Ibsen Martínez es
uno de los escasos intelectuales de la Cuarta República y de la actual Quinta
República Bolivariano/Chavista, por quien siento una persistente admiración. Es
dramaturgo, guionista de cine y de televisión, y novelista.
Desde su debut con Humbold & Bopand, taxidermistas (1981),
Ibsen Martínez ha ofrecido a la escritura teatral venezolana obras ( algunas de
ellas llevadas al cine y a las escenarios de su país) , tales como La
hora Texaco ( 1985), LSD (1988), Fiero Amor (1989), Petroleros Suicidas( 2011), Como
vaya viniendo (2012), Drinking again
(2015) y Panamax (2015), su última producción teatral.
Fue cofundador,
junto al destacado dirigente político Teodoro Petkoff, del matutino Tal Cual.
Su obra como
ensayista ha aparecido en publicaciones literarias y de ideas de ámbito
internacional, tales como Letras Libres
(Madrid-México), Revista de Occidente
(Madrid), La Nouvelle Revue Française (París), ABC Cultural (Madrid), Foreign Policy (Washington), The New York Times, The Washington Post, la revista Nexos
( México) y la revista colombiana El Malpensante, de la que hoy forma
parte del consejo editorial.
Ha publicado tres novelas: El mono aullador de los manglares,
(Random House - Mondadori, Caracas 2000), El
señor Marx no está en casa (Norma, Bogotá, 2009) y Simpatía por King Kong (Planeta, Bogotá, 2013).
Su columna semanal
para el diario El País de Madrid es
una joya. Ibsen no solo escribe con ironía y sapiencia, sino también con
desparpajo.
Según el político y
escritor Manuel Vicente Romerogarcía, Venezuela
era “el país de las nulidades engreídas y las reputaciones consagradas..."
Muy pocos intelectuales pueden salvarse de esa frase lapidaria. Ibsen es uno de
los que demuelen esa frase.
Reside exilado en
Bogotá, Colombia, desde 2013. En la actualidad, trabaja en un libro de non fiction sobre la Venezuela
contemporánea cuyo título provisional es "Historia natural de un
petroestado". El relato que publicamos forma parte de ese libro.
Mario
Szichman
"Blues del pozo fantasma"
Oil is
where you find it.
Anónimo petrolero
Brendan Hatch vino a
buscar petróleo en el verano del 56.
Un hombre llamado
Gamal Abdel Nasser había nacionalizado en julio de ese año el Canal de Suez y
creó problemas en el suministro de crudo dulce del Golfo Pérsico a las
refinerías americanas.
El dictador de
turno, general Pérez Jiménez, ofreció entonces varias concesiones de
exploración en el oriente de Venezuela, donde se esperaba hallar grandes
yacimientos. Todo esto alcanzó a Brendan mientras administraba una pequeña
naviera en Nueva York.
La naviera operaba
sobre la base de “un hombre-un bote”. El hombre era Brendan y el bote un
tanquero mediano, de 30.000 toneladas, que iba y venía desde la refinería de
Belle Chasse, Lousiana, llevando combustible a las Bahamas, Santo Domingo y
Cuba.
Debió haber una
razón para mantener una oficina en el puerto de Nueva York, en lugar de Baton
Rouge o Galveston, pero la desconozco. Tampoco sé porqué un geólogo petrolero
de la talla de Brendan –su trabajo en Libia, antes de la guerra, ilustra
todavía los libros de texto– terminó a los cincuenta y pico pasando ocho horas
diarias sentado en una oficina, sin una secretaria que atendiese al teléfono y
haciéndole compañía a un télex que permanecía silencioso la mayor parte del
tiempo. De habérselo propuesto, un tipo como Brendan podría haber llegado a
dirigir la unidad de exploración de cualquier petrolera del mundo.
Pasaron muchas cosas
en aquel 1956: una operación aerotransportada anglo-francesa
pretendió sin éxito ocupar de nuevo las instalaciones del canal de
Suez, los tanques soviéticos aplastaron la insurrección en Budapest,
Grace Kelly se casó con el Príncipe Rainiero III de Mónaco, Fidel
Castro y ochenta y pico de sus seguidores desembarcaron en Cuba, Don Larsen
lanzó un juego perfecto en la Serie Mundial que una vez
más ganaron los Yankees a los Dodgers, Pedro Infante se mató en Yucatán
pilotando su propio avión, un pistolero solitario asesinó al dictador
nicaragüense “Tacho” Somoza en el curso de un baile en la ciudad de
León y Dwight Eisenhower derrotó a Adlai Stevenson en las elecciones
estadounidenses. Fue el año de Gigante, El Rey y Yo,
y de Carroll Baker en Baby Doll. El año
de Elvis Presley y su Love Me Tender.
Brendan anduvo todo
aquel tiempo sumamente urgido de dinero, pero cuando ocurrió lo de Suez,
decidió recurrir a su mejor amigo, un hombre que trabajaba para la
Schlumberger, en procura de un préstamo. Su amigo lo invitó a almorzar, le
entregó un cheque por la suma requerida y, una vez Brendan lo hubo doblado y
guardado en su billetera, le preguntó, en son de chanza:
– ¿Cómo piensas
pagarme?
Con desmayo, Brendan
confesó no tener idea. Estaba en un atolladero en el que nunca imaginó que iba
a verse cuando, a poco de terminar la Segunda Guerra, dejó la
petrolera pensando quién sabe qué cosa. Diez años más tarde no se explicaba su
situación. A mucha gente le había ido bien por aquel tiempo, gente que había
dejado empleos bien pagados en grandes petroleras para echar a andar sus
propios negocios. Brendan había soñado con lo mismo, pero jamás logró
establecer un negocio que pudiera llamar realmente propio y verse libre de
deudas. Había invertido mucho dinero suyo y de sus parientes
políticos en la naviera, pero el tanquero había resultado una calamidad que
pasaba más tiempo en dique seco que navegando. Entonces su amigo le habló de
las nuevas concesiones que la dictadura de Pérez Jiménez estaba ofreciendo al
sureste de Venezuela, donde vivía yo con mis padres, y
Brendan decidió que ya era hora de saltar del tanquero e intentar regresar a la
exploración petrolera por un salario.
Hay piezas sueltas,
pero así es el cuento: Nasser nacionaliza el Canal de Suez mientras Brendan
vive una mala racha en Nueva York con Beth, su esposa, y Alanna, su hija.
Entonces mi viejo tiene que viajar más de 800 kilómetros desde el
campamento en que vivíamos en el delta del Orinoco para ir a buscarlo al
aeropuerto de Maiquetía.
La casa matriz
de la Phillips Petroleum estaba en Bartlesville, Oklahoma, y
hasta allá había llegado noticia de un empleado venezolano que hablaba inglés
igualito que James Cagney. El James Cagney venezolano era mi viejo.
Había llevado los
libros de la oficina de café de mi abuelo, en San Antonio de Los Altos, hasta
que se peleó con su viejo, abandonó la secundaria, se mudó a una casa de
pensión en Los Teques y buscó empleo con los canadienses que administraban
acueducto local.
Aprendió a
leer y a escribir correspondencia comercial, sirviéndose de un manual— el
manual “Sparkman”, que aún conservo—, pero no a hablar con fluidez el inglés,
así que pagó de su bolsillo las sesiones matutinas de conversación que sostuvo
con un trinitario, también empleado de los canadienses, sentados ambos en un
puente ferroviario que pasaba sobe el embalse del acueducto, comentando números
atrasados del Toronto Star antes de entrar a la oficina.
Papá leía en voz
alta los titulares y el trinitario corregía su pronunciación mientras
distraídamente dejaba caer piedras al embalse, cuarenta metros más abajo, entre
los bambúes y los helechos arborescentes y bajo el alboroto de las guacharacas.
Pero una cosa es con
guitarra y otra con bandola: cuando, después de huir de Los Teques por un lío
de faldas –las faldas de mamá, por entonces camino a ser madre soltera–,
consiguió su primer trabajo en la industria petrolera como contable bilingüe en
un yacimiento de la Biloxi Exploration Co., costa oriental del Lago
de Maracaibo – calculo que eso fue en el 38, mucho antes de casarse con mamá –
solo para descubrir que el inglés de su tutor trinitario era bastante
idiosincrásico, por decir lo menos.
Ninguno de los
gringos de las cuadrillas de perforación, gente venida de Texas, Oklahoma o
Lousiana, lograba entender las voces y modismos trinitarios de mi
viejo, muchos de ellos transmigrados a Trinidad y Tobago desde el vecino
oriente de Venezuela: voces como mamagay, por ejemplo, que en
el inglés de la isla quiere decir precisamente eso: mamar gallo. Cada
vez que la usaba— y papá la usaba con frecuencia —, los gringos respondían
confundidos achinando los ojos. Esto del inglés
trinitario llegó a tener a papá muy preocupado. Temió ser despedido.
Para espantar esa
preocupación, una noche de sábado entró a un cine descubierto de
Palmarejo donde pasaban una de gangsters. Cuando comenzó la película, papá
encendió un cigarrillo y deliberadamente se escurrió en su butaca hasta ocultar
por completo a su vista los subtítulos con el respaldo de la butaca delantera.
Le resultó muy fácil porque solo medía cinco pies con cuatro pulgadas. Desde
esa noche las películas de gangsters fueron su método audiovisual de
conversación inglesa.
Al cabo de varias
películas, vistas una y otra vez en función continua, los ingenieros de
yacimiento y los de perforación y los capataces del patio de
tuberías americanos comenzaron, al fin, a entenderse con papá. Cierto que
los recién llegados seguían subiendo una ceja, sorprendidos, cuando mi viejo
los apostrofaba mirándolos de abajo arriba, como lo haría Edward G. Robinson
en Hampa dorada, pero, de ahí en adelante, ya nunca le respondieron
achinando los ojos .
Así pasaron casi
veinte años para él, criando fama entre los petroleros gringos, sin saberlo, de
excéntrico imitador de James Cagney, persuadido de que el sociolecto concebido
por Hollywood en los años treinta para hacer hablar a sus gánsteres de embuste
sin usar palabrotas era coloquial inglés americano de todos los días. Vivió en
esa ignorancia hasta el día de 1956 en que fue a recoger a Brendan
Hatch en el aeropuerto para conducirlo hasta el campamento de Oritupano.
El hotel Potomac, en San
Bernardino— por entonces el apacible barrio judío al pie del Avila, la montaña
con que Caracas linda al norte—, estaba a una cuadra del cuartel general
de la Royal Dutch-Shell que hoy ocupa la Comandancia
General de la Marina. En aquel entonces, “las pequeñas”, las
concesionarias como la Phillips o la Sinclair que no eran
ni la Standard Oil ni la Shell, repartían sus oficinas en varios
edificios cercanos, en La Candelaria. El Potomac siempre estaba repleto de
gringos, ingleses y holandeses.
Aunque alentaba a
todo mundo a llamarlo por su nombre de pila, Brendan llamó siempre “míster
Martínez” a mi viejo. Brendan y míster Martinez se alojaron en el
Potomac por un par de días mientras el aquel se entrevistaba con sus jefes del
departamento de geología de la Phillips Petroleum y estudiaba todos los mapas y
la literatura geofísica de la ribera izquierda del Orinoco con la que debía
familiarizarse. Luego, emprenderían viaje hasta el campamento, al oeste del
delta.
Durante el desayuno
del último día en Caracas, Brendan desplegó un mapa de bolsillo sobre la mesa y
pidió detalles a mi viejo acerca del viaje que tenían por delante. Quería saber
en cuántas etapas lo harían y cuánto tardarían en llegar.
__Bajaremos de nuevo
al aeropuerto –explicó papá– para tomar un vuelo hasta Maturín, donde pasaremos
la noche. Mañana temprano lo llevaré en el jeep hasta
Oritupano. Si todos sale bien, llegaremos al campamento en la primanoche.
Nunca supe de dónde
sacó papá aquella palabra –“primanoche”—
y llegué a
convencerme de que era invención suya hasta que, muchos años después,
leyendo Cien años de soledad, descubrí que Gabriel García Márquez
también la usaba para nombrar lo mismo. Cuando un botones
presentó a Brendan la cuenta del hotel, mi viejo le impidió pagar de un modo a
un tiempo servicial y gangsteril. Se puso de pie mientras tomaba
desenvueltamente la factura y, mordiendo las palabras, soltó en su inglés
metrogoldwyn:
__ Quédate dónde
estás, capullo. Yo haré el trabajo.
Y fue hasta la
recepción a pagar la cuenta. Al regresar a la mesa, Brendan le dijo:
—Así que usted es el
imitador de James Cagney.
Papá se quedó de una
pieza. Brendan le hizo comprender, vertiginosamente, que había
pasado veinte años haciendo el ridículo ante sus empleadores.
Camino al
aeropuerto, decidió contarle a Brendan todo sobre su método
audiovisual de conversación inglesa. Brendan reía y se daba palmadas en los
muslos cada vez que el James Cagney de Los Teques soltaba, maquinalmente y a
pesar suyo, una frase hecha a la medida de George Raft o Humphrey Bogart, pero
claramente no a la de un esmerado y cortés oficinista criollo. Simpatizaron.
A nueve mil pies de
altitud, y volando rumbo a oriente, a bordo de un Curtiss C-46 de una compañía
de fotografía aérea, James Cagney Martinez le habló a Brendan Hatch por vez
primera del barón de Humbdoldt y de sus viajes por las regiones equinocciales
del Nuevo Continente.
El barón había
estado explorando los Llanos y la Cuenca del Orinoco a fines del
siglo XVIII, muchísimo antes de que Ralph Arnold dirigiese el primer catastro
geológico del país entre 1911 y 1914. Arnold había contado con la
ayuda de otros 43 geólogos americanos y todo el dinero de la Royal Dutch Shell;
el barón de Humboldt, en cambio, debió costear de su propia bolsa sus andanzas
por las mismas sabanas anegadizas que Brendan debía ahora explorar.
-Humboldt fue el
primero en hallar triloblitas fosilizadas y esquistos bituminosos en el costo
Orinoco– explicaba papá.
Mi viejo no era
geólogo, pero sí gran lector y muy amigo de recolectar saberes del todo
inútiles para un contable autodidacta como él. Cosas como por qué las raíces
del moriche tiñen de rojo los caños o por qué los llaneros llaman “costo
Orinoco” al ciclo de crecidas y bajadas del río que prevalece al sur de la mesa
de Guanipa y de Morichal Largo, en la margen izquierda del río.
Quizá por eso la
compañía lo destacó en el campamento de Oritupano, para servir de intérprete a
Brendan y asistirlo algo más que en lo meramente administrativo por el tiempo
que durase la campaña de exploración. Cuando ésta terminase, mi viejo volvería
a la refinería de San Roque, a llevar los libros de contabilidad y supervisar
las ventas de parafina a las fábricas de velas del país.
San Roque ya era un
vieja cafetera cuando en 1952 la desarmaron en Louisiana para al llano
venezolano, a 35 kilómetros de Santa Ana de Anzoátegui. Todavía está allí, sus
torres siseando día y noche y arrojando vapores a la atmósfera sabanera.
Todavía produce exclusivamente parafina como cuando yo era niño, casi noventa
toneladas diarias.
Como míster Martínez
era más bien misántropo y amigo de la vida al aire libre, la campaña de exploración
sismográfica que Brendan dispuso vino a ser para mi viejo como una larga vacación.
—Suena interesante
–respondía invariablemente Brendan a cada mención de todo lo que había hallado
el barón de Humboldt muchos años antes que el gringo[R1] .
El cañón de aire y
sus compresores, la unidad de sismografía, los camiones y los cuarenta y tantos
macheteros que requería la campaña, aguardaban ya a Brendan en el campamento,
pero él aplazó una y otra vez la partida. En lugar de salir a explorar,
prefería pasar el día en las oficinas, estudiando mapas, fotos aéreas,
literatura geofísica y haciendo toda clase de preguntas.
– ¿Qué hay aquí?
–preguntaba, moviendo circularmente el dedo índice sobre el mapa del bloque
cedido en concesión. Mi viejo respondía dando preferencia a los indicios
superficiales –domos de sal, manaderos de brea, aguas termales, floraciones del
subsuelo– sin olvidar los topónimos. ¿Por qué los topónimos?
Porque la
exploración superficial nació en Estados Unidos como un arte del Lejano Oeste
que debía prestar mucha atención a los topónimos de la Conquista española.
Everett DeGolyer, que a principios del siglo pasado dio con el yacimiento de Potrero
del Llano N° 4, en México, se benefició de un glosario de nombres de lugares,
indígenas y españoles, de tiempos de la Conquista, elaborado por una
pareja de exploradores californianos.
Si en un antiguo
mapa español veían un sitio llamado “La Brea” o “Río Negro” o “Chapapotlal” o
“Laguna Negra” tenían buenas razones para presentir un yacimiento. Detrás de
las toponimias venían los recorridos a pie, los estudios sismológicos y
estratigráficos y los tentativos taladros de exploración, hasta dar con el crudo.
Así, al menos, se hacía en Texas occidental, en California y Nuevo México a
principios del siglo XX, cuando no existía la geofísica satelital para el
estudio de cuencas sedimentarias y a muchos geólogos todavía los apodaban
“Botas”. Por cierto, a Brendan también los apodaban “Botas” y así le
gustaba que lo llamasen. Su tarjeta de visita ponía “Boots” Hatch,
geólogo.
— ¿Temblador? ¿Qué
quiere decir “temblador”? –preguntó Boots un domingo, durante el desayuno.
—Hay un río allí en
el que abunda el temblador: la anguila eléctrica– dijo papá–. Tiembla cuando lo
tocan y puede matar a un caballo con su descarga eléctrica. Tiene adentro una
glándula o un órgano o un espinazo que funciona como una pila voltaica.
Humboldt registró el caso de un hombre que lograba que las anguilas eléctricas
cargasen una botella de Leyden.
—Humboldt,
¿eh? Suena interesante.
Temblador estaba en
el extremo occidental de la concesión. Brendan decidió que la campaña de
exploración comenzaría por allí, moviéndose al sureste en línea recta, hasta
llegar al límite oriental, a través de una franja oblicua de 200
kilómetros de largo y 12 de profundidad que se adentraba en el delta del
Orinoco, fuera ya de los límites del estado Monagas. Pero pasaron varias
semanas antes de ponerse en marcha porque, justo después de fijar la fecha de
inicio a la campaña, Brendan declaró abierta la temporada de caza del venado
matacán, el venado enano de los llanos altos orientales.
Nada más llegar a
Orutipano, Brendan había visto la escopeta Belgium de dos cañones y la
cornamenta del venado enano, rodeada de fotos de un tigre mariposo cobrado
hacía ya tiempo al sur de Las Mercedes del Llano y que papá exhibía en una
pared de su oficina. Fue entonces cuando Brendan quiso ir de cacería.
Salieron en un
camión semioruga, un transporte de infantería M3, excedente de la Segunda
Guerra Mundial, que llevaba pintado en las puertas el
emblema gasolinero de la compañía: “Phillips 66”. Llevaban la
Belgium calibre .12 de mi viejo y una Savage .16, de cañones superpuestos,
tomada en préstamo del parque de la compañía. Los acompañaba el señor Moreno,
un capataz que hacía las veces de baquiano y maestro sancochero. Brendan iba al
volante.
[ El desembarco del
M3 en Guanta.]
Estuvieron fuera más
de una semana, moviéndose siempre hacia el suroeste, a veces por carretera y
otras a campo traviesa, acampando en los morichales hasta llegar a Boca de
Tigre y a los Altos de Barrancas donde Brendan se estuvo toda una tarde sentado
en una elevación, sobre un hormiguero reseco, fumando su pipa y contemplando a
un lado los morichales y al otro el Orinoco.
Cuando al fin
regresaron al campamento, sin venados ni patos, pero con dos cavas llenas de
bagres rayados, lau-laus, cachamas, guasas, sardinatas y sapoaras que compraron
en el mercado de pescado de Barrancas, a Brendan lo esperaba una media docena
de mensajes urgentes de la oficina de Caracas.
–Bueno, míster
Fuentes, parece que tendremos que salir a buscar petróleo –dijo Brendan, luego
de hablar por radio con sus jefes.
Pero gran parte de
la fuerza machetera concentrada en el campamento se había dispersado y vuelto a
sus pueblos, desesperando de ver comenzar la campaña. Los demás reclamaron a
papá los salarios caídos y conocer el porqué de tanto aplazamiento. Mi viejo
advirtió a Brendan que tardarían otros dos días en reagrupar a la gente y
alistar el cañón de aire.
—Olvide los
macheteros y el cañón de aire. Sé exactamente donde quiero ir –dijo Brendan,
poniendo un dedo en el mapa–. Perforaremos aquí. Es un wildcat.
Brendan era un
rastreador nato de “gatos salvajes”, pozos que se hallan donde nada en la
literatura ni en los estudios previos indica que pueda haber petróleo. Sus
mayores éxitos los había alcanzado, justamente, perforando en comarcas sin
reservas probadas, en Louisiana y el “Mango de la Sartén”, al noroeste de
Texas. Pero eso lo supimos mucho más tarde.
Lo de dar con un wildcat era algo que papá podía entender, pero hacer perforar
un pozo de comprobación sin el respaldo de ningún perfil sismografico iba
contra las reglas del negocio. Temió una vez más por su empleo: alguien podía
alegar que su deber era reportar cualquier desconocimiento del manual. Resolvió
denunciar a Brendan ante el sanedrín de geólogos de la oficina en Caracas, pero
antes quiso advertírselo cumplidamente.
—El petróleo
está donde lo encuentras, muchacho, no donde diga un jodido sismógrafo –
respondió Brendan como lo habría hecho James Cagney de haber sido geofísico–.
Además, no es tu dinero, ¿o sí? Ocúpate de hacer llevar una cabria y un taladro
donde yo te diga, compadre, ¿quieres? Si no ya puedes volverte a despachar
parafina en San Roque.
Brendan era el
geólogo de campo y estaban en campaña. Tenía la autoridad y también la
potestad, así que papá terminó poniendo un télex a los de ingeniería de
producción en Maturín pidiendo que le enviaran un taladro y una cuadrilla de
perforación al campamento.
Brendan solía decir
que lo único que sabemos de cierto es que el crudo se halla bajo tierra y que
por eso los geólogos son ocultistas pues siempre están hablando de algo que no
pueden ver. El mejor argumento que tuvo para justificar el emplazamiento del
taladro fue una luna en creciente, avistada desde aquel particular sitio
durante el costo Orinoco, mientras velaban infructuosamente la aparición de los
venados enanos. Aquella luna le recordó otra luna, en Odessa, Texas, donde el
petróleo dio con Brendan en el 39. Eso lo decidió a perforar.
Mientras los
ingenieros de producción emplazaban el taladro explorador, Brendan y papá se
fueron a pescar pavones. Volvieron al emplazamiento justo a tiempo para ver la
mesa giratoria dar la primera revolución. Cinco semanas más tarde la mecha dio
con petróleo a 820 pies de profundidad.
Brendan recibió la
noticia mientras almorzaba con nosotros, un día domingo.
—El petróleo está
donde lo encuentras –dijo papá, jubiloso y zalamero.
—El petróleo está
donde él da contigo –revolvió, triunfal, Brendan–. Lo
llamaremos Humboldt. “Humbodt SR-66”. SR por San Roque; ¿qué te parece? A tu
amigo el buscador de trilobitas le gustará.
Boots se sentía tan
ufano que mis viejos no quisieron sacarlo del error.
En aquel tiempo no
había oleoducto que llegase hasta el delta, pero eso no tenía importancia
porque la compañía solo quería asegurar reservas. Así que una vez que los
ingenieros desmontaron la cabria, sellaron el Humbodt SR-66, lo hicieron
inscribir en el registro catastral y todo el mundo se olvidó de él hasta mucho
después de la nacionalización del 76.
En 1997, la British
Petroleum adquirió el pozo en una subasta y por fin éste entró en producción.
Se secó al año y medio.
No respondió a la
inyección de gas ni a ninguna otra técnica de recuperación secundaria: El
Humbdolt SR-66 no era más que un bolsón de arenas bituminosas sin conexión con
yacimiento alguno de la cuenca sedimentaria del río Orinoco. Un wildcat,
tal cual los que Boots, el ocultista, se había aficionado
a encontrar olfateando plegamientos invisibles llamados anticlinales: “arrugas”
convexas del subsuelo que atrapan el crudo que durante siglos intenta escapar
hacia arriba. Por eso Boots gustaba decir de si mismo que era un “wrinkle
cater”, un cateador de arrugas.
Solo que lejos de
sorprender con su productividad, el Humboldt SR-66 resultó ser solo eso: menos
que un gato salvaje, solamente un pozo fantasma.
Los de British
Petroleum buscaron los perfiles sin hallarlos: en su momento, cuarenta años
atrás, Brendan había prometido entregarlos, pero nunca cumplió. No habría
podido hacerlo, tampoco: dio con el pozo por rabdomancia. Era un cateador de
arrugas.
Para cuando el pozo
fue taponado y abandonado para siempre en 1998, ya Boots había muerto junto con
su esposa y otras 241 personas, carbonizado a bordo de un 747 de KLM en el
desastre aéreo de Tenerife, en 1973. Regresaban a Houston desde Amsterdam donde
había ido a visitar a sus nietos.
Pero aquella
tardecita de 1956, luego de hacer certificar el pozo Phillips SR66
por los fiscales del Ministerio de Minas Hidrocarburos, Brendan y mi
viejo regresaron muy contentos al campamento San Roque. Rodaban en silencio, en
el sedán Chrysler Windsor, negro, modelo 1948, orgullo de papá. Cerca de
Uracoa, Brendan preguntó de improviso:
—Ese hombre, míster
Martínez, su amigo, Humboldt. ¿Para quién trabaja ahora?
Un cuarto de
kilómetro más tarde, James Cagney respondió:
—Creo que ahora está
con la Texaco.
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