La idea de la falsificación en el arte es
un invento relativamente reciente. Dicen que Miguel Ángel fue acusado de
falsificar estatuas y de hacerlas pasar por artefactos de la antigüedad griega
o romana. Primero las enterró para que “envejecieran” durante algunos meses, y
las “descubrió” luego, vendiéndolas a los aristócratas de su época.
Eso crea una extraña situación: Una
imitación de Miguel Ángel es, ahora, más valiosa que el original plagiado. Y
esa vuelta de tuerca muestra que, a veces, la idea de la obra auténtica y de la
copia es imposible de discernir.
Presumo que Miguel Ángel no fue el único
inmortal que falsificó obras de arte. Cuando un artista recibe las cornadas del
hambre está dispuesto a vender su alma al diablo. Si alguien lo hizo, muchos lo
hicieron.
Si James Joyce escribió cartas
pornográficas a su esposa, seguramente hay centenares de narradores y poetas
que hicieron algo parecido con sus cónyuges o amantes. Si Miguel Ángel
falsificó pinturas o esculturas, también lo habrán hecho Rafael, Leonardo o
Goya. Es cuestión de ponerse a revisar la historia.
ENGAÑANDO A GOERING
En una investigación que hice para una
reciente novela, descubrí a un artista holandés que se hallaría a la altura de
Vermeer y de De Hooch y le atribuí la confección de obras eróticas. La idea,
surgida por cierto de una realidad, era que falsificadores modernos ganaron
muchos millones de florines o de dólares por reinventar el pasado.
¿Por qué elegí a ese pintor en particular y
no a Vermeer o a de De Hooch? Pues necesitaba más latitud para su accionar. El
personaje que inventé, era un bon vivant
rodeado de amantes.
En cierta ocasión, el caballero fue a un
burdel, eligió a una prostituta, y luego la llevó a la Academia de Arte, no sé
si de Amsterdam o de La Haya, para que posara en sus cuadros. Como resultado,
lo expulsaron de la Academia.
Eso marca una enorme diferencia con Vermeer
y De Hooch, quienes eran buenos padres de familia. Ambos poseían una numerosa
prole, toda ella concebida en el lecho conyugal. Y aunque eso no los excluye de
aventuras galantes, sus compromisos artísticos y el solo hecho de llevar los
niños a la escuela, debía insumirles buena cantidad de horas del día.
Mi imaginario pintor, en cambio, no tenía
más obligaciones que su arte y tratar a su esposa con afecto. El resto del
tiempo se la pasaba en el mercado, haciendo sketches
de jóvenes vendedoras. Varios de sus cuadros son alegorías de doble sentido, y
sus modelos, mujeres muy bellas.
En mi relato di un paso más allá. Si ese
artista describía escenas pasionales en sus pinturas públicas ¿no existirían
otras aún más escabrosas en su desván?
LOS LUGARES OCULTOS DE LA PASIÓN
No hay historia del arte que no sea también
una historia de la procacidad. No he visitado las cuevas de Altamira, pero
estoy seguro de que las primitivas pinturas están habitadas por parafernalia
amorosa, como los muros de Pompeya. Los nobles romanos, que todavía no habían
descubierto el cine porno, encargaban a famosos artistas la decoración de las
paredes de sus cámaras nupciales con escenas que pondrían rojo de vergüenza a
un estibador.
Por lo tanto, decidí añadirle a mi novela
una nueva faceta quimérica al pintor –que por cierto existió—. Imaginé que
había pintado cuadros sensuales, y los había escondido, para venderlos luego a
través de un mercader de arte. No pudo hacerlo porque murió joven.
En realidad, una de las cosas interesantes
de los pintores holandeses del siglo XIX era sus prematuras muertes. (Vermeer
falleció a los 43 años, De Hooch a los 38 años. El pintor que incluí en mi
novela falleció a la misma edad que De Hooch).
FORJANDO LA REALIDAD
Todo eso fue inventado por otro personaje
de la novela, tres siglos después del fallecimiento del pintor. La idea de ese
personaje, un falsificador de pinturas, era crear no solo la leyenda de esas
obras eróticas desconocidas, sino también descubrirla. ¿Cómo hacerlo? ¿Quién
tiene acceso a obras de un pintor abandonadas tres siglos en un secreto desván?
Puede tratarse de una persona que adquirió una vivienda antigua.
Pero hay una desventaja en ese tipo de
fraude. La impostura necesita un linaje. Cuando alguien aparece súbitamente
alegando que adquirió una vivienda y encontró pinturas muy valiosas en alguna
parte de la casa, resulta sospechoso. Es, obviamente, demasiada casualidad. Es
difícil que el verosímil narrativo lo acepte. En cambio, si la vivienda ha sido
heredada por un descendiente de un artista famoso, el fraude es más fácil de
admitir, y aquel que defrauda con obras de arte no debe tener problemas
falsificando documentos. (En su novela, El
día del Chacal, Frederick Forsyth ofrece buenos datos sobre la manera en
que puede crearse una genealogía con ayuda de los archivos del gobierno).
Una vez se consiguen los documentos,
aparece la pareja perversa del falsificador y del tasador, el encargado de
verificar que el comprador de un cuadro falso ha adquirido en realidad un
original.
El falsificador de mi novela consigue
ofrecer varios cuadros eróticos (falsos) de un genuino artista, gracias al
árbitro del gusto. En realidad, corresponde al tasador vender gato por liebre,
convencer al comprador de la autenticidad del fraude. Pues las falsificaciones
se notan a la legua. Solo quien es un creyente puede aceptar lo falso como
verdadero.
En el camino tropecé con el
fascinante mundo del holandés Han van Meegeren, quien llegó a venderle un
“genuino” Vermeer al mariscal Herman Goering, uno de los líderes del nazismo
(Hay un excelente libro sobre van Meegeren, The Man who Made Vermeers,
de Jonathan Lopez).
Me pregunto: si no hubiera existido
Vermeer, La Cena en Emaús pintada por van Meegeren y atribuida
al pintor holandés del sigloXVII, ¿sería una obra de arte? Es posible. En
realidad, van Meegeren no falsificó obra alguna de Vermeer. Su famosa impostura
radica en que la atribuyó al artista
holandés. No existe un original de La Cena en Emaús con la
firma de Vermeer.
EL FALSIFICADOR
QUE NO PUEDE IR A LA CÁRCEL
Siempre me ha fascinado el ensayo o la
novela que crea misterios a base del ocultamiento de datos. Quienes aseguran
que van Meegeren fue tan excepcional que logró engañar a Goering, no dicen la
verdad. Por una parte, quién mintió a Goering no fue el falsificador sino el
intermediario, el encargado de vender la pintura.
Goering era un lego. Ningún millonario que
adquiere un cuadro conoce bastante de arte, solo está enterado de su cotización.
Conocí un millonario propietario de periódicos de Venezuela que solía viajar a
Nueva York para adquirir cuadros en Sotheby o en Christie´s. Me confesó que
poco sabía de arte, pero las pinturas suelen ser una excelente inversión. Y si
Sotheby o Christie´s las validaba, para él era más que suficiente.
Posiblemente, si el Tercer Reich hubiera
triunfado, y Goering hubiera continuado algunos años en el gobierno, el cuadro
falso de van Meegeren habría pasado a ser un original de Vermeer.
Eso lleva al cierre del círculo. ¿Qué
ocurre si el falsificador ha pasado toda la vida imitando obras de famosos
artistas y las ha donado a museos sin cobrar un centavo? ¿Tiene que ir a la
cárcel? Pues en ese caso, hubo fraude, pero no delito. No se benefició de sus
creaciones, y ese es el caso de Mark A. Landis.
Hace algunos años, se estrenó un documental
en Nueva York, Art and Craft acerca
de Landis. El hombre es realmente fascinante. En el curso de treinta años, Landis había donado por lo menos cien
obras a cuarenta y seis museos de arte en veinte estados norteamericanos.
Algunas fueron legadas en homenaje a una hermana que nunca existió.
En el documental, se muestra la producción
de varias de las obras. Landis las creó fotocopiando originales, añadiéndolos
pigmentos y colocándolas en marcos que compró en Walmart.
El impostor puede ser acusado de muchas
cosas, pero no de estafa. Él se definía como un “filántropo”. Nunca obtuvo
un centavo de sus estafas. Pero en su carrera contribuyó a desenmascarar el
mundo de los comerciantes de arte y de los funcionarios de museos cuya
sabiduría resulta dudosa.
El periodista Stephen Holden dijo, en The New York Times, que el
documental es una muestra más de que “el mercado del arte es un juego
manipulado por directores de museos y propietarios de galerías”. Y luego se
preguntaba: “¿A quién se puede creer en un mundo donde Norman Rockwell,
desechado durante años como un simple ilustrador, llega al panteón de los
grandes de Estados Unidos? ¿Cuál es la diferencia entre una pantalla de seda de
Andy Warhol y una copia de Landis? No es descabellado suponer que las
falsificaciones podrían convertirse algún día en algo importante en el mundo
del arte”.
A veces, la autenticidad no es garantía de
nada. Las obras de Warhol, de Rockwell, de Jeff Koons, son auténticos adefesios.
Hay un arte genuino y un arte, digamos, de
la impostura. Pero, si la patraña es obra de un genio ¿sigue siendo impostura?
Si contara con, digamos, diez millones de
dólares, y me dieran a elegir entre comprar una obra genuina de Andy Warhol, y
una falsificación de Miguel Angel, sin duda optaría por la segunda.
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