miércoles, 24 de septiembre de 2014

El mal es concreto: tiene densidad y peso específico





Mario Szichman

           


Basta que un intelectual formule una profecía, para que el tiempo la desmienta. El filósofo alemán Theodor Adorno declaró en 1949: “Escribir poesía luego de Auschwitz es una barbaridad”.  Auschwitz representó el mal puro del nazismo, el campo de concentración y exterminio donde el médico Josef Mengele ensayaba con gemelos univitelinos sometiéndolos a toda clase de repulsivas operaciones. Uno era el sujeto de experimentación, y el otro funcionaba como control. La mayoría terminaron en la cámara de gases, algunos, tras ser operados y unidos por la cadera, como hermanos siameses.

Por supuesto, Auschwitz es un símbolo. Abundaron los campos de concentración en la Europa ocupada por los nazis, varios de ellos en Checoeslovaquia y Polonia, como Terensiadt, Sobibor, o Treblinka.

Si bien Mengele fue el símbolo del científico al servicio del mal, el encargado de la “solución final del problema judío” fue Adolf Eichmann, quien huyó a la Argentina en 1950, fue capturado por un comando israelí en 1960, y ejecutado en Jerusalén en mayo de 1962.

El vaticinio de Adorno fue rápidamente desmentido. Se ha escrito mucho sobre el genocidio nazi, que además de seis millones de judíos incluyó nueve millones de gentiles, entre ellos tres millones de polacos, junto con rusos, ucranianos, checos, griegos, gitanos –unas 30 nacionalidades– así como homosexuales, comunistas, Testigos de Jehová,  y discapacitados físicos y mentales. (La clasificación no es exhaustiva).

En los últimos años varios escritores norteamericanos e ingleses han publicado novelas que tienen como protagonista al campo de concentración, y como personajes centrales a sus verdugos. Por estos días ha causado cierta controversia The Zone of Interest, una novela del excelente autor británico Martin Amis. Una editorial en Francia, y otra en Alemania, se negaron a publicar el libro, al parecer, porque el tema –la vida en un campo de concentración– está en clave de humor y parecería un poco fuerte para los ciudadanos de esas naciones. (Otras editoriales han salido al ruedo a fin de traducir la novela).

La novela de Amis es una secuela de Time Arrow (1991) que cuenta con el mismo protagonista, Odilo Unverdorben, ayudante de “El tío Pepi” (Mengele) en la tarea de asesinar judíos. Está narrada con una cronología invertida, desde la muerte hasta el nacimiento de Unverdorben, y eso permite una sangrienta ironía, pues el médico asesino crea vida, y cura a los enfermos.

Time Arrow y The Zone of Interest han permitido a Amis ocupar un sólido lugar en el seno de un grupo de escritores que trabajan un área muy incómoda de la moderna historia europea. A mí me gusta mucho The Kindly Ones, de Jonathan Littell, porque está narrada en primera persona, con operático brío, por su ficticio protagonista,  Maximilien Aue,  un ex oficial de las SS encargado de eliminar millares de “indeseables”.

El tema, y especialmente cuando sus principales personajes son funcionarios del Tercer Reich, gira en torno al mal, ya sea la banalidad del mal, enunciada por Hannah Arendt, o el mal como un ente absoluto.  

Al comentar la última novela de Amis, Joyce Carol Oates dijo en la revista The New Yorker que si bien en todas las épocas de la humanidad ha existido crueldad e intentos por eliminar pueblos de la tierra (durante parte del siglo diecinueve el ejército norteamericano se dedicó a regalar a los indios mantas contaminadas de viruela) el siglo veinte facilitó el homicidio en gran escala gracias a la tecnología. El filósofo Martin Heidegger, que como el doctor Strangelove siempre se mostró al borde de la insania, comparaba la mecanización agrícola con “la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas y en los campos de exterminio”.  Eichmann también usaba una metáfora de la técnica moderna para explicar su participación en el asesinato de seis millones de judíos. Él era apenas “un engranaje” en la maquinaria de la muerte.  

Es curioso cómo a medida que el ser humano mata más gente, su responsabilidad disminuye. También eran engranajes los pilotos, copilotos y tripulantes que dejaron caer bombas atómicas en Hiroshima (80.000 muertos iniciales)  y Nagasaki (40.000 muertos).

En realidad, en una interesante vuelta de tuerca, tal vez los jerarcas nazis terminen siendo los últimos asesinos en serie que debieron responder por sus actos.   

En un excelente documental de Errol Morris, The Fog of War, el ex secretario de Defensa norteamericano Robert McNamara decía que tras los bombardeos a las ciudades japonesas, el general Curtis LeMay le confesó: “Si hubiéramos perdido la guerra, todos habríamos sido procesados como criminales de guerra”. Y añadía McNamara: “Creo que tenía razón. El, y podría decir también yo, nos estábamos comportando como criminales de guerra. LeMay aceptó que lo que estaba haciendo sería considerado inmoral si su bando hubiera perdido. Pero ¿qué es lo que convierte algo en inmoral cuando uno pierde y no cuando gana?” 

       Leyendo los frondosos testimonios de Eichmann, las excusas de criminales de guerra que lograron eludir la justicia, como es el caso de Mengele, sorprende no la megalomanía sino la humildad. Durante el proceso en Jerusalén, Eichmann era el perfecto burócrata. No se ofendía por las acusaciones, no perdía la calma cuando el fiscal leía los cargos, y siempre le buscaba cinco patas al gato a la hora de eludir la responsabilidad.

En las revelaciones al periodista nazi Willem Sassen, cuando aún vivía en Buenos Aires, solo se conmovió al describir una escena en que vio cómo un grupo de judíos era obligado a desnudarse antes de subir a un camión. Los prisioneros fueron gaseados dentro del vehículo. Eichmann recordó luego que cuando de sus ayudantes abrió la puerta trasera del camión, de su interior se deslizaron cadáveres, “como peces lanzados desde una red”.

Al parecer, la megalomanía se adecúa mejor al asesinato individual. Inclusive el asesino que debe marchar al cadalso en muy escasas ocasiones exhibe cobardía. O intenta disimularla. Tampoco las víctimas pierden la dignidad, como en los casos de los periodistas James Foley o de Steven Sotloff, decapitados por milicianos sunitas.

Eichmann, y los jerarcas nazis, siempre insistieron en que se limitaban a acatar órdenes. Ni un solo nazi aceptó la responsabilidad por las matanzas. Y el líder supremo, Adolf Hitler, no necesitó formular excusas, pues nunca puso por escrito las órdenes para eliminar a millones de sus congéneres, lo cual demuestra que en los regímenes totalitarios  basta con el gesto para eliminar a los indeseables de esta tierra.






2 comentarios:

  1. Es curioso cómo a medida que el ser humano mata más gente, su responsabilidad disminuye: Creo que fue Pepe Stalin quien dijo, "un muerto es una tragedia, 100.000 muertos es una estadística"

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  2. Daniel; excelente recordatorio. Por cierto, Stalin era un maestro a la hora de transformar a sus enemigos en estadísticas.

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