Mario Szichman
Nací en Buenos Aires, una
ciudad donde se rendía pleitesía al oficio de escritor, y en la cual el máximo
galardón consistía en sufrir horrores cuando se intentaba pergeñar páginas.
Había dos clases de
aspirantes a escritores: aquellos que podían colapsar al observar una página en
blanco, y los farsantes que exageraban el oficio de escritor y los conflictos
que enfrentaban para lidiar con una página en blanco. Estaban los poetas que
soñaban con escribir cuentos, y les resultaba imposible, y los cuentistas que fantaseaban
con escribir novelas. Uno de ellos concretó esa fantasía, creo que después de
más de cuarenta años. No comentaré sus resultados, excepto que podría haberse
dedicado tranquilamente a escribir sus mediocres cuentos y obras de teatro, sin
alterar su ubicación en el Parnaso literario.
Todos ellos, sin
excepción, despreciaban los manuales que enseñaban a escribir. Les parecía algo
bochornoso. Estaban convencidos de que solo la inspiración podía dictarles esas
palabras inefables que los catapultarían a la fama.
Creían que la literatura
no era un oficio como cualquier otro, sino un arte. Algún día descendía sobre
sus cabezas la musa, y empezaban a producir.
Ninguno de ellos, pese a
admirar a Edgar Allan Poe, el gran poeta maldito, se tomaban el trabajo de analizar
sus métodos de composición. Y Poe, un ser terriblemente honesto, explicó sin
rubor alguno cómo había escrito sus mejores trabajos. Por ejemplo, su célebre
poema El cuervo. En su Filosofía de la Composición, Poe disecó
el poema como un taxidermista.
Allí está todo bien
explicado. Desde la duración de un poema, la “unidad de efecto” y el método
(Poe aborrecía la idea de la “intuición artística”). El escritor señalaba que
toda escritura es metódica y analítica. Había que olvidarse de la espontaneidad.
Cuando pensó en The Raven, primero meditó en su
bolsillo, y luego en la inspiración. El poema “debe acomodarse al gusto del
crítico y del público”, dijo. Hasta el famoso estribillo Nevermore, nunca más, tenía como intención acentuar la unidad de
efecto. Ni un solo aspecto del poema era un accidente. Se basaba en un control
total del texto por parte del autor.
DESDICHAS DE LIDIAR CON
AUTORES
En cierta ocasión, cuando
trabajaba en un suplemento literario, le pedí a una buena amiga que escribiera
algo sobre Jacques Lacan. Me agradeció la oferta, y se explayó en todas las
virtudes del psicoanalista francés, famoso por sus incomprensibles textos. Le
dí un deadline, convencido de que
entregaría el artículo mucho antes del cierre del número.
A partir de ese momento,
tuve una de las experiencias más desagradables en mi labor periodística. La
mujer estaba absolutamente aterrada. Tuvimos discusiones bastante fuertes, y a
veces pensé que estaba a punto de suicidarse. Explicar la filosofía de su ídolo
era para ella casi un sacrilegio.
Nunca más le pedí un
artículo, por temor a que ella finalmente consumara el suicidio, y yo
contrajera una úlcera. A partir de ese momento, decidí pedir artículos para el
suplemento cultural exclusivamente a profesionales de la escritura, cuyo único
interés era cobrar por la redacción del texto.
Es posible que haya otros
países donde los escritores sufren accesos de pánico cuando se trata de
producir un texto. Pero ¿qué elementos contribuyen a que en Buenos Aires la
escritura genere tanto terror?
Ernesto Sábato
Podría citar varios
ejemplos con nombre y apellido, pero es mejor guardar un piadoso silencio.
Supongo que el porteño, el habitante de Buenos Aires, siente un enorme pudor
cuando debe desnudarse ante el público lector y exponer el producto. Es mejor
anunciar a work in progress, y
demorar varios años o décadas en concretarla. En ese sentido, Ernesto Sábato,
el autor de Sobre hombres y tumbas,
era el maestro del suspenso. Todos estaban pendientes de su próxima obra
maestra. Muchos periodistas amigos habían sido adiestrados por Sábato sobre cuáles
eran los pasajes más prominentes o citables.
¿SE PUEDE APRENDER A
ESCRIBIR?
Comencé a trabajar como
periodista en Venezuela cuando tenía 21 años de edad. La experiencia en Caracas
fue muy curiosa. Un día me contrataron como redactor en el diario La República, el órgano oficial del
partido Acción Democrática, y me pusieron a trabajar en la sección
internacional. Era cuestión de recortar cables de papel amarillo de los
teletipos, pegarlos en una hoja pautada, ponerles un título, y enviarlos a la
imprenta del periódico, que funcionaba en el mismo local. (Era una de las
últimas imprentas donde los “cajistas”, los encargados de emplazar los tipos de
plomo hacían la tarea a mano).
A los pocos meses, pude
pasar a la redacción general e inclusive hice algunos reportajes. No recuerdo
cómo fue el proceso de aprender a escribir, pero no me llevó mucho tiempo. Y
así como el apetito se adquiere comiendo, la práctica se adquiere escribiendo.
Ocurrió una cosa curiosa
durante mis años como periodista en Caracas. Mi desventaja era una ventaja. En
Venezuela, los periodistas tenían que estudiar la profesión. Y el Colegio
Nacional de Periodistas se encargaba de darles un título, que les permitía obtener
trabajo. Yo nunca estudié para periodista, y eso constituía un hándicap. En esa
época, de gran expansión editorial, los periodistas eran muy buscados. Y,
además, existía un buen mercado, porque las dictaduras habían asolado el Cono
Sur, y excelentes periodistas de Argentina, Chile, y Bolivia encontraban en
Caracas una muy buena fuente de recepción.
Casi ninguno de ellos
tenía título de periodista. Había que inventarles algún cargo que no pusiera
nervioso al Colegio Nacional de Periodistas. Y eso favoreció a muchos. A mí,
por ejemplo. Era un novato, sin título, aunque era requerido en la redacción.
Por lo tanto, me inventaron cargos que me permitieron obtener sueldos
superiores a los de muchos de mis colegas, con más años en la profesión.
¿Era bueno el periodismo
venezolano? Regular. Había algunos destacados, pero, en general, primaba la
mediocridad. No leían mucho. Creían que había tareas mucho mejores que intentar
crear una pieza perdurable de periodismo. Lo único fascinante en el ambiente
eran las historias, especialmente policiales, que ocupaban las primeras planas
de diarios y revistas.
OTRAS PÁGINAS EN BLANCO
Hasta donde recuerdo, en Estados
Unidos no se requiere título de periodista. En todos los sitios donde trabajé,
lo único que me pedían era mi curriculum.
La mayor parte del tiempo, más de 30
años, fui traductor en United Press
International primero, y luego en The
Associated Press. Ambas contaban con excelentes manuales de estilo y si uno
seguía las normas, era difícil equivocarse.
Colapso de las torres gemelas
No era un trabajo
creador. Hubiera preferido hacer reportajes. Pero lo más importante era ganarse
la vida de manera decente. Y se conseguía. Además, durante parte de mi pasantía
por The Associated Press, trabajé en The graveyard shift, el turno del
cementerio, por la época en que se registraron los atentados contra las torres
gemelas del World Trade Center. El
producto fue mi novela La región vacía,
luego traducida al inglés como The Empty
Region. Es la que más perdura en mi memoria, por todos los episodios que se
registraron a partir de ese momento en Nueva York, y a escala mundial.
¿Sentí alguna vez el
terror a la página en blanco? Nunca. Creo en el oficio, nunca en el arte. El
oficio puede enseñarnos a pintar los frescos en la capilla Sixtina, o escribir
la Oda a una Urna Griega, de Shelley.
Cuando se trata de crear, hay reglas que deben acatarse, una composición que
nos marca el rumbo a seguir, maestros que guían nuestros pasos.
Los resultados pueden ser
mejores o peores, pero se logran, y el producto suele ser muy honesto. El arte
puede guiarnos en los primeros pasos, pero solo el oficio nos conduce a la
meta. Si el genio existe, y claro que el genio existe, es solo un aditamento
más a la labor del jornalero. Sin embargo, lo único importante es la labor del
jornalero.
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