fiscales argentinos, grupos de defensa de los judíos, el estado de Israel y la Interpol acusaron a Irán de orquestar el ataque, y al grupo islámico libanés Jezbolá, de llevarlo a cabo.
Diecinueve años más tarde, en el 2013, la presidenta Fernández anunció en su cuenta en Twitter que participaría en una comisión conjunta con el gobierno de Teherán para “avanzar en el conocimiento de la verdad acerca del ataque a la AMIA”. 
Poco después, Nisman dijo que el acuerdo se había alcanzado en pactos de trastienda iniciados por la presidenta con el gobierno iraní. Según el fiscal, la jefa de estado argentina propuso ocultar la actuación de funcionarios iraníes en el ataque a cambio de un aumento en las relaciones comerciales entre ambos países. Argentina podría exportar cereales a Irán, en tanto el gobierno de Teherán vendería petróleo a la Argentina, un país que padece un grave déficit de energía.
Finalmente, por razones que se ignoran, el acuerdo no se concretó. Pero Nisman habría obtenido evidencias de las transacciones, y entregó a un tribunal de Buenos Aires un documento de 300 páginas detallando conversaciones entre ambos gobiernos. Luego, informó el fiscal a la prensa: “Ellos decidieron, negociaron y aseguraron la impunidad de iraníes prófugos de la justicia por el caso de la Amia”. Nisman agregó que el objetivo era  ocultar la acción del gobierno de Irán en el ataque “con el propósito de servir intereses comerciales y geopolíticos”.  Las acusaciones contra Fernández, contra su canciller, Héctor Timerman, y contra otros funcionarios, se basaban, dijo el fiscal “en pruebas irrefutables” tras dos años de investigaciones y numerosas grabaciones secretas.
Nisman decía que era un hombre marcado. En una entrevista con el diario Clarín de Buenos Aires, dijo: “Yo puedo salir muerto” si continuaba la investigación. También informó a la prensa su temor de que el gobierno de Buenos Aires se dispusiera a iniciar una campaña de calumnias contra él. “Le dije a mi hija de 15 años que se aprestara a oír cosas terribles de su padre”, señaló a periodistas.
De acuerdo a la diputada argentina Patricia Bullrich, que dirige la Comisión de Legislación Penal donde debía exponer Nisman, el funcionario “Me dijo que estaba amenazado, que estaba estudiando la causa para darnos información muy fuerte”.
Exactamente cuatro días después de enunciar cargos contra la presidenta argentina, y de anticipar que podría ser víctima de la maledicencia alentada por el gobierno, o de un asesinato, Nisman apareció muerto en el baño de su apartamento de Buenos Aires. El ministerio de Seguridad de Argentina dijo que junto a su cuerpo había sido hallado un revólver calibre 22, y un casquillo de bala.
Nisman estaba custodiado por 10 guardaespaldas, pero los guardaespaldas solo se limitan a cuidar las espaldas de las personas que deben proteger. Entre sus tareas no figura evitar que se suiciden.
De todas maneras, en medio del fárrago de información y desinformación, algo queda claro: el extraordinario entusiasmo del fiscal Nisman por presentar pruebas que podrían haber puesto a la presidenta argentina y a varios de sus funcionarios ante los estrados de la justicia.  Bueno, es una figura del discurso. Como en el cuento de Kafka Ante la ley, las puertas de la ley están protegidas en la Argentina por guardianes, uno más poderoso que otro. Solo se puede acceder a ella en los momentos finales de la agonía.
Antes de su malogrado final, el fiscal Nisman se puso en contacto con Joaquín Morales Solá, un influyente columnista del periódico La Nación, para fijar una reunión.  Según dijo Morales, “El tono entusiasmado de su voz, y la promesa de una reunión en el futuro inmediato” sugerían que entre los planes de Nisman no figuraban meterse un balazo en la cabeza.
Una nota en The Financial Times insistía en el feroz entusiasmo del fiscal. Muchos argentinos, decía el periódico londinense, “tratan de entender por qué un fiscal, en el momento culminante de su carrera, tras pasar dos años reuniendo evidencia de manera esmerada, y cuando se disponía a explicar sus explosivos hallazgos ante el Congreso, decidió súbitamente cometer suicidio”. 

LOS SOSPECHOSOS HABITUALES

El relato al que aludí al comienzo de esta nota es The Orderly World of Mr. Appleby, de Stanley Ellin, el genio del cuento de horror urbano, célebre por La especialidad de la casa, donde se exalta el canibalismo como una de las bellas artes.
La vida del señor Appleby consiste en coleccionar objetos, hasta que se endeuda de manera irreparable. Cuando su esposa se niega a sacar dinero de su póliza de seguro de vida para seguir financiando su costoso hobby, el señor Appleby comienza a estudiar métodos para hacer pasar el asesinato de su cónyuge por una muerte accidental. El método perfecto es aguardar a que su esposa ponga los pies sobre una alfombra, y en el momento en que intente tomar un vaso con agua de una alacena, tirar bruscamente de la alfombra. La mujer muere de la caída. Tras enviudar, el señor Appleby se casa con una viuda rica. Sus deudas siguen creciendo, y piensa en el recurso salvador de librarse de su segunda esposa usando el procedimiento de la alfombra. Hay un solo inconveniente: la mujer está enterada del método usado por el señor Appleby para enviudar, y ha escrito una carta a su abogado, detallando las tendencias homicidas del esposo, y la manera en que podría asesinarla. Un día, le informa al señor Appleby de su plan para mantenerse ilesa por el resto de su vida. El señor Appleby se convierte en celoso custodio de la salud de su esposa, hasta que llega el fatídico día en que la mujer, que se halla de manera casual encima de la alfombra, le pide un vaso de agua, tropieza con el tapiz, y sufre un accidente mortal. La carta de la difunta es el pasaporte del señor Appleby a la silla eléctrica.

En un filme, en una novela, en un cuento, el espectador o el lector tienen la mente adiestrada en una dirección inspirada por la lógica. Las reglas de la ficción harían presumir que el fiscal Nisman no murió de muerte propia. Sabía que corría peligro, “Yo puedo salir muerto”, anunció a la prensa. No es el tipo de afirmaciones que hace un suicida en potencia. Por otra parte, Nisman formulaba cargos muy graves contra la presidenta de Argentina y contra algunos de sus principales asesores, quienes debían albergar temores de ser procesados. (Lo pienso exclusivamente desde el territorio de una trama policíaca, no de la realidad política).
Si un enemigo del gobierno arremete de frente contra la principal autoridad del país, y horas antes de prestar testimonio ante una comisión parlamentaria se pega un tiro en la sien, muchos espectadores o lectores podrán verificar que pasaron escasos minutos desde el inicio de la película, o que leyeron no más de una docena de páginas de la novela. Luego, empieza la investigación, hasta que al final, se descubre inevitablemente al autor o autores del asesinato. Es inevitable, la ficción transcurre por ciertos andariveles, desdeñando otros. ¿Quién va a pagar una entrada para ir al cine o comprar una novela con el propósito de enterarse que la persona perseguida no era una víctima sino un ser humano con graves problemas psicológicos que decidía pegarse un tiro para despedirse de este mundo cruel?
Hay, además, un problema adicional. Así como en el caso del señor Appleby nadie podía tolerar una segunda muerte accidental, en Argentina el recurso de suicidar a un personaje inconveniente ha sido utilizado en numerosas ocasiones. Es, como solían decir mis amigos de la infancia, una “figurita repetida”.

QUE NO SE CULPE
 A NADIE DE MI MUERTE
En la Argentina es imposible hacer creer en el suicidio de un personaje público por culpa de Juan Duarte, hermano de Eva Duarte de Perón, cuñado de Juan Domingo Perón, y el suicida menos convincente de la historia argentina, pese a que tenía más motivos que el fiscal Nisman para quitarse la vida.
Juan Duarte, o “Juancito”, como era conocido familiarmente por aquellos que nunca lo vieron o saludaron en su vida, era el hermano preferido de Eva Perón, y un bon vivant. La antipatria lo acusó de toda clase de chanchullos, aunque su cuñado, que era además el primer magistrado de la Nación, siempre lo consideró un modelo de conducta, al punto de nombrarlo su secretario privado.
De todas maneras, hubo varios actos de corrupción durante la segunda presidencia de Perón, y algunos de ellos tenían como epicentro a Juancito. Finalmente, el 6 de abril de 1953, Perón declaró en cadena de radio que adoptaría una serie de enérgicas medidas a fin de acabar con ese flagelo (supuestamente aludía al enriquecimiento ilícito). Y aunque no mencionó específicamente a Juancito, éste debe haberse sentido aludido. Las palabras de Perón fueron las siguientes: “Aunque sea mi propio padre irá preso, porque robar al pueblo es traicionar a la Patria”.
El 9 de abril de 1953, tres días después de la declaración radiofónica de Perón, Juan Duarte apareció muerto de un balazo en la cabeza. Oficialmente se anunció que fue un suicidio. La oposición sostuvo que se trató de un asesinato, y que las palabras finales de Juancito fueron: “Muchachos, no disparen”.
A raíz del suicidio del fiscal Nisman, los rencorosos habituales empezaron a recordar otros extraños episodios de suicidas que parecían haber sido obligados a quitarse la vida.
La agencia noticiosa EFE citó algunos casos. Por ejemplo, el del brigadier Rodolfo Echegoyen, fallecido en 1990, poco después de renunciar a la administración de la Aduana, donde investigaba casos de lavado de dinero, de drogas y de contrabando. Después de su muerte, dijo EFE, “la familia pidió una autopsia que finalmente reveló que, antes de recibir un disparo, Echegoyen también había sufrido golpes en la cara y tenía los huesos de la nariz rotos”. Otro caso fue el del ex oficial de la Armada argentina Jorge Estrada, implicado en la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia. Estrada, “supuestamente se suicidó en agosto de 1994”, dijo la agencia noticiosa, “pero antes le habían robado importantes documentos vinculados a la causa”. Hubo otros episodios en que los suicidas sufrieron extraños accidentes, ya sea cayendo desde gran altura en el patio interior de un edificio donde habían fijado residencia, o ahorcándose. Previo a esos suicidios, los personajes habían denunciado a importantes funcionarios por coimas y sobresueldos a ministros y funcionarios públicos, así como por distintos casos que podrían ser considerados actos ilícitos.

Y SIN EMBARGO…

Es muy absurda la idea de que el fiscal Nisman fue obligado a autoinmolarse en un país donde las autoridades se han librado de algunos seres humanos incómodos mediante el suicidio. Y de tan absurda, no resulta descartable.
Por cierto, The Financial Times aventura una hipótesis que podría acercarse a la verdad.
La presidenta de Argentina puso en su página de Facebook una nota “rambling” (sinónimos de rambling: desvarío, carente de conexión, digresión, divagación). Además de respaldar la hipótesis del suicidio del fiscal, la señora Fernández “insinuó que Nisman había quedado atrapado en una disputa interna” de los servicios de inteligencia argentinos. De paso sugirió que el periódico opositor Clarín “de alguna manera estaba vinculado con el enigma”.
Posiblemente, detrás de las abundantes sonrisas de triunfo del fiscal días antes de quitarse la vida había un hombre profundamente atribulado, y con enormes deseos de causar daño a la figura de la jefa de estado. Conociendo, además, la parsimonia con que funciona la justicia en Argentina, Nisman podría temer que de nada sirvieran sus testimonios ante una comisión del Congreso.
El fiscal habría pensado: si se demoró 20 años en no llegar a conclusión alguna o encontrar un solo responsable del atentado en la AMIA ¿Quién garantiza que este caso se resolverá a la brevedad? Y entonces, en un acto de gran astucia, decidió suicidarse, y causar a la respetada figura de la jefa de estado mayor daño que mil comparecencias en el Congreso.

Nada debe descartarse en la dimensión desconocida de la política argentina. La nota de la presidenta Fernández en Facebook sugiere algo todavía más ominoso. Quizás Nisman se suicidó con el exclusivo propósito de hacerla quedar mal. 

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