sábado, 10 de febrero de 2018

Ibsen Martínez "Blues del pozo fantasma" (relato)



Ibsen Martínez es uno de los escasos intelectuales de la Cuarta República y de la actual Quinta República Bolivariano/Chavista, por quien siento una persistente admiración. Es dramaturgo, guionista de cine y de televisión, y novelista.
Desde su debut con Humbold & Bopand, taxidermistas (1981), Ibsen Martínez ha ofrecido a la escritura teatral venezolana obras ( algunas de ellas llevadas al cine y a las escenarios de su país) , tales  como La hora Texaco ( 1985), LSD (1988), Fiero Amor (1989), Petroleros Suicidas( 2011), Como vaya viniendo (2012), Drinking again (2015) y  Panamax (2015), su última producción teatral.
Fue cofundador, junto al destacado dirigente político Teodoro Petkoff,  del matutino Tal Cual.
Su obra como ensayista ha aparecido en publicaciones literarias y de ideas de ámbito internacional, tales como Letras Libres (Madrid-México), Revista de Occidente (Madrid),  La Nouvelle Revue Française (París), ABC Cultural (Madrid), Foreign Policy (Washington), The New York Times, The Washington Post, la revista Nexos ( México) y la revista colombiana  El Malpensante, de la que hoy forma parte del consejo editorial. 
 Ha publicado tres novelas: El mono aullador de los manglares, (Random House - Mondadori, Caracas 2000), El señor Marx no está en casa (Norma, Bogotá, 2009) y Simpatía por King Kong (Planeta, Bogotá, 2013).
Su columna semanal para el diario El País de Madrid es una joya. Ibsen no solo escribe con ironía y sapiencia, sino también con desparpajo.
Según el político y escritor Manuel Vicente Romerogarcía,  Venezuela era “el país de las nulidades engreídas y las reputaciones consagradas..." Muy pocos intelectuales pueden salvarse de esa frase lapidaria. Ibsen es uno de los que demuelen esa frase.
Reside exilado en Bogotá, Colombia, desde 2013. En la actualidad, trabaja en un libro de non fiction sobre la Venezuela contemporánea cuyo título provisional es "Historia natural de un petroestado". El relato que publicamos forma parte de ese libro. 
Mario Szichman

   "Blues del pozo fantasma" 


 Oil is where you find it.
Anónimo petrolero
                                         
Brendan Hatch vino a buscar petróleo en el verano del 56.
Un hombre llamado Gamal Abdel Nasser había nacionalizado en julio de ese año el Canal de Suez y creó problemas en el suministro de crudo dulce del Golfo Pérsico a las refinerías americanas.
El dictador de turno, general Pérez Jiménez, ofreció entonces varias concesiones de exploración en el oriente de Venezuela, donde se esperaba hallar grandes yacimientos. Todo esto alcanzó a Brendan mientras administraba una pequeña naviera en Nueva York.
La naviera operaba sobre la base de “un hombre-un bote”. El hombre era Brendan y el bote un tanquero mediano, de 30.000 toneladas, que iba y venía desde la refinería de Belle Chasse, Lousiana, llevando combustible a las Bahamas, Santo Domingo y Cuba.
Debió haber una razón para mantener una oficina en el puerto de Nueva York, en lugar de Baton Rouge o Galveston, pero la desconozco. Tampoco sé porqué un geólogo petrolero de la talla de Brendan –su trabajo en Libia, antes de la guerra, ilustra todavía los libros de texto– terminó a los cincuenta y pico pasando ocho horas diarias sentado en una oficina, sin una secretaria que atendiese al teléfono y haciéndole compañía a un télex que permanecía silencioso la mayor parte del tiempo. De habérselo propuesto, un tipo como Brendan podría haber llegado a dirigir la unidad de exploración de cualquier petrolera del mundo.
Pasaron muchas cosas en aquel 1956:  una operación aerotransportada anglo-francesa pretendió sin éxito ocupar de nuevo las instalaciones del canal de Suez,  los tanques soviéticos aplastaron la insurrección en Budapest, Grace Kelly se casó con el Príncipe  Rainiero III de Mónaco, Fidel Castro y ochenta y pico de sus seguidores desembarcaron en Cuba, Don Larsen lanzó un juego perfecto en la Serie  Mundial que una vez más ganaron los Yankees a los Dodgers, Pedro Infante se mató en Yucatán pilotando su propio avión, un pistolero solitario asesinó al dictador nicaragüense  “Tacho” Somoza en el curso de un baile en la ciudad de León y Dwight Eisenhower derrotó a Adlai Stevenson en las elecciones estadounidenses. Fue el año de Gigante, El Rey y Yo, y de Carroll Baker en Baby Doll El año de Elvis Presley y su Love Me Tender.
Brendan anduvo todo aquel tiempo sumamente urgido de dinero, pero cuando ocurrió lo de Suez, decidió recurrir a su mejor amigo, un hombre que trabajaba para la Schlumberger, en procura de un préstamo. Su amigo lo invitó a almorzar, le entregó un cheque por la suma requerida y, una vez Brendan lo hubo doblado y guardado en su billetera, le preguntó, en son de chanza:
– ¿Cómo piensas pagarme?
Con desmayo, Brendan confesó no tener idea. Estaba en un atolladero en el que nunca imaginó que iba a verse cuando, a poco de terminar la Segunda Guerra, dejó la petrolera pensando quién sabe qué cosa. Diez años más tarde no se explicaba su situación. A mucha gente le había ido bien por aquel tiempo, gente que había dejado empleos bien pagados en grandes petroleras para echar a andar sus propios negocios. Brendan había soñado con lo mismo, pero jamás logró establecer un negocio que pudiera llamar realmente propio y verse libre de deudas.  Había invertido mucho dinero suyo y de sus parientes políticos en la naviera, pero el tanquero había resultado una calamidad que pasaba más tiempo en dique seco que navegando. Entonces su amigo le habló de las nuevas concesiones que la dictadura de Pérez Jiménez estaba ofreciendo al sureste de Venezuela, donde vivía yo  con mis padres,  y Brendan decidió que ya era hora de saltar del tanquero e intentar regresar a la exploración petrolera por un salario.
Hay piezas sueltas, pero así es el cuento: Nasser nacionaliza el Canal de Suez mientras Brendan vive una mala racha en Nueva York con Beth, su esposa, y Alanna, su hija. Entonces mi viejo tiene que viajar más de 800 kilómetros desde el campamento en que vivíamos en el delta del Orinoco para ir a buscarlo al aeropuerto de Maiquetía.

La casa matriz de la Phillips Petroleum  estaba en Bartlesville, Oklahoma, y hasta allá había llegado noticia de un empleado venezolano que hablaba inglés igualito que James Cagney. El James Cagney venezolano era mi viejo.  
Había llevado los libros de la oficina de café de mi abuelo, en San Antonio de Los Altos, hasta que se peleó con su viejo, abandonó la secundaria, se mudó a una casa de pensión en Los Teques y buscó empleo con los canadienses que administraban acueducto local.
 Aprendió a leer y a escribir correspondencia comercial, sirviéndose de un manual— el manual “Sparkman”, que aún conservo—, pero no a hablar con fluidez el inglés, así que pagó de su bolsillo las sesiones matutinas de conversación que sostuvo con un trinitario, también empleado de los canadienses, sentados ambos en un puente ferroviario que pasaba sobe el embalse del acueducto, comentando números atrasados del Toronto Star antes de entrar a la oficina.

Papá leía en voz alta los titulares y el trinitario corregía su pronunciación mientras distraídamente dejaba caer piedras al embalse, cuarenta metros más abajo, entre los bambúes y los helechos arborescentes y bajo el alboroto de las guacharacas.
Pero una cosa es con guitarra y otra con bandola: cuando, después de huir de Los Teques por un lío de faldas –las faldas de mamá, por entonces camino a ser madre soltera–, consiguió su primer trabajo en la industria petrolera como contable bilingüe en un yacimiento de la Biloxi Exploration Co.,  costa oriental del Lago de Maracaibo – calculo que eso fue en el 38, mucho antes de casarse con mamá – solo para descubrir que el inglés de su tutor trinitario era bastante idiosincrásico, por decir lo menos.
Ninguno de los gringos de las cuadrillas de perforación, gente venida de Texas, Oklahoma o Lousiana, lograba entender  las voces y modismos trinitarios de mi viejo, muchos de ellos transmigrados a Trinidad y Tobago desde el vecino oriente de Venezuela: voces como mamagay, por ejemplo, que en el inglés de la isla quiere decir precisamente eso: mamar gallo. Cada vez que la usaba— y papá la usaba con frecuencia —, los gringos respondían confundidos achinando   los ojos.  Esto del inglés trinitario llegó a tener a papá muy preocupado. Temió ser despedido.
Para espantar esa preocupación, una  noche de sábado entró a un cine descubierto de Palmarejo donde pasaban una de gangsters. Cuando comenzó la película, papá encendió un cigarrillo y deliberadamente se escurrió en su butaca hasta ocultar por completo a su vista los subtítulos con el respaldo de la butaca delantera. Le resultó muy fácil porque solo medía cinco pies con cuatro pulgadas. Desde esa noche las películas de gangsters fueron su método audiovisual de conversación inglesa.
Al cabo de varias películas, vistas una y otra vez en función continua, los ingenieros de yacimiento y los de perforación y los capataces del  patio de tuberías americanos comenzaron, al fin, a entenderse con papá. Cierto que los recién llegados seguían subiendo una ceja, sorprendidos, cuando mi viejo los apostrofaba mirándolos de abajo arriba, como lo haría Edward G. Robinson en Hampa dorada, pero, de ahí en adelante, ya nunca le respondieron achinando los ojos .
Así pasaron casi veinte años para él, criando fama entre los petroleros gringos, sin saberlo, de excéntrico imitador de James Cagney, persuadido de que el sociolecto concebido por Hollywood en los años treinta para hacer hablar a sus gánsteres de embuste sin usar palabrotas era coloquial inglés americano de todos los días. Vivió en esa ignorancia hasta  el día de 1956 en que fue a recoger a Brendan Hatch en el aeropuerto para conducirlo hasta el campamento de Oritupano.
 El hotel Potomac, en San Bernardino— por entonces el apacible barrio judío al pie del Avila, la montaña con que Caracas linda al norte—, estaba a una cuadra del cuartel general de la Royal Dutch-Shell que hoy ocupa la Comandancia General de la Marina. En aquel entonces, “las pequeñas”, las concesionarias como la Phillips o la Sinclair que no eran ni la Standard Oil ni la Shell, repartían sus oficinas en varios edificios cercanos, en La Candelaria. El Potomac siempre estaba repleto de gringos, ingleses y holandeses.
Aunque alentaba a todo mundo a llamarlo por su nombre de pila, Brendan llamó siempre “míster Martínez” a mi viejo.  Brendan y míster Martinez se alojaron en el Potomac por un par de días mientras el aquel se entrevistaba con sus jefes del departamento de geología de la Phillips Petroleum y estudiaba todos los mapas y la literatura geofísica de la ribera izquierda del Orinoco con la que debía familiarizarse. Luego, emprenderían viaje hasta el campamento, al oeste del delta.
Durante el desayuno del último día en Caracas, Brendan desplegó un mapa de bolsillo sobre la mesa y pidió detalles a mi viejo acerca del viaje que tenían por delante. Quería saber en cuántas etapas lo harían y cuánto tardarían en llegar.
__Bajaremos de nuevo al aeropuerto –explicó papá– para tomar un vuelo hasta Maturín, donde pasaremos la noche. Mañana temprano lo llevaré en el jeep hasta Oritupano. Si todos sale bien, llegaremos al campamento  en la primanoche.
Nunca supe de dónde sacó papá aquella palabra –“primanoche”—
y llegué a convencerme de que era invención suya hasta que, muchos años después, leyendo Cien años de soledad, descubrí que Gabriel García Márquez también la usaba para nombrar lo mismo.  Cuando un botones presentó a Brendan la cuenta del hotel, mi viejo le impidió pagar de un modo a un tiempo servicial y gangsteril. Se puso de pie mientras tomaba desenvueltamente la factura y, mordiendo las palabras, soltó en su inglés metrogoldwyn:
__ Quédate dónde estás, capullo. Yo haré el trabajo.
 Y fue hasta la recepción a pagar la cuenta. Al regresar a la mesa, Brendan le dijo:
—Así que usted es el imitador de James Cagney.
Papá se quedó de una pieza.   Brendan le hizo comprender, vertiginosamente, que había pasado veinte años haciendo el ridículo ante sus empleadores.
Camino al aeropuerto,  decidió contarle a Brendan todo sobre su método audiovisual de conversación inglesa. Brendan reía y se daba palmadas en los muslos cada vez que el James Cagney de Los Teques soltaba, maquinalmente y a pesar suyo, una frase hecha a la medida de George Raft o Humphrey Bogart, pero claramente no a la de un esmerado y cortés oficinista criollo. Simpatizaron.
A nueve mil pies de altitud, y volando rumbo a oriente, a bordo de un Curtiss C-46 de una compañía de fotografía aérea, James Cagney Martinez le habló a Brendan Hatch por vez primera del barón de Humbdoldt y de sus viajes por las regiones equinocciales del Nuevo Continente.
El barón había estado  explorando los Llanos y la Cuenca del Orinoco a fines del siglo XVIII, muchísimo antes de que Ralph Arnold dirigiese el primer catastro geológico del país entre 1911 y 1914.  Arnold había contado con la ayuda de otros 43 geólogos americanos y todo el dinero de la Royal Dutch Shell; el barón de Humboldt, en cambio, debió costear de su propia bolsa sus andanzas por las mismas sabanas anegadizas que Brendan debía ahora explorar.

-Humboldt fue el primero en hallar triloblitas fosilizadas y esquistos bituminosos en el costo Orinoco– explicaba papá.
Mi viejo no era geólogo, pero sí gran lector y muy amigo de recolectar saberes del todo inútiles para un contable autodidacta como él. Cosas como por qué las raíces del moriche tiñen de rojo los caños o por qué los llaneros llaman “costo Orinoco” al ciclo de crecidas y bajadas del río que prevalece al sur de la mesa de Guanipa y de Morichal Largo, en la margen izquierda del río.
Quizá por eso la compañía lo destacó en el campamento de Oritupano, para servir de intérprete a Brendan y asistirlo algo más que en lo meramente administrativo por el tiempo que durase la campaña de exploración. Cuando ésta terminase, mi viejo volvería a la refinería de San Roque, a llevar los libros de contabilidad y supervisar las ventas de parafina a las fábricas de velas del país.
San Roque ya era un vieja cafetera cuando en 1952 la desarmaron en Louisiana para al llano venezolano, a 35 kilómetros de Santa Ana de Anzoátegui. Todavía está allí, sus torres siseando día y noche y arrojando vapores a la atmósfera sabanera. Todavía produce exclusivamente parafina como cuando yo era niño, casi noventa toneladas diarias.
Como míster Martínez era más bien misántropo y amigo de la vida al aire libre, la campaña de exploración sismográfica que Brendan dispuso vino a ser para mi viejo como una larga vacación.
Suena interesante –respondía invariablemente Brendan a cada mención de todo lo que había hallado el barón de Humboldt muchos años antes que el gringo[R1] .
El cañón de aire y sus compresores, la unidad de sismografía, los camiones y los cuarenta y tantos macheteros que requería la campaña, aguardaban ya a Brendan en el campamento, pero él aplazó una y otra vez la partida. En lugar de salir a explorar, prefería pasar el día en las oficinas, estudiando mapas, fotos aéreas, literatura geofísica y haciendo toda clase de preguntas.
– ¿Qué hay aquí? –preguntaba, moviendo circularmente el dedo índice sobre el mapa del bloque cedido en concesión. Mi viejo respondía dando preferencia a los indicios superficiales –domos de sal, manaderos de brea, aguas termales, floraciones del subsuelo– sin olvidar los topónimos. ¿Por qué los topónimos?
Porque la exploración superficial nació en Estados Unidos como un arte del Lejano Oeste que debía prestar mucha atención a los topónimos de la Conquista española. Everett DeGolyer, que a principios del siglo pasado dio con el yacimiento de Potrero del Llano N° 4, en México, se benefició de un glosario de nombres de lugares, indígenas y españoles, de tiempos de la Conquista, elaborado por una pareja de exploradores californianos.
Si en un antiguo mapa español veían un sitio llamado “La Brea” o “Río Negro” o “Chapapotlal” o “Laguna Negra” tenían buenas razones para presentir un yacimiento. Detrás de las toponimias venían los recorridos a pie, los estudios sismológicos y estratigráficos y los tentativos taladros de exploración, hasta dar con el crudo. Así, al menos, se hacía en Texas occidental, en California y Nuevo México a principios del siglo XX, cuando no existía la geofísica satelital para el estudio de cuencas sedimentarias y a muchos geólogos todavía los apodaban “Botas”. Por cierto,  a Brendan también los apodaban “Botas” y así le gustaba que lo llamasen. Su tarjeta de visita ponía “Boots” Hatch, geólogo.  
— ¿Temblador? ¿Qué quiere decir “temblador”? –preguntó Boots un domingo, durante el desayuno.
—Hay un río allí en el que abunda el temblador: la anguila eléctrica– dijo papá–. Tiembla cuando lo tocan y puede matar a un caballo con su descarga eléctrica. Tiene adentro una glándula o un órgano o un espinazo que funciona como una pila voltaica. Humboldt registró el caso de un hombre que lograba que las anguilas eléctricas cargasen una botella de Leyden.
 —Humboldt, ¿eh? Suena interesante.
Temblador estaba en el extremo occidental de la concesión. Brendan decidió que la campaña de exploración comenzaría por allí, moviéndose al sureste en línea recta, hasta llegar al límite oriental, a través de una franja oblicua de 200 kilómetros de largo y 12 de profundidad que se adentraba en el delta del Orinoco, fuera ya de los límites del estado Monagas. Pero pasaron varias semanas antes de ponerse en marcha porque, justo después de fijar la fecha de inicio a la campaña, Brendan declaró abierta la temporada de caza del venado matacán, el venado enano de los llanos altos orientales.
Nada más llegar a Orutipano, Brendan había visto la escopeta Belgium de dos cañones y la cornamenta del venado enano, rodeada de fotos de un tigre mariposo cobrado hacía ya tiempo al sur de Las Mercedes del Llano y que papá exhibía en una pared de su oficina. Fue entonces cuando Brendan quiso ir de cacería.
Salieron en un camión semioruga, un transporte de infantería M3, excedente de la Segunda Guerra Mundial, que llevaba pintado en las puertas el emblema  gasolinero de la compañía: “Phillips 66”. Llevaban la Belgium calibre .12 de mi viejo y una Savage .16, de cañones superpuestos, tomada en préstamo del parque de la compañía. Los acompañaba el señor Moreno, un capataz que hacía las veces de baquiano y maestro sancochero. Brendan iba al volante.
[ El desembarco del M3 en Guanta.]

Estuvieron fuera más de una semana, moviéndose siempre hacia el suroeste, a veces por carretera y otras a campo traviesa, acampando en los morichales hasta llegar a Boca de Tigre y a los Altos de Barrancas donde Brendan se estuvo toda una tarde sentado en una elevación, sobre un hormiguero reseco, fumando su pipa y contemplando a un lado los morichales y al otro el Orinoco.
Cuando al fin regresaron al campamento, sin venados ni patos, pero con dos cavas llenas de bagres rayados, lau-laus, cachamas, guasas, sardinatas y sapoaras que compraron en el mercado de pescado de Barrancas, a Brendan lo esperaba una media docena de mensajes urgentes de la oficina de Caracas.
–Bueno, míster Fuentes, parece que tendremos que salir a buscar petróleo –dijo Brendan, luego de hablar por radio con sus jefes.
Pero gran parte de la fuerza machetera concentrada en el campamento se había dispersado y vuelto a sus pueblos, desesperando de ver comenzar la campaña. Los demás reclamaron a papá los salarios caídos y conocer el porqué de tanto aplazamiento. Mi viejo advirtió a Brendan que tardarían otros dos días en reagrupar a la gente y alistar el cañón de aire.
—Olvide los macheteros y el cañón de aire. Sé exactamente donde quiero ir –dijo Brendan, poniendo un dedo en el mapa–. Perforaremos aquí. Es un wildcat.
Brendan era un rastreador nato de “gatos salvajes”, pozos que se hallan donde nada en la literatura ni en los estudios previos indica que pueda haber petróleo. Sus mayores éxitos los había alcanzado, justamente, perforando en comarcas sin reservas probadas, en Louisiana y el “Mango de la Sartén”, al noroeste de Texas. Pero eso lo supimos mucho más tarde.
Lo de dar con un wildcat era algo que papá podía entender, pero hacer perforar un pozo de comprobación sin el respaldo de ningún perfil sismografico iba contra las reglas del negocio. Temió una vez más por su empleo: alguien podía alegar que su deber era reportar cualquier desconocimiento del manual. Resolvió denunciar a Brendan ante el sanedrín de geólogos de la oficina en Caracas, pero antes quiso advertírselo cumplidamente.
 —El petróleo está donde lo encuentras, muchacho, no donde diga un jodido sismógrafo – respondió Brendan como lo habría hecho James Cagney de haber sido geofísico–. Además, no es tu dinero, ¿o sí? Ocúpate de hacer llevar una cabria y un taladro donde yo te diga, compadre, ¿quieres? Si no ya puedes volverte a despachar parafina en San Roque.
Brendan era el geólogo de campo y estaban en campaña. Tenía la autoridad y también la potestad, así que papá terminó poniendo un télex a los de ingeniería de producción en Maturín pidiendo que le enviaran un taladro y una cuadrilla de perforación al campamento.
Brendan solía decir que lo único que sabemos de cierto es que el crudo se halla bajo tierra y que por eso los geólogos son ocultistas pues siempre están hablando de algo que no pueden ver. El mejor argumento que tuvo para justificar el emplazamiento del taladro fue una luna en creciente, avistada desde aquel particular sitio durante el costo Orinoco, mientras velaban infructuosamente la aparición de los venados enanos. Aquella luna le recordó otra luna, en Odessa, Texas, donde el petróleo dio con Brendan en el 39. Eso lo decidió a perforar.
Mientras los ingenieros de producción emplazaban el taladro explorador, Brendan y papá se fueron a pescar pavones. Volvieron al emplazamiento justo a tiempo para ver la mesa giratoria dar la primera revolución. Cinco semanas más tarde la mecha dio con petróleo a 820 pies de profundidad.
Brendan recibió la noticia mientras almorzaba con nosotros, un día domingo.
—El petróleo está donde lo encuentras –dijo papá, jubiloso y zalamero.
—El petróleo está donde él da contigo –revolvió, triunfal, Brendan–. Lo llamaremos Humboldt. “Humbodt SR-66”. SR por San Roque; ¿qué te parece? A tu amigo el buscador de trilobitas le gustará.
Boots se sentía tan ufano que mis viejos no quisieron sacarlo del error.
En aquel tiempo no había oleoducto que llegase hasta el delta, pero eso no tenía importancia porque la compañía solo quería asegurar reservas. Así que una vez que los ingenieros desmontaron la cabria, sellaron el Humbodt SR-66, lo hicieron inscribir en el registro catastral y todo el mundo se olvidó de él hasta mucho después de la nacionalización del 76.
En 1997, la British Petroleum adquirió el pozo en una subasta y por fin éste entró en producción. Se secó al año y medio.
No respondió a la inyección de gas ni a ninguna otra técnica de recuperación secundaria: El Humbdolt SR-66 no era más que un bolsón de arenas bituminosas sin conexión con yacimiento alguno de la cuenca sedimentaria del río Orinoco. Un wildcat, tal cual los que Boots,  el ocultista,  se había aficionado a encontrar olfateando plegamientos invisibles llamados anticlinales: “arrugas” convexas del subsuelo que atrapan el crudo que durante siglos intenta escapar hacia arriba. Por eso Boots gustaba decir de si mismo que era un “wrinkle cater”, un cateador de arrugas.
Solo que lejos de sorprender con su productividad, el Humboldt SR-66 resultó ser solo eso: menos que un gato salvaje, solamente un pozo fantasma.  
Los de British Petroleum buscaron los perfiles sin hallarlos: en su momento, cuarenta años atrás, Brendan había prometido entregarlos, pero nunca cumplió. No habría podido hacerlo, tampoco: dio con el pozo por rabdomancia. Era un cateador de arrugas.
Para cuando el pozo fue taponado y abandonado para siempre en 1998, ya Boots había muerto junto con su esposa y otras 241 personas, carbonizado a bordo de un 747 de KLM en el desastre aéreo de Tenerife, en 1973. Regresaban a Houston desde Amsterdam donde había ido a visitar a sus nietos.
Pero aquella tardecita de 1956, luego  de hacer certificar el pozo Phillips SR66 por los fiscales del Ministerio de Minas  Hidrocarburos, Brendan y mi viejo regresaron muy contentos al campamento San Roque. Rodaban en silencio, en el sedán Chrysler Windsor, negro, modelo 1948, orgullo de papá. Cerca de Uracoa, Brendan preguntó de improviso:
—Ese hombre, míster Martínez, su amigo, Humboldt. ¿Para quién trabaja ahora?
Un cuarto de kilómetro más tarde, James Cagney respondió:
—Creo que ahora está con la Texaco.


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