domingo, 28 de septiembre de 2014

Los chivos expiatorios



Mario Szichman


Me críe en un hogar judío, en Buenos Aires, y ya en la infancia aprendí que vivimos en un valle de lágrimas. Recuerdo que un ex amigo, un escritor, me dijo en cierta ocasión que la suya había sido “una infancia feliz”. Siempre pensé que solo los psicóticos o los psicópatas tienen infancias felices (mi ex amigo, definitivamente, es un psicópata, lo ha demostrado a través de una brillante carrera). Supongo que todos tenemos experiencias similares a las de Charles Dickens o a las de George Orwell. Y eso se agudiza cuando nuestro origen proviene de otro suelo. Mis padres llegaron a la Argentina desde Polonia, a comienzos de la década del treinta, otros familiares desde Rusia, y aquellos que no pudieron seguirlos murieron en el curso de la segunda guerra mundial. No hubo sobrevivientes. (Mi Trilogía del Mar Dulce narra sus avatares,  pero en clave de humor. Detesto los escritores que se retuercen las manos de sufrimiento lamentando tragedias pasadas).  
Mi padre, un relojero muy erudito, que se sentía muy culpable por los familiares que no pudo rescatar de Europa, estaba más pendiente del mundo judío, que de su entorno argentino. Y dos episodios, uno ocurrido durante la segunda guerra mundial, el otro en vísperas de la primera, marcaron su vida: el tren de Katsner, y el juicio a Mendel Beilis.
El 30 de junio de 1944, un tren constituido por treinta y cinco vagones de ganado abandonó Budapest. Eso ocurrió en las postrimerías de la ocupación de Hungría por los alemanes. En su interior viajaban mil seiscientos judíos rumbo a Suiza y a la libertad. El tren fue bautizado así en recuerdo de Rudolf Kastner, un dirigente de la comunidad judía húngara que negoció con Adolf Eichmann la liberación de mil seiscientos judíos a cambio de la entrega a los nazis de dinero, oro, diamantes y cuadros. Mientras el tren de Kastner viajaba a Suiza, fueron deportados al campo de concentración de Auschwitz más de cuatrocientos mil judíos. De ellos, la mayoría murió en la cámara de gases. Luego, durante el juicio de Nuremberg contra los jerarcas nazis, Kastner declaró en favor del coronel de las SS Kurt Becher, uno de los involucrados con Eichmann en el envío del tren a Suiza.
Tras la declaración del estado de Israel, Kastner se convirtió en funcionario público. Su último cargo fue el de vocero del ministerio de Comercio e Industria. En 1953 el periodista Malchiel Gruenwald lo acusó de ser un colaborador nazi. Kastner entabló una demanda por calumnias contra Gruenwald, y allí comenzó su infierno cotidiano. Emergió a la luz no solo el rol desempeñado para salvar a Becher, un criminal de guerra, sino también que en el tren habían viajado todos los miembros de su familia, así como centenares de personas de su pueblo natal. Y durante ese lapso, nada hizo Kastner para alertar a la comunidad judía de Hungría sobre la campaña de exterminio que Eichmann se disponía a lanzar.   
Al concluir el proceso, el juez Benjamin Halevi declaró que Kastner había “vendido su alma al demonio”. En 1957, fue asesinado por un comando israelí cuando se disponía a ingresar a su vivienda en Tel Aviv. Sus asesinos, miembros de un grupo derechista, salieron en libertad luego de siete años en la cárcel, y muchos los consideraron héroes.
Los dilemas que enfrentó Kastner son suficientes para afectar la vida de media docena de personajes de Dostoievski. Sí, vendió el alma al demonio. ¿Cuáles eran las alternativas? No estaba negociando en igualdad de condiciones. Eichmann le puso un revólver en la cabeza. Me pongo en el lugar de Katsner. Si me hubieran dado a elegir entre salvar a mi familia y salvar a desconocidos, no hubiera dudado un momento en salvar a mi familia. Otra alternativa, obviamente, es que Kastner se hubiera sumado a la resistencia judía, pues hubo resistencia judía en los territorios ocupados por los nazis, y él conocía a algunos de sus dirigentes. En cambio, optó por negociar con un asesino. Fue, en cierto modo, un chivo expiatorio. Pues no actuó solo en sus negociaciones con los nazis.

BEBIENDO LA SANGRE DE LOS NIÑOS

El juicio a Mendel Beilis es de una índole muy diferente.  
En la primavera de 1911, en Kiev, entonces una ciudad rusa (actualmente capital de Ucrania) apareció asesinado un niño de 13 años, Andrei Yushchinsky. Su cadáver había sido totalmente vaciado de su sangre. Poco después, las autoridades rusas detuvieron en una fábrica al judío Mendel Beilis, de 39 años de edad, y lo acusaron de matar a Yushchinsky con el propósito de usar su sangre en la fabricación del matzo, el pan ázimo.
       La fiscalía no tenía evidencia física alguna de que Beilis hubiera sido el asesino. Tampoco encontró un solo testigo que lo identificara como el sospechoso de barba negra que en una ocasión había sido visto desalojando al niño y a sus compañeros de los predios de la fábrica donde trabajaba, pero existía una certeza: Beilis era judío, trabajaba cerca del sitio donde se había cometido el asesinato y, como bien se sabía, los judíos usaban la sangre de niños cristianos para fabricar el pan ázimo.  
Entre el arresto de Beilis y el comienzo de su proceso pasaron veintiocho meses. Todo era tan absurdo y tan grotesco, que el lapso transcurrido permitió a famosos intelectuales europeos como Thomas Mann, H.G. Wells, Arthur Conan Doyle y Anatole France, entre otros, lanzar una campaña internacional de prensa denunciando el proceso como una caza de brujas.
El corresponsal del Times de Londres en Kiev señaló en un despacho: “¿Quién iba a pensar que en el siglo veinte un tribunal discutiría con toda solemnidad la magia negra, Moloch, o lo que hizo Juliano el Apóstata, o si los judíos beben la sangre de los cristianos por odio o para enfrentar una maldición divina en su anatomía (la circuncisión) o para protegerse de la posibilidad de que Cristo haya sido realmente el Mesías?”
El proceso mostró, entre bastidores, lo que el principal abogado de la defensa, Oskar Gruzenberg,  señaló en sus memorias: “En el caso Beilis el régimen zarista cometió un suicidio moral”.
Este año han sido publicados en inglés dos libros sobre el caso de Mendel Beilis: Blood Libel in Late Imperial Russia, de Robert Weinberg (Indiana University Press, Indiana, EE.UU.) y A Child of Christian Blood  de Edmund Levin (Shocken Books, Nueva York).  
“Blood libel,” calumnia del crimen ritual, es una fábula surgida en Europa, posiblemente en el siglo XII de nuestra era, acusando a los judíos de emplear sangre de niños para fabricar el matzo.  
Levin dice en su libro que el zar Nicolás Segundo estaba aterrado del “poder judío”. Durante su mandato emitió unos mil cuatrocientos estatutos y regulaciones limitando los sitios donde los judíos podían vivir, las profesiones que podían elegir, las escuelas que podían atender. En los primeros años del siglo veinte Las Centurias Negras, grupos de choque zarista, asesinaron y dejaron lisiados en pogroms a centenares de judíos.
El autor dice que el caso Beilis “ilumina de manera poderosa el capítulo final de la dinastía Romanov. Los rusos estaban angustiados por la sensación de que el mundo se estaba desintegrando. Compartían la intuición de un desastre, aunque ignoraban su carácter. El caso Beilis alimentó esa angustia. A través de todo el espectro político existían señales de un régimen a punto del derrumbe”. 
Tan desacertados no se hallaban. Escasos años después, la Revolución Bolchevique acabó con el zarismo.
Hay algo muy interesante en el caso de Beilis, pese a la presión del zar y de sus ministros más reaccionarios, fue absuelto de todos los cargos. Un tribunal ruso dijo que tal vez había sido cometido un asesinato ritual, pero Beilis no lo había perpetrado. Poco después Beilis abandonó Rusia, primero hacia Palestina, y luego hacia Estados Unidos. Su último trabajo, en Nueva York, fue el de agente de seguros. Falleció en 1934 y más de 4.000 dolientes atendieron su funeral. Un año antes Adolf Hitler había llegado al poder en Alemania, dispuesto a implementar la solución final del problema judío.

EL PODER ABSOLUTO

El caso Beilis es ejemplar, como lo es el caso Dreyfus, porque la justicia triunfó, y todos anhelamos un final feliz. El capitán Alfred Dreyfus, un francés de origen judío, fue acusado en 1894 de pasar secretos al gobierno alemán. Tras su degradación fue enviado a la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. Posterioremente, cuando nombraron al teniente coronel Marie Georges Picquart como jefe de la inteligencia military de Francia, éste descubrió que el verdadero traidor era el mayor Ferdinand Walsin Esterhazy. Al principio el ejército intentó silenciar a Picquart y lo envió a una remota guarnición en Túnez, en esa época colonia de Francia. Recibió las mismas calumnias que Dreyfus, pero finalmente la justicia triunfó, en parte gracias a una vigorosa campaña de denuncias del escritor Emile Zola, y de otros famosos intelectuales franceses. Tanto Dreyfus como Picquart fueron plenamente rehabilitados.

UN FINAL DESDICHADO

El 2 de julio de 2011 Rory Carroll, corresponsal en Caracas del periódico The Observer en Caracas,  entrevistó al intelectual norteamericano Noam Chomsky, uno de los próceres de la izquierda intelectual norteamericana, y le formuló algunas preguntas sobre el gobierno de Hugo Chávez Frías, quien todavía estaba vivo. Chomsky, vastamente elogiado por Chávez, dijo a Carroll que el jefe de estado venezolano había amasado excesivo poder y lanzado “un asalto” contra la democracia en Venezuela. En el curso de la entrevista y posteriormente en una carta abierta publicada en la misma edición del matutino, el intelectual estadounidense denunció la situación de la jueza María Lourdes Afiuni, en esa época presa por orden de Chávez. Indicó que había “sufrido bastante. Ha estado sometida a actos de violencia y humillación que socavan la dignidad humana. Estoy convencido de que debe ser puesta en libertad”. También dijo que era “impropio que el ejecutivo (el presidente Chávez) intervenga e imponga una pena de cárcel sin un proceso”. Expresó dudas de que Afiuni pudiese recibir “un juicio justo”, pues existía en Venezuela “una atmósfera de intimidación o escasas ganas de analizar el caso con seriedad”. Una demostración era que ningún magistrado había salido en defensa de la jueza.
Afiuni fue puesta en libertad el 14 de junio de 2013, luego de tres años y medio en prisión o bajo arresto domiciliario. Fue detenida el 10 de diciembre de 2009 tras otorgar la libertad condicional al empresario Eligio Cedeño, acusado de presunta corrupción en el manejo de dólares regulados.
La jueza dijo que Cedeño había estado bajo custodia por un período más prolongado que el permitido por la justicia venezolana, y que su dictamen acataba la recomendación de la comisión de derechos humanos de las Naciones Unidas.  
Los días 11 y 21 de diciembre de 2009, el presidente Chávez aludió a la jueza en dos cadenas de radio y televisión. En la primera la calificó de “bandida” y reclamó para ella 30 años de cárcel. En la segunda se congratuló de su arresto con las palabras: “Estás bien presa, comadre”.
Chomsky dijo a The Observer que Afiuni “tuvo mi simpatía y solidaridad desde el comienzo. La manera en que fue detenida, las condiciones inadecuadas de su encarcelamiento, el tratamiento degradante que sufrió en el Instituto Nacional de Orientación Femenina, la dramática erosión de su salud y la crueldad desplegada contra ella, todo debidamente documentado, me dejó muy preocupado acerca de su bienestar físico y psicológico, así como sobre su seguridad personal”. (Chomsky declaró luego a un bloguero que la entrevista de Carroll había sido “deshonesta” y “engañosa”, por lo que el 4 de julio de 2011 The Observer publicó la transcripción completa del reportaje, y Chomsky tuvo que guardarse la lengua en el bolsillo).
Pienso que el caso de la jueza Afiuni muestra una vez más, como los de Beilis o Dreyfus, la figura del chivo expiatorio como emblema del poder enfermo, pues frena la discrepancia, silencia la crítica, autoriza el ejercicio de la arbitrariedad.
En épocas de crisis, de convulsiones políticas, de inestabilidad, uno de los recursos del poder es convertir a un individuo o a una colectividad en un cordero para el sacrificio. El mal deja de estar adentro, y se ubica afuera. Los causantes de la escasez de alimentos, del deterioro en las condiciones sanitarias, del aumento de la criminalidad, de la inflación, son ubicuos entes foráneos o de vocación opositora. Su propósito consiste en simbolizar el mal. Una vez eliminada la fuente del contagio, el país, la colectividad, emergerán victoriosas, y volverá a reinar la prosperidad y la abundancia.  Lamentablemente, el final feliz nunca llega. El único final feliz que aceptan los seres humanos, sin importar las privaciones y desdichas, es el triunfo de la justicia.


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