Mario Szichman
Basta que un intelectual
formule una profecía, para que el tiempo la desmienta. El filósofo alemán
Theodor Adorno declaró en 1949: “Escribir poesía luego de Auschwitz es una
barbaridad”. Auschwitz representó el mal
puro del nazismo, el campo de concentración y exterminio donde el médico Josef
Mengele ensayaba con gemelos univitelinos sometiéndolos a toda clase de
repulsivas operaciones. Uno era el sujeto de experimentación, y el otro
funcionaba como control. La mayoría terminaron en la cámara de gases, algunos,
tras ser operados y unidos por la cadera, como hermanos siameses.
Por supuesto, Auschwitz
es un símbolo. Abundaron los campos de concentración en la Europa ocupada por
los nazis, varios de ellos en Checoeslovaquia y Polonia, como Terensiadt,
Sobibor, o Treblinka.
Si bien Mengele fue el
símbolo del científico al servicio del mal, el encargado de la “solución final
del problema judío” fue Adolf Eichmann, quien huyó a la Argentina en 1950, fue
capturado por un comando israelí en 1960, y ejecutado en Jerusalén en mayo de
1962.
El vaticinio de Adorno
fue rápidamente desmentido. Se ha escrito mucho sobre el genocidio nazi, que
además de seis millones de judíos incluyó nueve millones de gentiles, entre
ellos tres millones de polacos, junto con rusos, ucranianos, checos, griegos,
gitanos –unas 30 nacionalidades– así como homosexuales, comunistas, Testigos de
Jehová, y discapacitados físicos y
mentales. (La clasificación no es exhaustiva).
En los últimos años
varios escritores norteamericanos e ingleses han publicado novelas que tienen
como protagonista al campo de concentración, y como personajes centrales a sus
verdugos. Por estos días ha causado cierta controversia The Zone of Interest, una novela del excelente autor británico
Martin Amis. Una editorial en Francia, y otra en Alemania, se negaron a
publicar el libro, al parecer, porque el tema –la vida en un campo de
concentración– está en clave de humor y parecería un poco fuerte para los
ciudadanos de esas naciones. (Otras editoriales han salido al ruedo a fin de
traducir la novela).
La novela de Amis es una
secuela de Time Arrow (1991) que
cuenta con el mismo protagonista, Odilo Unverdorben, ayudante de “El tío Pepi”
(Mengele) en la tarea de asesinar judíos. Está narrada con una cronología
invertida, desde la muerte hasta el nacimiento de Unverdorben, y eso permite
una sangrienta ironía, pues el médico asesino crea vida, y cura a los enfermos.
Time Arrow y The Zone of Interest
han permitido a Amis ocupar un sólido lugar en el seno de un grupo de escritores
que trabajan un área muy incómoda de la moderna historia europea. A mí me gusta
mucho The Kindly Ones, de Jonathan
Littell, porque está narrada en primera persona, con operático brío, por su
ficticio protagonista, Maximilien
Aue, un ex oficial de las SS encargado
de eliminar millares de “indeseables”.
El tema, y especialmente
cuando sus principales personajes son funcionarios del Tercer Reich, gira en
torno al mal, ya sea la banalidad del mal, enunciada por Hannah Arendt, o el
mal como un ente absoluto.
Al comentar la última
novela de Amis, Joyce Carol Oates dijo en la revista The New Yorker que si bien en todas las épocas de la humanidad ha
existido crueldad e intentos por eliminar pueblos de la tierra (durante parte
del siglo diecinueve el ejército norteamericano se dedicó a regalar a los
indios mantas contaminadas de viruela) el siglo veinte facilitó el homicidio en
gran escala gracias a la tecnología. El filósofo Martin Heidegger, que como el
doctor Strangelove siempre se mostró al borde de la insania, comparaba la
mecanización agrícola con “la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas y
en los campos de exterminio”. Eichmann
también usaba una metáfora de la técnica moderna para explicar su participación
en el asesinato de seis millones de judíos. Él era apenas “un engranaje” en la
maquinaria de la muerte.
Es curioso cómo a medida
que el ser humano mata más gente, su responsabilidad disminuye. También eran
engranajes los pilotos, copilotos y tripulantes que dejaron caer bombas
atómicas en Hiroshima (80.000 muertos iniciales) y Nagasaki (40.000 muertos).
En realidad, en una
interesante vuelta de tuerca, tal vez los jerarcas nazis terminen siendo los
últimos asesinos en serie que debieron responder por sus actos.
En un excelente
documental de Errol Morris, The Fog of
War, el ex secretario de Defensa norteamericano Robert McNamara decía que tras los
bombardeos a las ciudades japonesas, el general Curtis LeMay le confesó: “Si
hubiéramos perdido la guerra, todos habríamos sido procesados como criminales
de guerra”. Y añadía McNamara: “Creo que tenía razón. El, y podría decir
también yo, nos estábamos comportando como criminales de guerra. LeMay aceptó
que lo que estaba haciendo sería considerado inmoral si su bando hubiera
perdido. Pero ¿qué es lo que convierte algo en inmoral cuando uno pierde y no
cuando gana?”
Leyendo los frondosos testimonios de
Eichmann, las excusas de criminales de guerra que lograron eludir la justicia,
como es el caso de Mengele, sorprende no la megalomanía sino la humildad.
Durante el proceso en Jerusalén, Eichmann era el perfecto burócrata. No se
ofendía por las acusaciones, no perdía la calma cuando el fiscal leía los
cargos, y siempre le buscaba cinco patas al gato a la hora de eludir la
responsabilidad.
En las revelaciones al
periodista nazi Willem Sassen, cuando aún vivía en Buenos Aires, solo se
conmovió al describir una escena en que vio cómo un grupo de judíos era
obligado a desnudarse antes de subir a un camión. Los prisioneros fueron
gaseados dentro del vehículo. Eichmann recordó luego que cuando de sus
ayudantes abrió la puerta trasera del camión, de su interior se deslizaron
cadáveres, “como peces lanzados desde una red”.
Al parecer, la
megalomanía se adecúa mejor al asesinato individual. Inclusive el asesino que
debe marchar al cadalso en muy escasas ocasiones exhibe cobardía. O intenta
disimularla. Tampoco las víctimas pierden la dignidad, como en los casos de los
periodistas James Foley o de Steven Sotloff, decapitados por milicianos
sunitas.
Eichmann, y los jerarcas
nazis, siempre insistieron en que se limitaban a acatar órdenes. Ni un solo
nazi aceptó la responsabilidad por las matanzas. Y el líder supremo, Adolf
Hitler, no necesitó formular excusas, pues nunca puso por escrito las órdenes
para eliminar a millones de sus congéneres, lo cual demuestra que en los
regímenes totalitarios basta con el
gesto para eliminar a los indeseables de esta tierra.
Es curioso cómo a medida que el ser humano mata más gente, su responsabilidad disminuye: Creo que fue Pepe Stalin quien dijo, "un muerto es una tragedia, 100.000 muertos es una estadística"
ResponderEliminarDaniel; excelente recordatorio. Por cierto, Stalin era un maestro a la hora de transformar a sus enemigos en estadísticas.
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