Mario Szichman
"Quiero desgranar los pétalos del
florilegio engarzado
por la
clarividente y distinguida concepción de este
gran bardo
Pepe Radilla, gloria inmarcesible
de las letras
contemporáneas, y refulgente
sol de
nuestro estado".
De la
película Subida al cielo, dirigida
por Luis Buñuel
Hace algunos años, cuando José
Luis Rodríguez Zapatero era presidente del gobierno español, el periódico El País de Madrid le hizo una
entrevista. No poseo esa edición, pero estoy seguro de que la entrevista
ocupaba numerosas páginas del matutino. Dudo que las declaraciones del señor
Rodríguez Zapatero merezcan ocupar varias páginas de un periódico. Dudo que
algún político, por más importante que sea, deba fastidiar la atención de los
lectores con sus morosas elucubraciones.
Winston Churchill necesitó apenas
algunas palabras para explicar al pueblo, en los comienzos de la segunda guerra
mundial, que Gran Bretaña estaba al borde del abismo, y que el abismo la estaba
contemplando.
El 13 de mayo de 1940, en la
Cámara de los Comunes del parlamento del Reino Unido, Churchill les explicó a
los ingleses que solo podía prometerles blood,
toil, tears and sweat, sangre, trabajo duro, lágrimas y sudor, a fin de enfrentar
a las potencias del Eje. ¿Necesitaban los ingleses más información para averiguar
qué les esperaba?
En nuestro continente, es
imposible encontrar un político que sea conciso y explique de manera didáctica
qué se propone hacer.
¿Qué ha hecho del español el
idioma de la densidad y de la prosa interminable? ¿Por qué nuestros políticos y
profesores no cesan nunca de procrear palabras? ¿Por qué esas peroratas
interminables? ¿Es que para gobernar y doblegarnos resulta necesario matarnos
de aburrimiento?
¿Existe algo en el español que
convoca al rebuscamiento, al perifraseo, la declamación, la elocuencia y la
retórica? ¿Por qué el idioma contamina inclusive a políticos que en otras
instancias mostraron gran sabiduría política?
Y la epidemia es contagiosa. No
solo Juan Perón, Fidel Castro y Hugo Chávez Frías abrumaron a sus resignados oyentes
con prolongados discursos donde nada humano les era ajeno. El contagio se ha
generalizado. Diputados, gobernadores, alcaldes, a lo largo y lo ancho de
nuestra geografía, necesitan matar a sus oyentes por cansancio. ¿Y por qué?
¿Puede acaso la palabra convencer y doblegar los hechos? ¿En qué mundo habitan?
LA PRUDENCIA DE TODA MATANZA
Es fácil memorizar el discurso de
Gettysburgh pronunciado por el 19 de noviembre de 1863 en uno
de los campos más ensangrentados por la guerra civil.
En la versión que poseo, alcanza
exactamente a 246 palabras. Y de esas palabras, dudo que una sola sea
redundante. Allí Lincoln indicó que “los muertos no habían muerto en vano”, y
que la tarea de los sobrevivientes era demostrar que “el gobierno del pueblo,
por el pueblo, y para el pueblo, no debe desaparecer de esta tierra”.
En un lapso inferior a los tres
minutos, Lincoln trazó el ideal de los padres fundadores, y delineó las tareas
que correspondían al gobierno de Washington para no traicionar ese legado.
Lincoln comenzaba el discurso con
esta sentencia: “Hace 87 años, nuestros
padres fundaron en este continente una nueva nación, concebida en libertad y
consagrada al principio de que todos los hombres han sido creados iguales”.
¿Imagina el lector a alguno de
nuestros presidentes, rectores o caudillos explicando en tres minutos el
compromiso de los padres fundadores y de su misión? Lo dudo.
Si el líder tiene que mencionar el
lapso acometido a partir de la independencia, no se limitará a resumirlo en la cantidad
de años transcurridos. No, cada año merecerá al menos diez minutos de
exposición. Cada una de las batallas –siempre ganadas, pues en nuestro
continente todos los generales son invictos, y si resultan derrotados, son
vencedores morales– se llevará al menos otros treinta minutos.
¿Es que la amplitud de la
elocuencia va en dirección inversa a la insignificancia de lo proclamado? ¿Es
que sólo un campo de batalla circundado de fosas comunes permite a un líder ser
frugal?
¿Por qué un discurso de tres horas
para inaugurar un acueducto? ¿Por qué una arenga de ocho horas para denunciar
el imperialismo, cuando Yanquis, Go Home,
se articula en menos de diez segundos? ¿Por qué transmitir en cadena velatorios
políticos seguidos de interminables discursos?
El gran escritor polaco Witold
Gombrowicz calificaba esas monsergas, y perdone el lector la crudeza, de
“cometer estupro por las orejas”.
¿Ignoran los líderes que quienes
los escuchan están concentrados en un anfiteatro simplemente por obligación,
aunque la tentación de todos ellos es huir en estampida, y algunos de ellos
solo desean irrumpir en los lavatorios a fin de resolver sus humildes
necesidades?
Nuestros discursos políticos se
han convertido en un sucedáneo de la tortura (aunque ambas prácticas suelen
coexistir en perfecta armonía).
Y lo más grave es que quien
paladea esas variaciones del suplicio nunca se pone en el lugar de la víctima.
¿Acaso alguno de esos retóricos ha aceptado con humildad sentarse en la
audiencia mientras uno de sus clones le propina una alocución inacabable?
En cierta ocasión, un periodista
amigo me preguntó si podrá sobrevivir el español en Estados Unidos. Es obvio
que sobrevivirá, pues hay varios millones de hispanos que lo hablan.
Y por supuesto que también sobrevivirá
en América Latina, en el mundo entero, y especialmente en el espacio
cibernético, donde hay extensión suficiente para alojar todos los discursos de
nuestros salvadores.
Sí, por supuesto que el español
sobrevivirá. Pero no será el español de Baltasar Gracián (“Lo bueno si breve,
dos veces bueno”) sino el de los émulos de Rodríguez Zapatero o de Hugo Chávez.
Y lamentablemente, no lo hará por sus mejores virtudes, sino por sus peores
defectos.
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