Mario Szichman
Carlos Andrés Pérez
Estoy escribiendo un libro de non fiction sobre Venezuela que tiene
como protagonista a una de las mentes más claras que ha dado ese país, y que ha
sido testigo privilegiado de los principales acontecimientos de la Cuarta
República y de la República Bolivariana, como político y embajador.
Ahora vive exiliado en Nueva York, un
galardón reservado a escasos políticos opositores. La gran mayoría de ellos,
excepto quienes están presos, han logrado participar de las migajas del festín.
Desde hace más de un año, nos reunimos
puntualmente una vez por semana, grabador de por medio, para recordar episodios
registrados durante la Cuarta República, en la década del setenta, y
confrontarlos con lo que viene ocurriendo desde que llegó al poder
en 1999, y escribió un riguroso libreto que podría titularse “Cómo destruir a
un país”.
Pero es muy fácil ejercitar la rutina
de “la culpa la tiene siempre el otro”. Un país no se derrumba en veinte años
de la manera en que se derrumbó Venezuela, que sigue contando con las reservas
de crudo más grandes del mundo, si sus cimientos no hubiesen sido previamente
socavados.
Abundan los regímenes autocráticos,
pero no todos han corrido igual suerte. En las peores épocas de la dictadura y
la represión de Saddam Hussein, la industria petrolera iraquí seguía siendo un
modelo de buena administración. En realidad, la mayoría de los gobiernos de
países miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo –muchos
de ellos satrapías– han logrado portarse
bien cuando se trata de cuidar la gallina de los huevos de oro. Y eso incluye a
algunos sumergidos en la guerra civil.
Pero Venezuela se ha hundido completa,
como el Titanic, y ni siquiera PDVSA,
Petróleos de Venezuela, puede exhibirse como un ejemplo. Por el contrario, tras
ser una de las empresas internacionales mejor administradas durante la Cuarta
República, es hoy una ruina, que ha reducido su producción de más de tres millones
de barriles diarios de crudo, a 1,6 millones de barriles.
EN BUSCA DE LOS ORÍGENES
Llegué a Venezuela durante la Cuarta
República. La primera vez, en 1967, tras ser licenciado del servicio militar en
la Argentina. Por cierto contribuí, con mi modesto esfuerzo, al derrocamiento
del presidente constitucional Arturo Illia, quien fue reemplazado por el
general Juan Carlos Onganía. Eso fue el preludio a una serie de regímenes
militares, que dio lugar al surgimiento de grupos guerrilleros, seguido de la
aparición de grupos de exterminio como la Triple A. Luego Juan Perón retornó al
poder, en 1973, teniendo como compañera de fórmula a su esposa Isabel Martínez.
Fueron tres años de caos.
Perón falleció en 1974, su esposa fue
derrocada en 1976, y el general Jorge Rafael Videla asumió un triunvirato
militar, secundado por un brigadier de la aviación y un almirante de la armada,
que institucionalizaron la figura del “desaparecido”.
Entre 8.900 y 30.000 personas fueron
secuestradas y asesinadas hasta 1983, cuando los militares decidieron invadir
el territorio irredento de Las Malvinas y fueron desalojados por el león
inglés, que ellos consideraban viejo y apolillado.
Pasé los primeros años de la década
del setenta en la Argentina, y retorné a Caracas en 1975. Al lado de Buenos
Aires, Caracas era en esa época el paraíso. Mientras la inflación se devoraba
los ahorros de los trabajadores argentinos, en Venezuela el dólar se mantenía
impertérrito a 4,3 bolívares. Abundaba el trabajo, se podía ahorrar lo
suficiente para poder comprarse un automóvil, y aunque los alquileres eran
horrendamente caros, resultaba posible pagarlos. Y la clase media estaba en
condiciones de ahorrar, y salir de vacaciones. Miami era un destino común para
muchas personas de clase media.
Durante un año, fui profesor de
literatura en la Universidad Católica Andrés Bello. Creo que había 26 alumnas y
un alumno. No eran seres muy brillantes, ni tampoco muy atentos a los que les
decía el profesor. Una alumna me dijo un día: “Mire profesor, a mí lo que me
interesa es conseguir una educacioncita
antes de que pueda conseguir un buen marido”.
Pero algo más interesante me comentó
otra alumna, que por cierto, era muy estudiosa. Me dijo que había viajado con
su esposo a Miami para comprar toallas de baño. Cuando retornaron al hogar,
descubrieron que las toallas no combinaban con los azulejos del baño. ¿Qué
hubiera hecho una pareja sensata? Adquirir toallas que combinaran con los
azulejos. Pero no en la Venezuela Saudita. Por lo tanto, al siguiente fin de
semana, la pareja viajó a Miami para comprar azulejos que combinaran con las
toallas.
EL REINO DEL REVÉS
Es obvio que alguien inculcó en los
venezolanos de clase media la idea de que el dinero era inagotable, y todo
exceso posible. Era imposible inculcarles similar visión de la vida a los
pobres, que constituían el 70 por ciento de la población, y cuyos ingresos eran
magros.
En Caracas, los ranchos se
multiplicaban en los cerros. Pero la clase política, excepto por algunos gestos
dadivosos en épocas preelectorales, creía que los únicos seres humanos eran los
habitantes del valle.
Había otro problema: Venezuela era una
partidocracia. Si usted era adeco, simpatizante de Acción Democrática, podía
vivir sin trabajar. Los quince y primero de cada mes, se dirigía a la oficina
de la empresa donde supuestamente trabajaba, cobraba su cheque, y podía
continuar gozando del dolce far niente. Y
lo mismo si era copeyano, miembro del partido Socialcristiano Copei.
Experimenté en carne propia ese apartheid político. Yo había conseguido
trabajo en un canal de televisión, en la época en que gobernaban los adecos.
Cuando triunfó el líder de Copei, Rafael Caldera, en las elecciones de 1969,
todos los trabajadores del canal de televisión fuimos convocados a la sala de
conferencias. Y era necesaria esa sala de conferencias, porque en tanto los
verdaderos trabajadores del canal debían sumar una treintena, en la sala de
conferencias se habían congregado unos doscientos, que nunca había visto en mi
vida. Esos eran los empleados invisibles que iban a cobrar su cheque cada
quincena. Por supuesto, como yo había ingresado durante la administración
adeca, fui echado del trabajo, aunque nadie se quejó nunca de mis labores.
La partidocracia fue uno de los
elementos que contribuyó a hundir la Cuarta República. Si lo más importante no
era trabajar, sino contar con un carnet del partido, e ir a votar por el candidato
oficialista, ¿cómo podía progresar un país, a pesar de contar con una fabulosa
renta petrolera? ¿Qué incentivos existían para trabajar?
El dirigente político, ensayista y
escritor Domingo Alberto Rangel, solía señalar que los chavistas eran “adecos,
pero a lo bestia”. Copiaron todas las malas costumbres de la Cuarta República,
y las multiplicaron. La lealtad a una agrupación política era más importante
que sentir orgullo por el trabajo realizado.
A comienzos del siglo XXI, hubo una
importante huelga petrolera contra el régimen de Hugo Chávez. ¿Qué hizo Chávez?
Despidió a 20.000 técnicos y empleados, que adversaban su régimen, y los
reemplazó con más de 100.000 leales a su gobierno. Fue el comienzo del colapso
de . La gran mayoría de los despedidos consiguieron trabajo en varios
países, gracias a sus grandes calificaciones. En cuanto a los 100.000 que los
reemplazaron, han contribuido decisivamente a la destrucción de la empresa.
Hoy, Venezuela es un país en avanzado
proceso de destrucción. Nadie sabe con exactitud cuántos venezolanos han optado por la diáspora. Algunos dan la
cifra de dos millones, otros la duplican. Pero lo cierto es que Venezuela se ha
quedado sin sus personas más trabajadoras o más talentosas. La pobreza ha
crecido de manera exponencial, las posibilidades de sobrevivir disminuyen.
Escasean las medicinas y alimentos, el gobierno de Nicolás Maduro arroja
mendrugos disfrazados de bolsas CLAP, a los más pobres. Pero eso sí, deben
mostrar previamente su carnet de la patria, que los acredita como chavistas.
No creo que exista otro país de
América Latina que haya pasado una experiencia similar a la de Venezuela. Dudo
inclusive que pueblos asolados por la guerra civil, sufran tanta ruina, tanta
destrucción, como Venezuela.
¿Cómo se ha llegado a esa situación?
Se pueden buscar muchos culpables, y obviamente, el principal es el chavismo.
Pero la oposición no se ha destacado por su criterio ni por su táctica. Sus
dirigentes prefieren mirar para otro lado. Con escasas excepciones, optan por
ser cómplices del régimen.
¿Se podrá detener algún día esa
catástrofe? Es difícil no ser escéptico. Venezuela necesita una nueva
generación de pensadores que no incurran en los errores de la actual generación
de políticos. Hay muchos ejemplos a tomar en cuenta. Pero eso dependerá de los
30 de millones de venezolanos. Ellos, de manera exclusiva, necesitan rescatar a
su país del peor gobierno que ha padecido su historia.
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