Mario Szichman
Hay un libro que atesoro de manera
peculiar: Napoleon and the Birth of
Modern Spain, de Gabriel H. Lovett. Está subrayado con lápiz amarillo, y
con tinta roja y verde. Los márgenes están poblados de asteriscos, signos de
admiración, y comentarios. El día que me decida a escribir una novela sobre la
España de la invasión napoleónica, me bastará con el libro de Lovett.
Dudo que
exista otro libro que aluda a la España de esa época con la misma calidad, excepto
por El Cádiz de las Cortes, de Ramón
Solís, una maravilla no solo por la información, sino por la calidad de su
prosa.
Lovett
explica con sencillez el laberinto de instituciones que reglamentaban –¿o
siguen reglamentando?– la vida de los españoles desde la cuna hasta la tumba, y
también en el más allá. Basta analizar la famosa “sucesión”, una ordalía que
abarcaba varias generaciones de herederos ansiosos por cobrar un legado.
Y no
olvidemos los fueros. La iglesia tenía su fuero, así como los militares, los
artilleros, los ingenieros, la milicia provincial, los marineros, los
extranjeros, los servidores del rey, y los empleados del Tesoro.
“Hasta los
criadores de caballos tenían su jurisdicción especial”, dice Lovett. “Y a cada
rato, los conflictos podían paralizar la tarea de la justicia”.
No causa, por lo tanto, extrañeza que la
institución del ménage à trois
también estuviese reglamentada. Por supuesto, nadie consideraba la institución
del cortejo una pasión a espaldas del marido, pero a los fines de la
satisfacción de la carne, ciertamente lo era.
LA SEXUALIDAD
CORTESANA
El cortejo,
una institución importada de Italia, estaba representado por un galán que, con
la aprobación del marido, se pasaba la mayor parte del día mariposeando en
torno a la esposa. Según decían las buenas lenguas, se trataba de una amistad
platónica. El cortejo, masculino, disfrutaba de doctos diálogos con la coqueta.
Se aseguraba que hasta ahí llegaba la
amistad. Pero, según las malas lenguas, las cosas eran bastante diferentes. En
su Alma castellana, Azorín cita esta
copla:
Una mujer todo el
día
solita con su
cortejo,
metida en su
gabinete,
consultándose al espejo,
¿estarán los dos
rezando,
o tratando de su
entierro?
En su libro “Usos amorosos del dieciocho
en España” la novelista y ensayista Carmen Martín Gaite dice que la costumbre
del cortejo tenía sus reglas del juego. El galán visitaba a la dama todos los
días, con el marido presente, pronunciaba una serie de primores, y le ofrecía atenciones
“tan rígidas y obligatorias que perdían su inicial matiz de pasión”.
Finalmente, todo quedaba sometido a “códigos tan tediosos y estrictos como el
matrimonio de esos tiempos, aun cuando sus principios parecían más
atractivos".
En su “Óptica
del cortejo”, Manuel Antonio Ramírez y Góngora se burlaba de los requisitos que
una dama reclamaba a su potencial y casto enamorado. El galán se comprometía a
no conversar con otra dama, ni siquiera en su ausencia, y debía arribar en la
mañana para tomar una taza de chocolate y tal vez sujetarle los ganchos del
corsé. En la tarde, la escoltaba para dar un paseo, proporcionarle “las flores
más exquisitas de la temporada, y enviarle toda clase de chucherías con el
propósito de engalanarla”.
LOS ALMÍBARES
DE LA PASIÓN
En realidad,
parecía existir más intimidad entre el cortejo y la dama, que entre ella y su
marido. No se descartaba que el cortejo le sirviera la taza de chocolate o de
café en la cama, o que la despertara con dulzura. Podía permanecer en el dormitorio,
aunque la criada no estuviese presente, y ayudarla en su tocador,
abasteciéndola de cosméticos y ofreciéndole su opinión sobre el efecto que
producía en su rostro. También la acompañaba a la iglesia, y al teatro.
Gaite dice
que el cronista Constantino Roncaglia, al aludir a los cicisbeos italianos, precursores de los cortejantes españoles,
menciona este comentario de un marido genovés: “Estamos muy ocupados, en tanto
nuestras esposas no parecen bastante atareadas. Por lo tanto, necesitan un
acompañante, ya se trate de un perro, un mono, o un galán”. Al parecer, la
mayoría de las damas de alcurnia, cuando llegaba la hora de elegir, se libraban
de los perros y de los monos.
José Clavijo
y Fajardo, un periodista y escritor español del siglo dieciocho, no parecía
comer cuentos con la relación entre una esposa y su cortejo. Aunque decía
ignorar lo que ocurría en la alcoba durante esos encuentros, Azorín le seguía
el hilo de su pensamiento y expresaba: “Tal vez resuelvan arduos y
trascendentales problemas de la vida”. Luego añadía: “Los maridos no son
celosos, por no parecer ridículos; sus mujeres faltarían a las prescripciones
de la moda si no tuvieran un amante que las acompañara en todas partes, en
casa, en el paseo, en las tiendas, en el teatro, en las visitas, en la alcoba”.
EL ASESINATO,
COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES
Por supuesto,
entre tanto mentecato, galán insípido, marido complaciente y coqueta gazmoña,
de repente estallaba un crimen pasional. El más famoso de ellos fue el de una
mujer que conspiró con su cortejo para asesinar a su marido.
La víctima
era un comerciante madrileño, Francisco de Castillo, la pecadora, María Vicenta
Mendieta, de 32 años de edad, y el amante, su primo, Santiago San Juan, de 24
años de edad.
El crimen
ocurrió el 9 de diciembre de 1797. Y como se lee en la sentencia, “Se impuso la
pena de garrote a los dos reos doña María Vicenta de Mendieta y don Santiago
San Juan, que sufrieron uno en frente de otro en la plaza mayor de Madrid”. La
fecha de ejecución fue el 23 de abril de 1798.
No solo fue
un asesinato que hizo época; además, Goya lo inmortalizó en uno de sus
Caprichos.
Gaspar Melchor de Jovellanos
El pintor era
amigo del ministro de Justicia de esa época, Gaspar Melchor de Jovellanos, y
del fiscal de la causa, Juan Meléndez Valdés. Según el crítico Robert Hughes,
aunque Goya posiblemente no asistió al juicio, sus amigos le proporcionaron las
actas del proceso.
¿Visitó el
pintor a María Vicenta Mendieta en la cárcel? Se ignora. Pero en el Capricho 32, bajo el título “Porque fue
sensible”, aparece una mujer sumida en la más absoluta desolación, y con signos
de que ha sido torturada. Al menos le han aplicado los “perrillos”, un instrumento
de apremios ilegales.
Me fascina la
historia de esos amantes, el desborde de la pasión que cuestionó la acicalada
institución del cortejo. Leyendo las actas del proceso, más allá de la
insoportable prosa del fiscal, hay material suficiente para imaginar un romance
digno de Flaubert o de Tolstoi. El episodio es rescatado por la enorme
humanidad de Goya al retratar a esa mujer con la carne maltratada. En torno a
ese ménage à trois repleto de
sordidez, hay una genuina historia de amor. Solo el proceso merece una novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario