jueves, 6 de abril de 2017

Postales desde el más allá


Mario Szichman



Cuando se trata de narrar es preferible poner el carro antes que los caballos. Por supuesto, se trata de un criterio personal. Ese razonamiento no se aplica a narradores como Honorato de Balzac o Emilio Zola, o Alejandro Dumas, que tenían sus novelas rigurosamente planificadas antes de depositar la pluma sobre el papel.
Pero esos narradores suelen ser la excepción, antes que la regla. Basta revisar los cuadernos de apuntes de Dostoievski publicados por The University of Chicago Press o ese libro incomparable de Kathryn B . Feuer titulado Tolstoy and the Genesis of War and Peace (Cornell University Press) para confirmar que la narrativa está repleta de falsos comienzos, de callejones sin salida, de personajes que aparecen y luego desaparecen, o de la fusión de varios de ellos en uno solo.
Crimen y Castigo comenzó como un relato largo, de unas cincuenta páginas. La intención de Dostoievski era denunciar vicios como el alcoholismo o la prostitución. El personaje central era Marmeladov, el burócrata, que se sumía en la degradación por culpa de sus borracheras. El segundo en importancia era Sonia, su hija, una prostituta angelical. Pero no era mencionado el tema central, el asesinato de una vieja usurera. Tampoco se aludía al estudiante Raskolnikoff, uno de los grandes personajes de la literatura moderna, quien asesinaba a la usurera.
En otras ocasiones, el escritor tiene una especie de epifanía. Una simple visión forja en su mente la trama de un texto, inclusive una saga completa. La novela más famosa de William Faulkner, The Sound and the Fury, surgió, según él mismo explicó en The Paris Review, de una imagen: “Se trataba de los embarrados calzones de una niña pequeña”. La niña estaba subida a un árbol, desde donde podía observar a través de una ventana el funeral de su abuela, y pasar la información de lo que estaba ocurriendo a sus hermanos emplazados en tierra.
También, como en el caso de Dostoievski, la intención inicial de Faulkner era escribir un cuento. Pero, según declaró a su entrevistadora, “para el momento en que expliqué quienes eran los personajes, y qué estaban haciendo, y por qué los calzones de la niña habían quedado  embarrados, advertí que era imposible explicar todo eso en un cuento, y decidí escribir una novela. Recién entonces descubrí el simbolismo de los calzones embarrados. La imagen fue reemplazada por la de una niña carente de padre y de madre y su final huida de la única vivienda que había tenido, y en la cual nunca le habían ofrecido amor, afecto, o comprensión”.
Los libros suelen ser buenos proveedores de imágenes. Algunas se instalan de una manera que resulta imposible eludirlas. No soy adepto a lo macabro, aunque entre mis personajes favoritos figuran los patólogos forenses. Pero hay un libro que reviso con cierta frecuencia. Se titula Looking at Death, fue escrito por Barbara P. Norfleet, y publicado por David R. Godine, de Boston, Massachusetts.
El tema del ensayo no es solo la muerte sino la manera que el ser humano la enfrenta. Curiosamente, hasta comienzos del siglo veinte, al menos en los Estados Unidos, y supongo que en otros países, existía una especie de aceptación de la muerte, como si hubiese sido un matrimonio de conveniencia. En tanto la vida es siempre evitable, y eso es corroborado anualmente por millones de abortos, la muerte nos alcanza a todos.
¿Quién puede imaginar que los padres de bebés muertos se tomaban fotografías con sus infantes en brazos y ordenaban que usaran esas fotografías en postales, para enviarlas a familiares y amigos a fin de documentar el exacto momento del suceso?
El libro de Norfleet muestra varias de esas postales del más allá. Hay serenidad en los rostros de los padres, o de la madre, en el instante de enfrentar la cámara.
Es bueno recordar que hasta hace un siglo y medio, las familias eran extensas porque la mayoría de los vástagos no llegaban a la adolescencia. La muerte formaba parte de la vida, era previsible a todas las edades. Lo más inesperado era que los niños sobrevinieran adultos.


PERMUTACIONES

Cuando estaba escribiendo La región vacía, una novela sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y en los suburbios de Washington, D.C., el carro vino antes que los caballos. El libro de Norfleet precedió los episodios más recordables de esa jornada. Inclusive la profesión que le asigné a Marcia, su protagonista, emanó de ese libro.
Los dos hijos de Marcia morían en la Torre Norte. Yo necesitaba que Marcia tuviese una mirada especial sobre el mundo. La convertí en diseñadora de collages, y en pintora amateur. Y la obligué a comprar el libro de Norfleet. Un libro que lidia no solo con postales del más allá, sino con muertes simuladas, en escenarios teatrales o en filmes, con muertes violentas, como linchamientos, ejecuciones de pandilleros, suicidios. Abundan en ese libro las autopsias, y los rituales de duelo.


Recordé a los lectores que “Durante una época, bastante antes de la muerte de sus hijos en la Torre Norte, Marcia había visitado las colecciones de fotografía del Radcliffe College empecinándose en los rostros inanimados.
“Numerosos fotógrafos, especialmente a fines del siglo diecinueve, dedicaban casi tanto tiempo a retratar a los muertos como a los vivos, pasaban horas ataviándolos para asignarles una apariencia de  vida. Algunas madres contemplaban la cámara con serenidad, exhibiendo a sus bebés muertos. A veces, sus rostros afloraban junto a féretros que parecían de juguete. Había serenidad en esos bebés que la cámara captaba con los ojos abiertos o cerrados, aunque todos ellos parecían carecer de una vida previa. Nadie había podido domesticar sus diminutos miembros para que perdieran la rigidez, o logrado que residieran en una habitación con seres vivos. Sus figuras parecían suspendidas de alambres, anidando en las intercaladas dimensiones de un collage, esos objetos artísticos que Marcia había creado para ganarse la vida”.
El carro antes que los caballos permite a los personajes concentrarse en la obsesión. Tal vez Marcia podría haber actuado como personaje sin necesidad de fabricar collages o tener aptitudes como pintora. Pero la narrativa reclama atajos.
Sherlock Holmes es, exclusivamente, la percepción de Sherlock Holmes. Sus hallazgos se basan en su capacidad para discernir, en cada evento, lo esencial de lo accesorio. En uno de sus casos, la pista más importante es el perro que no ladró.
Marcia ha convertido su mirada en su profesión. Por lo tanto, necesita ver y descubrir. Y arrastra en su búsqueda al periodista Jeremiah Richards. Eso mata, además, dos pájaros de un tiro, pues facilita la irrupción del galanteo. (Nunca escriban una novela sin imponer un romance cargado de peripecias y de escollos que hacen temer una imposible consumación).
Pero además, la mirada de Marcia se orienta hacia el destino final de sus hijos.
“Marcia hubiera dado el oro del mundo por ver alguna foto de sus hijos aglomerados en la oficina de Cantor Fitzgerald junto con decenas de sus compañeros. ¿Cómo había reaccionado Mark? ¿Qué objeto tendría Gerald en su mano izquierda? ¿Estaría jugando con la cadena de su llavero? ¿La habría trasmutado en un rosario”
“Marcia había hallado los planos de la oficina donde habían muerto sus hijos, emplazado a sus compañeros en los lugares donde solían sentarse. Trabajaban en la zona de canje de acciones ordinarias, en la parte sur del piso 104. Desde allí podían observar la Estatua de la Libertad. Pero Mark le había dicho en su llamada final que en ese momento podía ver el Empire State Building. Eso indicaba que se había desplazado de su escritorio hacia el área de mercadeo de bonos, en la parte este de la oficina”.
Alfred Hitchcock decía que no podría existir el cine sin la existencia del voyeur. Su epítome es Rear Window, un filme que tiene como protagonista a un fotógrafo baldado. El fotógrafo nos permite explorar la vida interior, los dramas, generalmente eróticos, de personajes que habitan su edificio de apartamentos.
Marcia es obviamente una voyeurista, por razones profesionales. La pregunta que devora sus horas de insomnio es “¿En qué momento sus hijos se habían enterado que iban a morir? Los dos creían que una avioneta Cessna se había estrellado por equivocación contra la Torre Norte. Estaban seguros de que en cualquier momento los rescatarían. Les parecía un incidente menor”.
Todo hábito nos hace culpables. Es obvio que Marcia ha quedado devastada por la muerte de sus hijos, pero su necesidad de indagar trasciende el duelo. La profesión triunfa sobre el dolor. Es imposible evitar el voyeurismo.
Marcia “hubiera deseado encerrar a sus hijos en una foto (una foto en blanco y negro, de grano grueso) y compartir con ellos la observación de un objeto. Por ejemplo, una jarra repleta de lápices. Podía ser Mark, o Gerald. ¿Todavía seguían existiendo jarras repletas de lápices en una oficina repleta de computadoras? O tal vez el cooler. Mark o Gerald sorprendidos por la cámara en el momento en que el cooler soltaba una burbuja gigante. Alguien tendría que haber sacado una foto de sus momentos postreros. Varios helicópteros habían sobrevolado los últimos pisos de las torres antes del colapso, tal vez las cámaras de video estaban activadas. Marcia sentía que la verdad rondaba en torno a ella, estaba por decirle algo terrible al oído, y luego se alejaba. Su oficio la marcaba. Pensaba de la misma manera en que organizaba sus collages”.
Los hijos de Marcia dejan de ser carne de su carne. Y Jeremiah Richards, su futuro amante, es un collage más. “Marcia lo imaginaba flotando en una suspensión coloidal”.
Marcia está marcada por la distancia de su profesión. La compasión toma distancias, la profesión induce al distanciamiento. Todo se transmuta en marcos de referencia. Solo existe el encuadre, el profesionalismo. Y en cuanto a sus hijos “estaban sentados en un cuarto, cada uno columpiándose en su propio mundo, para siempre”.

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