Mario Szichman
A trece años de los atentados contra las torres gemelas, un adelanto de mi novela La región vacía, inspirada en los acontecimientos de ese fatídico día.
Para Carmen Virginia
Carrillo.
Sin su
empecinamiento,
sin su brillante
edición,
esta novela
sencillamente
no existiría.
El periodista esperó con
paciencia a que Marcia volviera a revisar la fotografía. Cada familiar de algún
muerto parecía replegado en el día anterior, coexistiendo con fantasmas a
través de los cuales la vida fluía como en un desagüe roto.
—No estoy segura —dijo
Marcia finalmente—. Podría ser uno de mis hijos. Pero no estoy segura.
En la foto, un hombre
estaba cayendo de cabeza en una perfecta vertical. Marcia no podía decidir si
la foto era en blanco y negro, o en color. Aquello que no era blanco estaba formado
por nítidas sombras. Tampoco pudo decidir si el hombre ya estaba muerto.
—Esos pisos que aparecen
detrás de la figura… —dijo Marcia.
—Deben haber sido los
últimos pisos de la Torre Norte
—respondió el periodista. Tal vez el setenta y ocho o el setenta y
nueve.
—Parece una perfecta
zambullida —comentó Marcia, y enseguida se arrepintió de sus palabras. Sintió
ganas de reír. Desde la muerte de sus hijos, no pasaba día sin que algo le
causara risa, o le llenara los ojos de lágrimas, siempre por razones
inexplicables. Tosió para apaciguarse.
—En realidad, es apenas una foto en una
secuencia —dijo el periodista. Había algo rígido en sus movimientos. Algunas
escenas lo forzaban a mirar al suelo—. Hay doce fotos en total. Esta pose no se
repite en el resto.
—El rostro está oculto.
—En dos de las fotos el
hombre muestra el rostro hacia la cámara, pero tampoco hay mucho que ver —dijo
el periodista—. Algunos suponen que tenía una pequeña barba.
—Ninguno de mis hijos
usaba barba.
—No le podría asegurar que
el hombre tuviera barba. Tal vez la sombra hace suponer que tenía barba. En una
de las fotos su piel parece oscura, aunque puede haber sido un efecto del
viento, de la fuerza de gravedad. Han hecho pruebas con cadáveres en túneles de
viento. Son muy interesantes.
Marcia pensó que el
hombre había sido despachado hacia la muerte en esas centésimas de segundo
capturadas por la foto. Parecía engendrado por la mecánica. La parte derecha de
la torre estaba rayada por líneas verticales blanquecinas y grisáceas que
avanzaban hacia la parte izquierda hasta convertirlas en líneas agresivamente
blancas y negras. El hombre parecía desplomarse en el eje de esa composición,
en el centro exacto de una vertical línea blanca. Su pierna izquierda estaba
plegada, su zapato se apoyaba en el tobillo derecho.
—El fotógrafo debe ser un
gran artista —dijo Marcia—. Parece más preocupado por la simetría que por el
hombre cayendo. –Se arrepintió de su malignidad.
—Richards Drew. El
fotógrafo se llama Richards Drew —dijo el periodista. Tenía una forma extraña
de hablar, pensó Marcia, parecía haber memorizado las palabras—. Fotografió a
Robert Kennedy cuando lo asesinaron en Los Angeles. Fotografió a la viuda de
Kennedy cuando lo insultaba, exigiéndole que dejara de sacar fotografías de su
esposo muerto. Drew guarda en su casa la camisa ensangrentada de Robert
Kennedy, como un trofeo.
—Si al menos pudiese
saber qué ropas usaba el hombre de la foto —dijo la mujer.
—Una camisa, un pantalón.
Al parecer, en tonos oscuros —dijo el
periodista.
—Mis dos hijos usaban
camisas oscuras. Sus pantalones eran de color caqui.
— ¿Es posible entonces
que…? —Comenzó a preguntar el periodista en voz baja.
Marcia siguió contemplando la foto
con la pasión de un religioso que intenta descubrir algún artefacto sagrado en
medio de la trivialidad. El problema con esos hijos muertos era que amordazaban
los recuerdos de Marcia, le impedían pensar mal de ellos. La muerte los
condenaba a la inhumanidad. Cada uno de sus gestos parecía recopilado para que
aflorara el martirio. Algo había ocurrido antes de sus muertes que seguía
afligiendo a Marcia. Pensó en el rostro magullado de Mark, los días previos al
11 de septiembre. Sin su muerte, se habrían borrado esas señales. Ni siquiera
el recuerdo perduraría. Marcia hubiera dado el oro del mundo por ver alguna
foto de sus hijos aglomerados en la oficina de Cantor Fitzgerald junto con
decenas de sus compañeros. ¿Cómo había reaccionado Mark? ¿Qué objeto tendría
Gerald en su mano izquierda? ¿Estaría jugando con la cadena de su llavero? ¿La
habría trasmutado en un rosario?
Marcia había hallado los
planos de la oficina donde habían muerto sus hijos, emplazado a sus compañeros
en los lugares donde solían sentarse. Trabajaban en la zona de canje de
acciones ordinarias, en la parte sur del piso 104. Desde allí podían observar
la Estatua de la Libertad. Pero Mark le había dicho en su llamada final que en
ese momento podía ver el Empire State Building. Eso indicaba que se había
desplazado de su escritorio hacia el área de mercadeo de bonos, en la parte
este de la oficina. ¿En qué momento sus hijos se enteraron que iban a morir?
Los dos creían que una avioneta Cessna se había estrellado por equivocación
contra la Torre Norte. Estaban seguros de que en cualquier momento los
rescatarían. Les parecía un incidente menor.
Hubiera deseado encerrar
a sus hijos en una foto (una foto en blanco y negro, de grano grueso) y
compartir con ellos la observación de un objeto. Por ejemplo, una jarra repleta
de lápices. Podía ser Mark, o Gerald. ¿Todavía seguían existiendo jarras
repletas de lápices en una oficina repleta de computadoras? O tal vez el
cooler. Mark o Gerald sorprendidos por la cámara en el momento en que el cooler
soltaba una burbuja gigante. Alguien tendría que haber sacado una foto de sus
momentos postreros. Varios helicópteros habían sobrevolado los últimos pisos de
las torres antes del colapso, tal vez las cámaras de video estaban activadas.
Marcia sentía que la
verdad rondaba en torno a ella, estaba por decirle algo terrible al oído, y
luego se alejaba. Su oficio la marcaba. Pensaba de la misma manera en que
organizaba sus collages. Miró al periodista. Lo imaginaba flotando en una suspensión
coloidal. Sus hijos estaban sentados en un cuarto, cada uno columpiándose en su
propio mundo, para siempre.
Marcia le preguntó al
periodista si podía quedarse con la foto. Era un acto reflejo, una previsión
inútil, pero no estaba dispuesta a despedirse de sus muertos. Tal vez detrás
del hombre cayendo en una perfecta vertical se hallaba la oficina donde
trabajaban sus hijos. Quizás ampliando la foto podría verse el telón de fondo,
algún rostro en blanco y negro, granulado. Tal vez el de Mark. Por alguna razón
necesitaba que fuera el de Mark.
—Necesito esa foto —dijo
el periodista—. Tengo que seguir preguntando. Le puedo enviar una copia.
—¿Cómo encontró mi
nombre?
—Me encargaron que
revisara una lista de quienes trabajaban en Cantor Fitzgerald.
—Sí, allí trabajaban mis
hijos. Junto con más de seiscientas personas. ¿Piensa preguntarles a todos los
familiares?
—Mi lista es bastante
reducida. Esta persona debe tener unos veinticinco años. No había más de una
docena de personas de esa edad trabajando ese día en Cantor Fitzgerald.
—No sé —dijo Marcia—. No
parece ser la foto de ninguno de mis hijos.
Marcia intentó serenarse
antes de alzar la vista. Fingir era la pauta. Mostrar estoicismo era la norma.
Los familiares de las víctimas se saludaban cautelosos, cada uno detrás de sus
máscaras, intentando proteger un secreto. Nadie quería que violaran la
intimidad de sus muertos, descubrir hechos vergonzosos. La muerte siempre
sorprendía infraganti. Esos seres inanimados eran objetos de culto, estaban
protegidos por sobrevivientes rígidos, arrogantes como toda víctima, incapaces
de compartir recuerdos comunes. Habían sufrido, tenían derecho a ser
despiadados. Para ellos no existía un antes que explicara la solidaridad del
después. Creaban sus propias madrigueras para rechazar a los extraños. Un
vendaval los había desgajado de sus rutinas. ¿Qué solidaridad desata un
vendaval? ¿Qué existe antes de un vendaval?
Las enfermedades brindan
la oportunidad de una despedida, hasta el peor de los accidentes ofrece la ilusión
de que no hubo desamparo, pero en esta ocasión no existían protocolos. Todos
los canales por donde circula la muerte habían sido obliterados por el
vendaval. Era una tragedia urdida para no dejar resquicio a la esperanza.
El periodista movió la
cabeza y se levantó del sofá. —Seguiré indagando —dijo—. Lamento haberla
incomodado.
—En caso de que necesite
preguntarle algo más ¿tiene un teléfono donde pueda llamarlo?
El periodista extrajo una
tarjeta de un pequeño estuche de cuero, y escribió unos números con un
bolígrafo que brillaba en la parte superior, como si tuviera lentejuelas.
Marcia le pidió que se lo prestara. Diminutos diamantes se aglomeraban en la
cúpula del bolígrafo, fabricada con plástico transparente.
—Es el regalo de una
amiga —dijo el periodista.
—Me fascina todo lo que
tenga que ver con la escritura. No se imagina la cantidad de estilográficas que
tengo en mi escritorio —dijo Marcia revisando el bolígrafo, tratando de
descubrir cómo funcionaba—. Es que hago collages.
—Hay que hacer girar este
extremo —dijo el periodista haciendo emerger la punta. No parecía muy
interesado en el oficio de la mujer. Marcia tomó el bolígrafo y dibujó un
rostro en un anotador.
—Muy bello —dijo mientras
seguía haciendo trazos. Implantó en el rostro una boca muy gruesa.
El periodista aprovechó
para revisar algunos de los collages que Marcia había colgado en una pared de
la sala.
—No me diga que le gustan
—dijo Marcia.
—Leí en alguna parte que
eso es lo que diferencia a las mujeres de los hombres.
— ¿Los collages? También
los hombres hacen collages —dijo Marcia, y rió.
El periodista no la acompañó en la
risa.
—Inclusive la mujer más
fuerte se muestra débil a la hora de exhibir su talento —señaló el periodista—.
Por alguna razón necesita que le acaricien la cabeza. Eso es lo que diferencia
a las mujeres de los hombres.
—Con esos collages me
gano la vida. Y usted es un machista. Nunca vi un periodista con chaleco. Le
queda ridículo. ¿Piensa salir de safari?
—Hay muchas maneras de
ganarse la vida —explicó el periodista sin quitar la mirada de los collages—.
Más lucrativas y que exigen menos esfuerzos.
—Realmente no sé por qué
sigo haciendo collages. Es cierto, se gana más dinero haciendo diseño gráfico.
—Usted siente orgullo de
esos collages, por eso los pone en las paredes. ¿Quiénes están en esa foto?
—Mis hijos, Mark y
Gerald. Mark tenía en esa foto ocho años, y Gerald once.
Los niños sonreían sin convicción.
Estaban sentados en un muelle, al borde de un lago.
—No me gusta la sonrisa
de Mark.
—Gracias por el cumplido.
Mark siempre tuvo problemas.
—Pero Gerald no parecía
muy protector. Los hermanos mayores suelen ser protectores.
—Siempre estaba encerrado
en su mundo.
—Sus hijos no parecían
muy felices.
—Le aseguro que
disfrutaban del Lake George. Los llevaba todos los años de vacaciones. Y no voy
a caer en su trampa. No le voy a decir que cómo se atreve a criticar a mis
muertos.
—Me gusta más este
collage —le dijo el periodista señalando otro.
—Son los acantilados de
Étretat. Los pintaron Courbet y Monet. Algún día iré a Francia y los pintaré.
Es una promesa que les hice a mis hijos.
—Pero el mejor es este
—dijo el periodista señalando otro collage.
—Le robé la idea a Bacon.
Él hizo una pintura en homenaje a George Dyer, uno de sus amantes.
—Me gusta esa figura
desapareciendo por una puerta.
—Dyer se suicidó en la
habitación de un hotel en París, Bacon acababa de inaugurar una muestra muy
importante.
—Es el collage que más me
gusta.
—Nunca lo pude vender.
—Tendría que rebajar la
calidad —le propuso el periodista—. Es lo que hacía Scott Fitzgerald. Primero
escribía cuentos de calidad, y después los convertía en basura para poder
venderlos a las revistas.
— ¿Le gusta Scott
Fitzgerald?
—Nunca lo leí en mi vida,
pero averigüé que hacía eso. También recomendaba no arrojarles margaritas a los
cerdos.
—Prefiero morirme de
hambre antes que hacer eso.
—Estoy seguro que también escribe poesía.
—¿Me toma por una
solterona? ¿Cree que soy una candidata a un asilo? Crié dos hijos. He tenido
amantes. Sí, también escribo poesía.
—No veo que haya colgado
un solo poema en esta sala.
—Tengo otras
habitaciones, tengo un dormitorio. Hay muchos lugares donde podría haber puesto
mis poemas. He escrito tórridos poemas. A usted lo escandalizarían, basta ver
su chaleco. Un hombre que usa ese chaleco se escandaliza ante cualquier cosa.
Todos los poemas están en mi dormitorio. ¿Quiere verlos?
—Ahora me va a contar de
su cáncer de pecho.
—Usted no debe durar
mucho en sus trabajos.
—Le pido disculpas.
— ¿Se nota? Me hicieron
cirugía plástica. Pensé que no se notaba.
Marcia se puso de perfil para que el
periodista observara su pecho derecho.
—No, no se nota, y usted
no debería ser tan honesta.
—Gracias.
— ¿Este es el momento en
que puedo acariciarle el pecho?
— ¿Este es el momento en
que debo darle una bofetada?
El periodista suspiró.
— ¿Cómo hace sus
collages?
—Tengo una serie de
reglas —le dijo Marcia y le devolvió el bolígrafo. El periodista lo usó para
marcar un redondel en su tarjeta de visita. No tenía mucha destreza.
—¿Qué herramientas usa?
—¿Piensa hacerme un
reportaje? Aquellas que elijo por capricho. Nadie me obliga a recortar esas
figuras con tijeras dentadas. Las ensamblo usando Titebond, un pegamento para
madera. Nadie usa Titebond en mi oficio.
—Porque deja grumos y se
seca muy rápido.
—Sí, hay que usar una
espátula de madera para eliminarlos enseguida. ¿Cómo lo sabe?
—Trabajé como reportero
policial. Conozco la textura del Titebond. Lo usan para sellar la boca a los
soplones.
—Creí que era la única
usuaria de Titebond en Nueva York. Ha desaparecido de los estantes. Ahora lo
encargo a su planta de Columbus, termino pagando más por costos de envío que
por el producto.
—Vaya a New Jersey,
pruebe en Union City. Conseguirá Titebond en cualquier cerrajería. Pero pague
al contado. La policía puede rastrearla por su tarjeta de crédito. Ese
pegamento se usa con fines inconfesables. El tubo de dos onzas es el preferido
por los enforcers. Nunca compre tubos de dos onzas.
—Bueno, ahora quiero que
me acaricie la cabeza. ¿Ve talento en esos collages?
—No lo sé. —El periodista
le tendió su tarjeta—. El número de mi oficina es este —dijo señalando el
trabajoso redondel que había impreso en la cartulina—. Y el de mi apartamento
es este —añadió, subrayando los números
que había escrito con el bolígrafo. Tenía una escritura infantil.
—Jeremiah Richards. Nunca
oí hablar de usted.
—Nunca firmo mis
artículos.
— ¿Hay alguna hora en que
pueda llamarlo?
—Es muy difícil que me
encuentre en el apartamento. Pero siempre puede dejar un mensaje en la
contestadora… Uso este chaleco para hablar con los sobrevivientes. Se distraen,
se mueren por saber para qué lo uso, y así nunca se enfurecen cuando les hago
preguntas. Todos creen que cuando salgo de sus casas me voy de safari.
—No he colgado un solo
poema en mi dormitorio —le dijo Marcia.
—Es muy honesto de su
parte. Por ahora le presto el bolígrafo —dijo el periodista—. Llámeme cuando
decida devolverlo.
Ya llegaría el período de
la meditación, el inútil ensayo de acariciar rostros en tres dimensiones, el
inevitable momento del desengaño. Marcia se había resignado a rozar con sus
dedos fotos desacopladas de la tragedia, algunas en blanco y negro, otras en el
estridente color de la Polaroid. Sus hijos trascendían la muerte que les
aguardaba, la hacían trivial. Marcia se negaba a aceptar ese final, quería
atrapar sus miradas en los momentos postreros, cuando ya conocían el desenlace.
Durante una época, bastante antes de la muerte de sus hijos en la Torre Norte,
Marcia había visitado las colecciones de fotografía del Radcliffe College
empecinándose en los rostros inanimados. Numerosos fotógrafos, especialmente a
fines del siglo diecinueve, dedicaban casi tanto tiempo a retratar a los
muertos como a los vivos, pasaban horas ataviándolos para asignarles una
apariencia de vida.
Algunas madres
contemplaban la cámara con serenidad, exhibiendo a sus bebés muertos. A veces,
sus rostros afloraban junto a féretros que parecían de juguete. Había serenidad
en esos bebés que la cámara captaba con los ojos abiertos o cerrados, aunque
todos ellos parecían carecer de una vida previa. Nadie había podido domesticar
sus diminutos miembros para que perdieran la rigidez, o logrado que residieran
en una habitación con seres vivos. Sus figuras parecían suspendidas de
alambres, anidando en las intercaladas dimensiones de un collage, esos objetos
artísticos que Marcia había creado para ganarse la vida.
Marcia sabía que la
muerte no era una continuación de la vida. Cuando observaba esas imágenes de
solemnes difuntos se sentía abrumada por la impotencia, nunca por la aflicción.
Carecían de sorpresa, inclusive cuando la violencia encrespaba sus miembros o
indignaba sus bocas. Lo macabro parecía fingido, anticipaba el horror con
excesivas señales, era proclive al ridículo. Estaba preparada para esos cuerpos
rígidos, ese era justamente su trabajo, ensamblar rígidas figuras.
Sus collages se habían
convertido en una manera muy enervante de llevar el pan a la mesa. Seleccionaba
en revistas fotos de edificios, jardines, vestidos, esculturas, relojes
antiguos —nunca entendió muy bien su fascinación con los relojes antiguos— y
los pegaba en cartulinas donde generalmente ubicaba seres de sonrisas
desconcertadas, incómodos en su adustez.
La fotografía nunca
lograba convencer, la torpeza se instalaba en la pausa. Marcia también se había
impuesto sus reglas. Nadie la obligaba a recortar esas figuras con aserradas
tijeras, o a ensamblarlas usando Titebond. ¿Dejaría de emplear ese pegamento
porque lo usaban los enforcers?
No hay comentarios:
Publicar un comentario