Mario Szichman
Cada vez que tengo los blues, y
pienso que el mundo es ancho, ajeno, y fuera de mis límites, acudo a Journalism
in Tennessee, de Mark Twain, uno de mis textos favoritos. El protagonista
de la historia es un periodista que padece una enfermedad nerviosa. Por lo
tanto, decide viajar al sur de Estados Unidos para curarse en un clima sereno, rodeado
de seres que observan la vida con una actitud filosófica.
Lamentablemente, el personaje es contratado
como ayudante del editor de un periódico que se complace en destruir la
reputación de sus rivales. Ya en el
primer día, el atribulado periodista, mientras trata de instalarse en la
redacción, es testigo de ataques con explosivos. También se libran duelos con
enormes revólveres. Cuando el editor del periódico abandona el sitio, le
informa a su flamante asistente que algunos de sus enemigos visitarán el lugar,
y le asigna tareas: “Jones llegará a las tres: le puede propinar unos cuantos
latigazos. Gillespie vendrá tal vez un poco antes. Arrójelo por una ventana.
Ferguson arribará a las cuatro. Usted está autorizado para asesinarlo”. También
le pide al asistente que corrija un editorial titulado: “Cómo alentar el
progreso moral e intelectual de la sociedad norteamericana”.
SALDANDO CUENTAS
La ferocidad que exhiben los
protagonistas de Journalism in Tennessee suele reflejarse en el
mundo literario. Hace algunos años, The Times Literary Supplement publicó
una crítica de David Gallagher al libro “Borges”, editado por Daniel Martino. (Editorial Destino, Buenos Aires).
Se trata de una recopilación que
hizo Martino del diario personal del escritor Adolfo Bioy Casares. Según indica
Gallagher, Bioy conoció a Jorge Luis Borges en 1931 o 1932, cuando tenía
alrededor de dieciocho y Borges ya había cumplido treinta y dos. A partir de
ese momento, mantuvieron una intensa amistad literaria que se prolongó hasta la
muerte de Borges, en 1986. (Bioy falleció en 1999).
En 1947, Bioy comenzó a escribir un
diario, donde registró sus casi cotidianas conversaciones con Borges. El
parcial resultado de ese diario es “Borges”, un libro de 1.664 páginas. Como
señala Gallagher, “El diario claramente cubrió muchos otros tópicos”, a los
cuales alude el editor Daniel Martino “en un corto y escasamente iluminador
prefacio”.
Al parecer, Bioy asumió en esa
prolongada amistad literaria un poco el rol de Boswell, y Borges, el
de Samuel Johnson. Pero a veces, al menos por lo que divulga Gallagher, ambos
autores parecen haberse transmutado en Bouvard y Pecuchet, los copistas de la novela
de Gustave Flaubert, que un día descubren la estupidez, y verifican que es
imposible tolerarla.
ARRANCANDO EL CUERO
Borges iba al apartamento de Bioy,
en Buenos Aires, varias veces a la semana. Y Bioy registraba en su diario las
conversaciones. También, en ocasiones, componían historias policiales, con el
seudónimo compartido de H. Bustos Domecq.
Gallagher dice que Bioy intentaba
controlar la tendencia de Borges a recargar la narrativa con “chistes abstrusos
y aderezos barrocos”.
A medida que pasaban los años, y
se acentuaba la ceguera de Borges, Bioy leía textos, y luego ambos formulaban
comentarios. Las observaciones solían ser generalmente “mordaces”. Para ambos
autores, Flaubert tenía el estilo de un “burócrata”, Rabelais era “abominable”,
y T. S. Eliot era “tan bajo, que ni siquiera merecía el desprecio”.
Borges sentía gran aversión por
las novelas prolongadas. Decía que era un “Desvarío
laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en
quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos”. Tolstoi le parecía tedioso. Señalaba que las partes más interesantes
de La guerra y la paz eran las dedicadas a los combates entre
las tropas del zar y las de Napoleón.
Por supuesto,
con eso obliteraba la presencia de su principal personaje femenino, Natasha, y
el romance que la convertía en una precursora de Anna Karenina.
Borges, a
diferencia de Bioy, no le asignaba al erotismo gran jerarquía en la narrativa.
En cuanto a Baudelaire, Borges decía que era una especie de metro patrón de los
amantes de la poesía. “Cualquier persona que admira a Baudelaire”, señalaba,
“es un imbécil”.
Silvina Ocampo,
la esposa de Bioy, y una excelente poetisa y cuentista, brindó una explicación por
el desdén que mostraba Borges hacia otros escritores. “Con cada día que pasa”, indicaba,
Borges “es menos proclive a deleitarse con obras que no sean las suyas”.
Por supuesto,
eso es solo parte de la historia. Borges admiraba a Kipling, Stevenson, Chesterton, Kafka, Ruben
Darío, Verlaine, y a clásicos españoles como Cervantes, Lope de Vega, Gracián,
Calderón, Góngora y Quevedo.
PERLAS
Para Gallagher, el mejor Borges es
aquel que en vez de juzgar a otros escritores “formulaba asombrosas,
irreverentes asociaciones que constituyen una parte central de sus ficciones”.
Por ejemplo, en cierta ocasión, sugirió a Bioy que Kafka y Jesús tenían una
manera similar de examinar el mundo, a través de imágenes y parábolas.
En otra oportunidad, indicó que
los dos temas más interesantes en toda la historia de la literatura fueron la
caída de Troya, y la pasión de Cristo. Cuestionaba, sin embargo, la muerte de
Jesús. Decía que le faltaba la grandeza de la muerte de Sócrates, pues
“Sócrates era un caballero, y Cristo era un político que deseaba ser
compadecido”.
Y luego, viene la parte del
comadreo. “En los treinta y nueve años de conversaciones” registradas en el
libro, Borges y Bioy hablaron pestes de fastidiosos escritores, de damas de
sociedad “bellas pero idiotas”, de políticos petulantes, y de sus agentes
literarios, editores y traductores.
CON UN HACHA DE SÍLEX
Al parecer, ese aspecto de los
diarios causó bastante escándalo en algunos círculos de la sociedad argentina,
“no sólo porque algunas de las víctimas estaban vivas”, dice Gallagher, sino
por la terquedad de Borges y Bioy en hablar mal de otros.
Por ejemplo, decían que Victoria
Ocampo, hermana de Silvina y quien a través de la revista Sur se
convirtió en la gran dama de la sociedad literaria de Buenos Aires, era una “snob ridícula”,
sólo ansiosa por cortejar a cuanta celebridad visitaba la Argentina. En varias
ocasiones, Borges y Bioy rehusaron sus invitaciones. Decían que el té que
ofrecía parecía medicina y el pan de sus sandwiches tenía el sabor del DDT.
Para Borges, Victoria Ocampo “confunde hospitalidad con arresto domiciliario”.
De acuerdo a Gallagher, Borges
podía ser cruel inclusive con personas que se habían mostrado amables y
admiraban su obra.
El poeta norteamericano Robert
Lowell hizo enormes esfuerzos para promover a Borges en Estados Unidos. Sin
embargo, Borges lo consideraba “un completo idiota”. El pecado de Lowell fue
que cuando visitó Buenos Aires, en 1962, expresó a la madre de Borges su deseo
de conocer a la mujer más bella de la ciudad, “porque deseo acostarme con
ella”. Borges consideró imperdonable que Lowell expresara tanta rudeza delante
de su madre.
Y luego, está la misoginia. Aunque
Bioy era un legendario mujeriego, y Borges tuvo una buena cuota de admiradoras,
en sus conversaciones exhibieron un enorme desdén por las damas. “Nada más
concreto, más burgués, más limitado que una mujer”, enunciaba Borges.
En otra ocasión, Borges y Bioy
intentaron elucidar la esencia femenina, y decidieron que el principal problema
de las mujeres es que carecen de capacidad de abstracción. Eso les impide
entender los principios morales. Gallagher comenta que ese tipo de
“desagradables puntos de vista” contribuyó a que le negaran a Borges el premio
Nobel.
CUENTAS SALDADAS
El corolario de la crítica de
Gallagher al libro Borges llegó al Times Literary
Supplement algunas semanas más tarde.
En una carta del lector, el
ensayista Daniel Waissbein dijo que el libro “mediocre, y editado de manera
incompetente”, no mostraba al verdadero Borges, sino a un Borges “disminuido,
malevolente, repetitivo, tonto y arrogante”, examinado “a través de la caprichosa
percepción que tenía Bioy Casares de la humanidad en general, y en esta
instancia, de Borges en particular”.
Al parecer, se trataría del mismo
defecto exhibido en las novelas de Bioy, “un disgusto por sus personajes que
refleja su disgusto por la humanidad”.
Según el ensayista, tampoco puede
considerarse “como una amistad” la casi cotidiana relación entre Borges y Bioy.
¿Qué era entonces? Según Waissbein, se
trataba de “una especie de matrimonio de conveniencia. Borges obtenía comidas,
acceso a casas palaciegas en Buenos Aires, junto al mar y en el campo, y era
llevado ida y vuelta al apartamento de su madre en los costosos automóviles de
Bioy. También se benefició de la atención de los muchos sirvientes de Bioy, del
uso de la biblioteca de Bioy en las noches, y del servicio de Bioy como su
amanuense”.
Del Parnaso literario pasamos a un
sórdido mundo donde uno de los mejores escritores argentinos se convierte en
prisionero de las atenciones de un mediocre bon vivant.
Me imagino que Borges, desde su
tumba, debe musitar: “¡Por favor, no me defienda, compadre”!
Hola Mario! Hace rato que no te escribo... Como siempre, tus blogs además de interesantísimos en sí son una gran fuente de lecturas adicionales. Ya me conseguí el cuento de Mark Twain (71 centavos por Kindle) y estoy buscando el libro de David Gallagher, Modern Latin American Literature, pero no lo tienen en Kindle. Sí encontré la nota de Gallagher en el Times Literary Supplement, que me pareció buenísima. Muy divertido el comentario de El Aleph como sátira del típico pedante argentino
ResponderEliminarQuerido Daniel: Long time no see you! Me alegra el reencuentro. Para mí, Journalism in Tennessee es tan indispensable como el Cándido de Voltaire. Mark Twain realmente escribía con una pluma calentada en el infierno. Por cierto, si quieres leer un espléndido libro sobre la amistad entre Victoria Ocampo y Virginia Woolf, consigue de Amy K. Kaminsky "Argentina: Stories for a Nation." Creo que te va a encantar. Nunca estuvo mejor descripta la relación entre la intelligentsia británica y el grupo Sur. El libro es muy divertido, y al mismo tiempo, tétrico. INDISPENSABLE. Te mando un gran abrazo. ¡No te pierdas!
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