sábado, 21 de abril de 2018

España: el canon de la infidelidad


Mario Szichman



    
Hay un libro que atesoro de manera peculiar: Napoleon and the Birth of Modern Spain, de Gabriel H. Lovett. Está subrayado con lápiz amarillo, y con tinta roja y verde. Los márgenes están poblados de asteriscos, signos de admiración, y comentarios. El día que me decida a escribir una novela sobre la España de la invasión napoleónica, me bastará con el libro de Lovett.
Dudo que exista otro libro que aluda a la España de esa época con la misma calidad, excepto por El Cádiz de las Cortes, de Ramón Solís, una maravilla no solo por la información, sino por la calidad de su prosa.
Lovett explica con sencillez el laberinto de instituciones que reglamentaban –¿o siguen reglamentando?– la vida de los españoles desde la cuna hasta la tumba, y también en el más allá. Basta analizar la famosa “sucesión”, una ordalía que abarcaba varias generaciones de herederos ansiosos por cobrar un legado.
Y no olvidemos los fueros. La iglesia tenía su fuero, así como los militares, los artilleros, los ingenieros, la milicia provincial, los marineros, los extranjeros, los servidores del rey, y los empleados del Tesoro.
“Hasta los criadores de caballos tenían su jurisdicción especial”, dice Lovett. “Y a cada rato, los conflictos podían paralizar la tarea de la justicia”.
     No causa, por lo tanto, extrañeza que la institución del ménage à trois también estuviese reglamentada. Por supuesto, nadie consideraba la institución del cortejo una pasión a espaldas del marido, pero a los fines de la satisfacción de la carne, ciertamente lo era.

LA SEXUALIDAD CORTESANA

El cortejo, una institución importada de Italia, estaba representado por un galán que, con la aprobación del marido, se pasaba la mayor parte del día mariposeando en torno a la esposa. Según decían las buenas lenguas, se trataba de una amistad platónica. El cortejo, masculino, disfrutaba de doctos diálogos con la coqueta.  Se aseguraba que hasta ahí llegaba la amistad. Pero, según las malas lenguas, las cosas eran bastante diferentes. En su Alma castellana, Azorín cita esta copla:


                            Una mujer todo el día
                            solita con su cortejo,
                            metida en su gabinete,
                            consultándose al espejo,
                            ¿estarán los dos rezando,
                            o tratando de su entierro?

  
   En su libro “Usos amorosos del dieciocho en España” la novelista y ensayista Carmen Martín Gaite dice que la costumbre del cortejo tenía sus reglas del juego. El galán visitaba a la dama todos los días, con el marido presente, pronunciaba una serie de primores, y le ofrecía atenciones “tan rígidas y obligatorias que perdían su inicial matiz de pasión”. Finalmente, todo quedaba sometido a “códigos tan tediosos y estrictos como el matrimonio de esos tiempos, aun cuando sus principios parecían más atractivos".
En su “Óptica del cortejo”, Manuel Antonio Ramírez y Góngora se burlaba de los requisitos que una dama reclamaba a su potencial y casto enamorado. El galán se comprometía a no conversar con otra dama, ni siquiera en su ausencia, y debía arribar en la mañana para tomar una taza de chocolate y tal vez sujetarle los ganchos del corsé. En la tarde, la escoltaba para dar un paseo, proporcionarle “las flores más exquisitas de la temporada, y enviarle toda clase de chucherías con el propósito de engalanarla”.

LOS ALMÍBARES DE LA PASIÓN

En realidad, parecía existir más intimidad entre el cortejo y la dama, que entre ella y su marido. No se descartaba que el cortejo le sirviera la taza de chocolate o de café en la cama, o que la despertara con dulzura. Podía permanecer en el dormitorio, aunque la criada no estuviese presente, y ayudarla en su tocador, abasteciéndola de cosméticos y ofreciéndole su opinión sobre el efecto que producía en su rostro. También la acompañaba a la iglesia, y al teatro.
Gaite dice que el cronista Constantino Roncaglia, al aludir a los cicisbeos italianos, precursores de los cortejantes españoles, menciona este comentario de un marido genovés: “Estamos muy ocupados, en tanto nuestras esposas no parecen bastante atareadas. Por lo tanto, necesitan un acompañante, ya se trate de un perro, un mono, o un galán”. Al parecer, la mayoría de las damas de alcurnia, cuando llegaba la hora de elegir, se libraban de los perros y de los monos.
José Clavijo y Fajardo, un periodista y escritor español del siglo dieciocho, no parecía comer cuentos con la relación entre una esposa y su cortejo. Aunque decía ignorar lo que ocurría en la alcoba durante esos encuentros, Azorín le seguía el hilo de su pensamiento y expresaba: “Tal vez resuelvan arduos y trascendentales problemas de la vida”. Luego añadía: “Los maridos no son celosos, por no parecer ridículos; sus mujeres faltarían a las prescripciones de la moda si no tuvieran un amante que las acompañara en todas partes, en casa, en el paseo, en las tiendas, en el teatro, en las visitas, en la alcoba”.

EL ASESINATO, COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES


Capricho de Goya        

Por supuesto, entre tanto mentecato, galán insípido, marido complaciente y coqueta gazmoña, de repente estallaba un crimen pasional. El más famoso de ellos fue el de una mujer que conspiró con su cortejo para asesinar a su marido.
La víctima era un comerciante madrileño, Francisco de Castillo, la pecadora, María Vicenta Mendieta, de 32 años de edad, y el amante, su primo, Santiago San Juan, de 24 años de edad.
El crimen ocurrió el 9 de diciembre de 1797. Y como se lee en la sentencia, “Se impuso la pena de garrote a los dos reos doña María Vicenta de Mendieta y don Santiago San Juan, que sufrieron uno en frente de otro en la plaza mayor de Madrid”. La fecha de ejecución fue el 23 de abril de 1798.
No solo fue un asesinato que hizo época; además, Goya lo inmortalizó en uno de sus Caprichos.

Gaspar Melchor de Jovellanos         

El pintor era amigo del ministro de Justicia de esa época, Gaspar Melchor de Jovellanos, y del fiscal de la causa, Juan Meléndez Valdés. Según el crítico Robert Hughes, aunque Goya posiblemente no asistió al juicio, sus amigos le proporcionaron las actas del proceso.
¿Visitó el pintor a María Vicenta Mendieta en la cárcel? Se ignora. Pero en el Capricho 32, bajo el título “Porque fue sensible”, aparece una mujer sumida en la más absoluta desolación, y con signos de que ha sido torturada. Al menos le han aplicado los “perrillos”, un instrumento de apremios ilegales.
Me fascina la historia de esos amantes, el desborde de la pasión que cuestionó la acicalada institución del cortejo. Leyendo las actas del proceso, más allá de la insoportable prosa del fiscal, hay material suficiente para imaginar un romance digno de Flaubert o de Tolstoi. El episodio es rescatado por la enorme humanidad de Goya al retratar a esa mujer con la carne maltratada. En torno a ese ménage à trois repleto de sordidez, hay una genuina historia de amor. Solo el proceso merece una novela.

    

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