Mario Szichman
Walter Benjamin decía que
se convierte en imagen todo aquello que pronto ya no estará entre nosotros.
Benjamin tenía una extraordinaria cualidad: sus insights no solo iluminaban su prosa sino que ayudaban a sus
lectores a descubrir el mundo, y en el terreno de la narrativa, la reflexión
del ensayista alemán vale por varios tratados.
Cuando empecé a escribir,
a los 22 años de edad, mis experiencias eran minúsculas. Era imposible
convertirlas en imágenes debido a mi juventud. Nací en Buenos Aires, hice el bachillerato en
el Colegio Nacional Mariano Moreno, cursé tres años en la Facultad de Derecho,
y mi conocimiento del mundo era cercano al cero absoluto. En el ambiente
intelectual porteño había varios
narradores jóvenes que prometían mucho. Escribían muy bien, tenían sentido del
humor, conocían bastante teoría literaria, y trabajaban el cuento, algo que
estaba totalmente fuera de mi alcance.
William Faulkner decía
que su vida como literato había consistido en una serie de fiascos. Primero
había fracasado en la poesía, que consideraba el género más difícil del mundo
para un escritor, luego había probado con el cuento, el segundo género más
arduo después de la poesía, y finalmente, se había resignado a escribir
novelas. (Adoro a personajes como Faulkner pues siempre ofrecen esperanzas).
Recuerdo la admiración
que me causó una novela, Piedra de Mar,
del venezolano Francisco Massiani. La trama era muy sencilla, y abría el camino
a la creación. El protagonista era un joven muy inexperto que se la pasaba
llamando por teléfono a sus amigos y amigas para que le contaran sus rutinas, a
fin de incorporarlas a una novela que estaba escribiendo. Un perfect work in progress.
Descubrí Piedra de Mar poco después de llegar a
Venezuela. Acababa de ser dado de baja del ejército en la Argentina, y mi
anhelo era conocer Haití. En realidad, solo me interesaba visitar una fortaleza
construida en Cap Haitienne por el rey Henri Christophe, protagonista de El reino de este mundo, de Alejo
Carpentier, pero el avión hacía dos escalas. Una en Bogotá y otra en Caracas.
Durante mi estadía en Colombia, el escritor Álvaro Cepeda Samudio me dijo que
antes de pasar por Haití recalara en Caracas. “Colombia es el pasado”, me dijo
Álvaro. “Venezuela es el futuro”. En 1967, créanme, Venezuela era el futuro,
del mismo modo en que ahora, gracias al comandante eterno, está sumida en la
prehistoria.
Tuve la inmensa suerte de
dedicarme al periodismo. Venezuela me ofreció esa oportunidad. Mis intentos por
trabajar previamente como periodista en Buenos Aires habían fracasado. Pero los
protagonistas de la Venezuela del futuro admiraban el riesgo y la insolencia y nunca me faltó trabajo.
El periodista busca
episodios para narrar. El escritor se aferra a los objetos para significar.
Vean todo lo que consigue Jorge Luis Borges al describir un cuchillo, o
Faulkner, con la estampa de la niña sentada en una silla muy alta, cuyos pies,
que no llegan al suelo, muestran “la furia impotente de los pies infantiles”.
Cada vez que algo me detiene en una narración, algún objeto me rescata de la
parálisis. Puede ser una estampa de una revista antigua, una máquina de
escribir con teclas redondas y una mica cubriendo las letras, una pastilla de
jabón con cierto aroma que proviene de mi infancia.
Siempre creemos transitar
entre personas, pero en la narrativa transitamos entre personas acompañadas de
objetos. Mary Poppins no sería Mary Poppins sin su paraguas, Raffles sin su
monóculo, Sherlock Holmes sin su pipa curvada.
SIN EXCUSAS
Creo que otra de las
ventajas del periodismo para quien desea dedicarse a la ficción es que está
abolido el famoso “bloqueo” del escritor, ese terror a la página en blanco.
Hasta ahora no conozco un solo jefe de redacción que permita seguir trabajando
a un periodista bloqueado en su inspiración. Hay siempre un deadline, una fecha tope, y quien no
cumple con el plazo debe elegir otra profesión. Además, e ignoro por qué
extraña circunstancia, a medida que se acerca el deadline brotan las ideas más sorprendentes. Creo que Samuel
Johnson decía que los pensamientos más luminosos se les ocurren a quienes están
a punto de marchar al cadalso.
Ernest Hemingway ofrecía
este consejo a quienes se sentían afectados por la esterilidad: debían
conseguir una soga, un árbol, un banquito y un amigo con un cuchillo filoso y
una escalera. El frustrado escritor tenía que colocar el banquito cerca del
tronco de un árbol y subirse a él, usar una soga concluida en una especie de
dogal para ajustarla a su cuello, deslizar la otra punta de la soga por la rama
más alta de un árbol y atarla y luego, patear el banquito. En ese momento, el
amigo debía venir corriendo con la escalera, apoyarla en el árbol, y usar el
cuchillo para cortar la soga. Hemingway decía que de esa manera el escritor sin
inspiración podría empezar un relato narrando el episodio de su frustrado
suicidio.
La otra ventaja del
periodismo es que nos obliga a abandonar el ombligo como punto central del
universo. El periodista escribe sobre otros seres humanos y eso ayuda a quien
desea incursionar en la escritura. Estoy leyendo un libro muy divertido, How not to write a novel, cómo no
escribir una novela, de Howard Mittelmark y Sandra Newman. Brinda excelentes
consejos sobre los 200 clásicos errores que cometen los narradores, aunque uno
de ellos encarna la plaga, y es la intención de escribir una novela
confesional. Hay excelentes novelas confesionales pero su calidad proviene de
una coartada. El narrador no es el protagonista, aunque lo parezca. Si bien el
narrador de A la búsqueda del tiempo
perdido se llama Marcel, como su protagonista, y el autor de Piedra de Mar nos quiere hacer creer que
él y el personaje principal son la misma persona, hay una distancia, cierta
ironía, que desmienten esa presunción.
En cambio, en las novelas
confesionales analizadas por Mittelmark y Newman, es obvio que el autor quiere
ser reconocido como el protagonista. Y no hay un solo ser humano que resulte
atractivo como personaje, sin importar su ingenio. En el caso de las malas
novelas confesionales el problema se agrava porque el protagonista anda de mal
humor, despotrica contra el mundo, y cree que cuenta con la verdad revelada, y eso, como diría Borges, es una de las
formas más famosas del tedio.
El periodismo nos ahorra
la tentación de ser autobiográficos y nos obliga a pasar a un segundo plano. De
esa manera adquirimos cierta cuota de humildad. Nuestro lugar, nuestra única
tarea, consiste en hablar del prójimo. Como profesión es un híbrido, un
agregado de partes incongruentes, como la jirafa en el reino animal, y suele
tender zancadillas. Tal vez el peligro mayor es la cercanía con la literatura.
Dicen que en la ficción existe un umbral. Aquellos que pueden cruzarlo se
transforman en narradores. Pero el periodismo también ofrece la oportunidad de
atravesar ese porche, y a veces es imposible averiguar dónde concluye un área y
comienza otra. Eso se ve en grandes escritores que también fueron periodistas,
como el ruso Vasily Grossman o Hemingway. Hay buenos ejemplos de trabajos
periodísticos de ambos, que luego fueron reformulados como cuentos o novelas.
Se aprende muchísimo comparando textos que fueron primero enviados por
teletipo, y luego pasados por la mirada narrativa. Una de las primeras cosas
que sorprende al leerlos –vuelvo a la frase del comienzo– es que se convierte
en imagen todo aquello que pronto ya no estará entre nosotros.
Cuando reseñamos un
episodio para un periódico, o para una agencia noticiosa, estamos obligados a
la cronología. Cuando lo insertamos en un cuento o a una novela, es factible
prescindir de ella. El tiempo, al menos en mi experiencia, no transcurre en una
novela. La narración se profundiza en el retroceso. Las magdalenas que
describía Proust al comienzo de A la
búsqueda del tiempo perdido servían de preludio para erigir el enorme
edificio del recuerdo. No interesa la categoría o la banalidad de la evocación,
solo la jerarquía que ocupa en nuestra memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario