Mario
Szichman
Hay muchas clases de críticos
literarios. En una época creía que los mejores eran los narradores convertidos
en ensayistas. Siento gran admiración por David Viñas, por su trabajo Literatura argentina y realidad política
(exclusivamente la primera edición, la publicada por Editorial Jorge Alvarez).
Su análisis de la aristocracia porteña en el capítulo titulado “Niños y criados
favoritos” es para esculpirlo en piedra. La sabia descripción de ese mundo
pomposo y ridículo me dio la idea para la novela A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad.
Gore Vidal, y Norman Mailer son
otros ejemplos de críticos literarios provenientes del campo de la narrativa
que trasmutan el ensayo en obras de poderosa imaginación. Y por lo tanto,
brindan herramientas al escritor para afinar en su prosa.
Pero también la crítica literaria
recopila genios, como los rusos Viktor Shklovski y Mijail Bajtin, o el alemán
Erich Auerbach. Quien aún no haya abordado a esos gigantes, seguramente
disfrutará de libros como Sobre la prosa
literaria (Shklosvski), o los trabajos Problemas
de la poética de Dostoievski o La
imaginación dialógica (Bajtin) o Mímesis
(Auerbach).
La magia, en esos casos, consiste
en hacer literatura de textos literarios. Ahí está el famoso texto de
Shklosvski examinando las formas equivocadas de leer Don Quijote en que incurrieron Dostoievski y Heine. Por ejemplo,
ambos confundieron al barbero Nicolás con Sansón Carrasco.
Sólo alguien como Shklosvski puede
descubrir en ese error el proceso de elaboración de la novela en la época de
Dostoievski. Tal como señala, Dostoievski no captó el error de Heine “porque la
tendencia del error correspondía a las leyes de la ulterior evolución de la
novela”. En las ficciones de ese período “se procuraba que los personajes se
hallasen presentes en toda la obra. Dos personajes similares se fusionaron al
ser recordados”.
LA IMPOSIBILIDAD DE QUEDARSE CON
LA ÚLTIMA PALABRA
También Bajtin abre nuevos
horizontes cuando nos descubre la superioridad del estilo de Dostoievski sobre
el de Tolstoi, indicando que ninguno de sus personajes está en condiciones de
quedarse con la última palabra. En cuanto a Auerbach, analiza en Mímesis la literatura occidental, desde la Biblia y la saga de
Homero hasta Proust y Virginia Woolf. El producto es tan espléndido como una
gran novela. (La confrontación entre la Biblia y la saga homérica es uno de los
mejores ensayos literarios producidos en el siglo veinte).
En Estados Unidos, y durante las
cuatro últimas décadas, hay un crítico literario que sobresale: Peter Brooks.
Sus libros mejores, en mi opinión, son Reading
for the Plot y The Melodramatic
Imagination.
Basta leer en Reading for the Plot el análisis que hace Brooks de las reflexiones
de Stendhal sobre “la imposibilidad de la comedia en 1836” para tropezar con un
crítico excepcional. Esa simple idea se expande para abarcar una circunstancia
histórica: La Gran Revolución, y una de sus secuelas: el surgimiento de un
público roto.
La gran comedia, como la elaborada
por Moliere, necesita una audiencia unificada, que participe de un mismo código
social, de similar conducta. Y sus integrantes deben ponerse de acuerdo no sólo
en sus coincidencias sino también en sus discrepancias. ¿Qué es lo que está bien,
y que es aquello considerado perverso o extravagante?
Cuando la Revolución destruye dos
entidades como la corte del rey, y el salón donde se reúnen los aristócratas,
deviene la fragmentación. Brooks menciona una representación de El burgués gentilhombre, de Moliere, a
la que asistió Stendhal en 1836, donde dos públicos enfrentados reaccionaron de
manera muy diferente. En tanto un sector, constituido por aristócratas, se
divirtió con las gaffes de Monsieur
Jourdain (un burgués fascinado al descubrir que todos los seres humanos hablan
en prosa) el otro sector, constituido por una clase social de la burguesía en
ascenso, mostró admiración por el personaje, sin advertir la ironía.
En The
Melodramatic Imagination Brooks revisa una de las formas artísticas más
vilipendiadas y más creadoras que ha surgido en los tres últimos siglos. ¿Qué
es el melodrama? Pregunta Brooks. Bueno, en primer lugar, es un género atormentado
por una mala reputación. La palabra melodrama se usa de manera peyorativa, pues
convoca emociones muy fuertes, gran esquematismo, polarización moral, la acción
de villanos desembozados, la persecución de seres decentes, gestos exagerados,
y por supuesto, una abundante catarsis.
Hay siempre algo muy histriónico
en los personajes del melodrama. Posiblemente, por eso, ha recibido una fuerte
dosis de vida a partir de la emergencia del cine. En realidad, la forma más
perfecta de cine melodramático es el mudo. Pues la palabra incluye “melo”,
música, y es ya indeleble la estampa del pianista al costado de la gran
pantalla rubricando con sus acordes la acción de los personajes.
LAS FORMAS DEL EXCESO
Brooks no elige para su crítica a
los cultores más famosos del melodrama, como el prolífico Guilbert de
Pixérécourt, considerado el fundador del género, sino a quienes aprovecharon
algunos de sus elementos. Y aunque hace alusión pasajera a Charles Dickens,
Eugenio Sue, Alejandro Dumas, Victor Hugo y Fiodor Dostoievski, se concentra en
dos figuras, Honorato de Balzac – previsible– y Henry James –implausible– para
explicar “las formas del exceso”.
La escritura de James no parece
prestarse al melodrama, al menos en sus novelas, aunque sí en sus novelas
cortas (The Turn of the Screw) y en
sus relatos (The Beast in the Jungle).
En cambio Balzac es un producto del melodrama, el encargado de llevarlo más
alto y más lejos. Y James, que al principio se acercó a la prosa de Balzac con
cierta desconfianza, concluyó siendo uno de sus más grandes admiradores.
Es curioso que Marcel Proust, un
gran esteta, cuya prosa parecería enfilar hacia Flaubert, haya sido un devoto
de Balzac. Pero es que Flaubert era un realista, y Balzac un iluminado. Todos
conocen el camino por el que nos arrastra Flaubert (excepto en Bouvard y Pecuchet, para mí su obra
maestra), pero Balzac siempre arrastra escritores por senderos impensados.
Ignoro a donde hubiera ido a parar Faulkner conducido de la mano de Flaubert.
Pero es impensable que su cuento A Rose
for Emily o la primera parte de El
sonido y la furia, hayan sido escritos sin sentir el respaldo de la
desbocada imaginación de Balzac.
PACTOS DIABÓLICOS
En La piel de zapa, Raphael de Valentin ingresa a un casino para
jugarse sus últimos ahorros, y el empleado que está en la recepción le pide su
sombrero para guardárselo. El narrador se pregunta si no se esconde en ese
simple gesto una parábola providencial o surgida de las Sagradas Escrituras, o
un pacto diabólico, o si alguna autoridad superior ha ordenado retener todos
los sombreros de los jugadores para medir sus cráneos y compilar una estadística
muy instructiva sobre la capacidad craneal de todos aquellos dispuestos a
suicidarse tras gastar hasta el último céntimo.
En una simple visita a una tienda
de antigüedades, Balzac convoca todo el saber y la arqueología de veinte
siglos. En Papá Goriot describe La
pensión Vauquer señalando que la propietaria “explica su casa, como su casa
implica su persona. La robustez descolorida de la mujer es el producto de
semejante vida, como el tifus es la consecuencia de las emanaciones de un
hospital. Su vestuario compendia el salón, el comedor y el jardín, anuncia la
cocina y hace presentir los huéspedes”. En El
lirio en el valle, el narrador observa la sonrisa forzada de la señora de
Mortsauf y detecta en ella “la ironía de la venganza, la anticipación del placer,
la intoxicación del alma, la furia de la decepción”.
Los personajes de Balzac, en sus
momentos definitivos, recuerdan a esos actores que ensayan paulatinamente sus
accesos de ira para la explosión final.
LA ANULACIÓN DE LA METÁFORA
Otra prueba son las novelas
escritas sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y en los
suburbios de Washington. Y aquí, de nuevo, es un crítico literario, no un
narrador, quien se queda con la última palabra.
El escocés Andrew O´Hagan, en un
análisis del libro Falling Man, de
Don DeLillo, publicado en The New York
Review of Books (28 de junio de 2007) señaló la dificultad de usar
metáforas para describir lo ocurrido ese día.
Si la novela del gran DeLillo no
alcanza la calidad de Libra, las
razones deben atribuirse al tema. Cuando DeLillo describe el asesinato de John
F. Kennedy, dijo O´Hagan, “ubica a los lectores en la esquina del cuarto del
Depósito de Libros” donde Lee Oswald oprimió el gatillo de su rifle.
El informe de la Comisión Warren
que investigó el asesinato del presidente norteamericano parece un tedioso
reporte al lado del vívido relato de DeLillo. Pero Falling Man, es inferior al Informe de la Comisión del 11 de
septiembre.
“Basta abrir el informe en
cualquier página”, indicó el crítico, “para encontrar una imponente
descripción, segundo a segundo, de lo ocurrido esa mañana, y de los
antecedentes de los piratas aéreos”.
Cuando un escritor imaginativo
señaló que el segundo avión en estrellarse contra la Torre Sur parecía un
mensajero depositando una carta, cometió un error, dijo O´Hagan. “No, fue
sencillamente como si un avión comercial se hubiese estrellado contra un
rascacielos”. Y cuando la Torre Sur colapsó, no cayó como “un ascensor
descendiendo a toda velocidad”, según dijo otro escritor. No, “colapsó como un
edificio desplomándose en el suelo”.
LOS MODOS DEL EXCESO FRACASARON EN
ESA OCASIÓN.
“El 11 de septiembre”, señaló
O´Hagan, “ofreció algunas breves horas en que los novelistas estadounidenses
debieron limitarse a permanecer en sus casas, en tanto el periodismo les enseñó
feroces lecciones en el uso de múltiples voces, de diferentes puntos de vista,
de la estructura de la trama, del monólogo interior, de la presión de la
historia, de la fuerza del silencio, y de lo siniestro. En realidad, mostró ese
día, su propio arte al desnudo”.
Pero los modos del exceso no
siempre son aconsejables cuando la realidad supera la imaginación
melodramática. En ese sentido, un buen crítico literario nos permite advertir
en qué momento menos es más, y cuando el pudor debe reemplazar a la
exageración.
Eso se puede observar en una
novela como Payback, del alemán Gert
Ledig. Toda la novela transcurre en el curso de una hora, en julio de 1944.
Varios bombarderos norteamericanos sobrevuelan una ciudad alemana, mientras en
sus casas y en refugios, civiles alemanes aguardan la muerte.
En ese caso no hay declamación, no
hay grandes gestos, todo transcurre como en sordina. Varios seres humanos saben
que van a morir. Pero eso no les impide continuar con su vida cotidiana. Un
hombre acaricia la mejilla de su esposa, otro examina por una ventana un cielo
límpido. La muerte se ha instalado en una comunidad, analiza a sus potenciales
víctimas sin grandilocuencia, revisa sus últimos minutos de vida. La única
diferencia entre los muertos y los sobrevivientes será el acopio de recuerdos,
y la amenaza de un futuro sin esperanza alguna.
El efecto es devastador.
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