Mario Szichman
Me críe en un hogar
judío, en Buenos Aires, y ya en la infancia aprendí que vivimos en un valle de
lágrimas. Recuerdo que un ex amigo, un escritor, me dijo en cierta ocasión que
la suya había sido “una infancia feliz”. Siempre pensé que solo los psicóticos
o los psicópatas tienen infancias felices (mi ex amigo, definitivamente, es un
psicópata, lo ha demostrado a través de una brillante carrera). Supongo que
todos tenemos experiencias similares a las de Charles Dickens o a las de George
Orwell. Y eso se agudiza cuando nuestro origen proviene de otro suelo. Mis
padres llegaron a la Argentina desde Polonia, a comienzos de la década del
treinta, otros familiares desde Rusia, y aquellos que no pudieron seguirlos
murieron en el curso de la segunda guerra mundial. No hubo sobrevivientes. (Mi Trilogía del Mar Dulce narra sus
avatares, pero en clave de humor.
Detesto los escritores que se retuercen las manos de sufrimiento lamentando
tragedias pasadas).
Mi padre, un relojero muy
erudito, que se sentía muy culpable por los familiares que no pudo rescatar de
Europa, estaba más pendiente del mundo judío, que de su entorno argentino. Y
dos episodios, uno ocurrido durante la segunda guerra mundial, el otro en
vísperas de la primera, marcaron su vida: el tren de Katsner, y el juicio a
Mendel Beilis.
El 30 de junio de 1944,
un tren constituido por treinta y cinco vagones de ganado abandonó Budapest.
Eso ocurrió en las postrimerías de la ocupación de Hungría por los alemanes. En
su interior viajaban mil seiscientos judíos rumbo a Suiza y a la libertad. El
tren fue bautizado así en recuerdo de Rudolf Kastner, un dirigente de la
comunidad judía húngara que negoció con Adolf Eichmann la liberación de mil
seiscientos judíos a cambio de la entrega a los nazis de dinero, oro, diamantes
y cuadros. Mientras el tren de Kastner viajaba a Suiza, fueron deportados al
campo de concentración de Auschwitz más de cuatrocientos mil judíos. De ellos,
la mayoría murió en la cámara de gases. Luego, durante el juicio de Nuremberg
contra los jerarcas nazis, Kastner declaró en favor del coronel de las SS Kurt
Becher, uno de los involucrados con Eichmann en el envío del tren a Suiza.
Tras la declaración del
estado de Israel, Kastner se convirtió en funcionario público. Su último cargo
fue el de vocero del ministerio de Comercio e Industria. En 1953 el periodista
Malchiel Gruenwald lo acusó de ser un colaborador nazi. Kastner entabló una
demanda por calumnias contra Gruenwald, y allí comenzó su infierno cotidiano. Emergió
a la luz no solo el rol desempeñado para salvar a Becher, un criminal de
guerra, sino también que en el tren habían viajado todos los miembros de su
familia, así como centenares de personas de su pueblo natal. Y durante ese
lapso, nada hizo Kastner para alertar a la comunidad judía de Hungría sobre la
campaña de exterminio que Eichmann se disponía a lanzar.
Al concluir el proceso,
el juez Benjamin Halevi declaró que Kastner había “vendido su alma al demonio”.
En 1957, fue asesinado por un comando israelí cuando se disponía a ingresar a
su vivienda en Tel Aviv. Sus asesinos, miembros de un grupo derechista,
salieron en libertad luego de siete años en la cárcel, y muchos los
consideraron héroes.
Los dilemas que enfrentó
Kastner son suficientes para afectar la vida de media docena de personajes de
Dostoievski. Sí, vendió el alma al demonio. ¿Cuáles eran las alternativas? No
estaba negociando en igualdad de condiciones. Eichmann le puso un revólver en
la cabeza. Me pongo en el lugar de Katsner. Si me hubieran dado a elegir entre
salvar a mi familia y salvar a desconocidos, no hubiera dudado un momento en
salvar a mi familia. Otra alternativa, obviamente, es que Kastner se hubiera
sumado a la resistencia judía, pues hubo resistencia judía en los territorios
ocupados por los nazis, y él conocía a algunos de sus dirigentes. En cambio,
optó por negociar con un asesino. Fue, en cierto modo, un chivo expiatorio.
Pues no actuó solo en sus negociaciones con los nazis.
BEBIENDO LA SANGRE DE LOS NIÑOS
El juicio a Mendel Beilis
es de una índole muy diferente.
En la primavera de 1911,
en Kiev, entonces una ciudad rusa (actualmente capital de Ucrania) apareció
asesinado un niño de 13 años, Andrei Yushchinsky. Su cadáver había sido
totalmente vaciado de su sangre. Poco después, las autoridades rusas detuvieron
en una fábrica al judío Mendel Beilis, de 39 años de edad, y lo acusaron de
matar a Yushchinsky con el propósito de usar su sangre en la fabricación del
matzo, el pan ázimo.
La fiscalía no tenía evidencia física
alguna de que Beilis hubiera sido el asesino. Tampoco encontró un solo testigo
que lo identificara como el sospechoso de barba negra que en una ocasión había
sido visto desalojando al niño y a sus compañeros de los predios de la fábrica
donde trabajaba, pero existía una certeza: Beilis era judío, trabajaba cerca
del sitio donde se había cometido el asesinato y, como bien se sabía, los
judíos usaban la sangre de niños cristianos para fabricar el pan ázimo.
Entre el arresto de
Beilis y el comienzo de su proceso pasaron veintiocho meses. Todo era tan
absurdo y tan grotesco, que el lapso transcurrido permitió a famosos
intelectuales europeos como Thomas Mann, H.G. Wells, Arthur Conan Doyle y
Anatole France, entre otros, lanzar una campaña internacional de prensa
denunciando el proceso como una caza de brujas.
El corresponsal del Times
de Londres en Kiev señaló en un despacho: “¿Quién iba a pensar que en el siglo
veinte un tribunal discutiría con toda solemnidad la magia negra, Moloch, o lo
que hizo Juliano el Apóstata, o si los judíos beben la sangre de los cristianos
por odio o para enfrentar una maldición divina en su anatomía (la circuncisión)
o para protegerse de la posibilidad de que Cristo haya sido realmente el
Mesías?”
El proceso mostró, entre
bastidores, lo que el principal abogado de la defensa, Oskar Gruzenberg, señaló en sus memorias: “En el caso Beilis el
régimen zarista cometió un suicidio moral”.
Este año han sido
publicados en inglés dos libros sobre el caso de Mendel Beilis: Blood Libel in Late Imperial Russia, de
Robert Weinberg (Indiana University Press, Indiana, EE.UU.) y A Child of Christian Blood de Edmund Levin (Shocken Books, Nueva York).
“Blood libel,” calumnia
del crimen ritual, es una fábula surgida en Europa, posiblemente en el siglo
XII de nuestra era, acusando a los judíos de emplear sangre de niños para
fabricar el matzo.
Levin dice en su libro
que el zar Nicolás Segundo estaba aterrado del “poder judío”. Durante su
mandato emitió unos mil cuatrocientos estatutos y regulaciones limitando los
sitios donde los judíos podían vivir, las profesiones que podían elegir, las
escuelas que podían atender. En los primeros años del siglo veinte Las
Centurias Negras, grupos de choque zarista, asesinaron y dejaron lisiados en
pogroms a centenares de judíos.
El autor dice que el caso
Beilis “ilumina de manera poderosa el capítulo final de la dinastía Romanov.
Los rusos estaban angustiados por la sensación de que el mundo se estaba
desintegrando. Compartían la intuición de un desastre, aunque ignoraban su
carácter. El caso Beilis alimentó esa angustia. A través de todo el espectro
político existían señales de un régimen a punto del derrumbe”.
Tan desacertados no se
hallaban. Escasos años después, la Revolución Bolchevique acabó con el zarismo.
Hay algo muy interesante
en el caso de Beilis, pese a la presión del zar y de sus ministros más
reaccionarios, fue absuelto de todos los cargos. Un tribunal ruso dijo que tal
vez había sido cometido un asesinato ritual, pero Beilis no lo había
perpetrado. Poco después Beilis abandonó Rusia, primero hacia Palestina, y
luego hacia Estados Unidos. Su último trabajo, en Nueva York, fue el de agente
de seguros. Falleció en 1934 y más de 4.000 dolientes atendieron su funeral. Un
año antes Adolf Hitler había llegado al poder en Alemania, dispuesto a
implementar la solución final del problema judío.
EL PODER ABSOLUTO
El caso Beilis es
ejemplar, como lo es el caso Dreyfus, porque la justicia triunfó, y todos
anhelamos un final feliz. El capitán Alfred Dreyfus, un francés de origen
judío, fue acusado en 1894 de pasar secretos al gobierno alemán. Tras su
degradación fue enviado a la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa.
Posterioremente, cuando nombraron al teniente coronel Marie Georges Picquart
como jefe de la inteligencia military de Francia, éste descubrió que el
verdadero traidor era el mayor Ferdinand Walsin Esterhazy. Al principio el
ejército intentó silenciar a Picquart y lo envió a una remota guarnición en
Túnez, en esa época colonia de Francia. Recibió las mismas calumnias que
Dreyfus, pero finalmente la justicia triunfó, en parte gracias a una vigorosa
campaña de denuncias del escritor Emile Zola, y de otros famosos intelectuales
franceses. Tanto Dreyfus como Picquart fueron plenamente rehabilitados.
UN FINAL DESDICHADO
El 2 de julio de 2011
Rory Carroll, corresponsal en Caracas del periódico The Observer en Caracas, entrevistó al intelectual norteamericano Noam
Chomsky, uno de los próceres de la izquierda intelectual norteamericana, y le
formuló algunas preguntas sobre el gobierno de Hugo Chávez Frías, quien todavía
estaba vivo. Chomsky, vastamente elogiado por Chávez, dijo a Carroll que el
jefe de estado venezolano había amasado excesivo poder y lanzado “un asalto”
contra la democracia en Venezuela. En el curso de la entrevista y
posteriormente en una carta abierta publicada en la misma edición del matutino,
el intelectual estadounidense denunció la situación de la jueza María Lourdes
Afiuni, en esa época presa por orden de Chávez. Indicó que había “sufrido
bastante. Ha estado sometida a actos de violencia y humillación que socavan la
dignidad humana. Estoy convencido de que debe ser puesta en libertad”. También
dijo que era “impropio que el ejecutivo (el presidente Chávez) intervenga e
imponga una pena de cárcel sin un proceso”. Expresó dudas de que Afiuni pudiese
recibir “un juicio justo”, pues existía en Venezuela “una atmósfera de
intimidación o escasas ganas de analizar el caso con seriedad”. Una
demostración era que ningún magistrado había salido en defensa de la jueza.
Afiuni fue puesta en
libertad el 14 de junio de 2013, luego de tres años y medio en prisión o bajo
arresto domiciliario. Fue detenida el 10 de diciembre de 2009 tras otorgar la
libertad condicional al empresario Eligio Cedeño, acusado de presunta
corrupción en el manejo de dólares regulados.
La jueza dijo que Cedeño
había estado bajo custodia por un período más prolongado que el permitido por
la justicia venezolana, y que su dictamen acataba la recomendación de la
comisión de derechos humanos de las Naciones Unidas.
Los días 11 y 21 de
diciembre de 2009, el presidente Chávez aludió a la jueza en dos cadenas de
radio y televisión. En la primera la calificó de “bandida” y reclamó para ella
30 años de cárcel. En la segunda se congratuló de su arresto con las palabras:
“Estás bien presa, comadre”.
Chomsky dijo a The Observer que Afiuni “tuvo mi
simpatía y solidaridad desde el comienzo. La manera en que fue detenida, las
condiciones inadecuadas de su encarcelamiento, el tratamiento degradante que
sufrió en el Instituto Nacional de Orientación Femenina, la dramática erosión
de su salud y la crueldad desplegada contra ella, todo debidamente documentado,
me dejó muy preocupado acerca de su bienestar físico y psicológico, así como
sobre su seguridad personal”. (Chomsky declaró luego a un bloguero que la
entrevista de Carroll había sido “deshonesta” y “engañosa”, por lo que el 4 de
julio de 2011 The Observer publicó la
transcripción completa del reportaje, y Chomsky tuvo que guardarse la lengua en
el bolsillo).
Pienso que el caso de la
jueza Afiuni muestra una vez más, como los de Beilis o Dreyfus, la figura del
chivo expiatorio como emblema del poder enfermo, pues frena la discrepancia,
silencia la crítica, autoriza el ejercicio de la arbitrariedad.
En épocas de crisis, de
convulsiones políticas, de inestabilidad, uno de los recursos del poder es
convertir a un individuo o a una colectividad en un cordero para el sacrificio.
El mal deja de estar adentro, y se ubica afuera. Los causantes de la escasez de
alimentos, del deterioro en las condiciones sanitarias, del aumento de la
criminalidad, de la inflación, son ubicuos entes foráneos o de vocación
opositora. Su propósito consiste en simbolizar el mal. Una vez eliminada la
fuente del contagio, el país, la colectividad, emergerán victoriosas, y volverá
a reinar la prosperidad y la abundancia.
Lamentablemente, el final feliz nunca llega. El único final feliz que
aceptan los seres humanos, sin importar las privaciones y desdichas, es el
triunfo de la justicia.
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