Mario Szichman
Sin Eugène François Vidocq,
no existiría Los Miserables, de
Victor Hugo, o, al menos, buena parte de su trama. Sobresalientes novelas de
Honorato de Balzac como Papá Goriot, o
Ilusiones Perdidas serían muy
distintas si se excluyese a Vidocq/ Vautrin convertido luego en el falso abate
Carlos Herrera de Esplendores y miserias
de las cortesanas, una de las narraciones más subversivas de Balzac.
Herrera es un homosexual que intenta seducir al empobrecido noble Eugene de
Rastignac. (En la Francia actual, Rastignac es sinónimo de arribista).
Dos de los principales
personajes de Los Miserables están
inspirados en Vidocq: Jean Valjean, un delincuente reformado, y su constante
perseguidor, el inspector de policía Javert.
Alejandro Dumas convirtió a
Vidocq en Monsieur Jackal, y le ofreció el rol protagónico en Les Mohicans de Paris.
Uno de los folletines más
famosos de la historia, Los Misterios de
París, de Eugene Sue, cuenta con el policía Rodolphe de Gerolstein como
encargado de imponer justicia. También se basa en Vidocq. El delincuente que
fue luego primer jefe de la Seguridad Nacional en las postrimerías del gobierno
de Napoleón, también sirvió de modelo para el detective Lecoq, creado por Emile Gaboriau, otro folletinista
que merece ser revisitado por sus novelas de misterio y crimen. A su vez, Monsieur
Lecoq, fue la principal influencia en la invención de Sherlock Holmes, el
inigualable personaje de Arthur Conan Doyle.
C. Auguste Dupin, el primer detective de la ficción
estadounidense, está inspirado en Vidocq. Apareció en el relato de Edgar Allan
Poe The Murders in the Rue Morgue. Y
luego, en El misterio de Marie Roget,
y en La carta robada.
La ciudad de París, el setting elegido por Poe, es el más claro
homenaje que ofreció a Vidocq el escritor norteamericano. Es imposible imaginar
otra urbe para emplazar a Dupin. Aunque Poe vivió en Boston, Filadelfia, Nueva
York, y trabajó varios años en Baltimore —ya en esa época importantes ciudades
de Estados Unidos— necesitaba un contexto decadente que hiciera creíbles las
aventuras del detective y, especialmente, su manera de razonar. Dupin es un
lánguido detective, posiblemente opiómano, que vegeta en ambientes sombríos, por
lo tanto, su residencia en París cumple con todos los requisitos.
Vidocq es también mencionado
en dos novelas de Herman Melville: Moby
Dick, y White Jacket, y, aún más desconcertante, en Great Expectations, de Charles Dickens.
En The First Detective, The Life and Revolutionary Times of Vidocq[i],
James Morton nos transporta, con el entusiasmo de un adolescente, por la vida
primero criminal y luego justiciera de Vidocq, intentando, al mismo tiempo,
desbrozar la realidad de la leyenda. Fundamenta el ensayo en las memorias del
exconvicto narradas desde el altar de la respetabilidad.
Algunos críticos siempre
sospecharon que los letrados amigos de Vidocq, especialmente Balzac,
contribuyeron a editar el manuscrito. Y aunque Vidocq evitó revelar muchas de
sus fechorías, pues inclusive cuando ya era jefe de policía las condenas por
algunos de sus delitos seguían vigentes, su muestrario de perfidias, escapes,
perversidades, más escapes, y más infamias, resulta suficiente para llenar
varias bibliotecas.
En realidad, desde el punto
de vista de un protagonista que siempre estuvo de ambos lados de la ley
sirviendo a las autoridades a través de la delación de sus cómplices, y favoreciendo
en ocasiones, en su disfraz de respetable funcionario, a sus excamaradas,
Vidocq carece de rivales. Si a eso se añade el incomparable telón de fondo en
que actuó, la pregunta es hasta qué punto su vida no fue escrita por la
historia. William Faulkner, decía en su introducción a El sonido y la furia, que uno de sus personajes podría haber
formado parte de esa “deslumbrante galaxia de exquisitos canallas que eran los
mariscales de Napoleón”. Los rufianes y
malhechores que transitaron los bajos fondos de París y de la entera Francia
durante esa época de continuos terremotos políticos, solían ser “bigger than life,” y Vidocq nunca
menospreció sus atributos.
El creador de la Sureté
vivió la maldición de transitar períodos muy interesantes. Empezó su
carrera tras la toma de La Bastilla, y la continuó durante el Reino del Terror.
En los años del imperio de Napoleón observó eventos desde ambos lados de la
cerca, y se benefició inmensamente tras la reaparición de la monarquía, que
culminó con la Revolución de 1830.
En realidad, resulta difícil
creer que Vidocq fue enteramente inocente, o totalmente culpable. Para él, la
ley debía ser una noción aún más abstracta que la Inmaculada Concepción.
Su ventaja fue que vivió en
una época donde la fama desalojaba prevenciones. Era amigo de los poderosos de
su tiempo, desde banqueros hasta nobles, pasando por célebres literatos. Uno de
sus habituales comensales era Henri—Clement Sanson, el último de la dinastía de
los verdugos Sanson. No fue tan famoso como su predecesor, Charles-Henri
Sanson, (1739–1806) quien durante su prolífica carrera como carnicero mayor de
Francia, ejecutó a 3.000 personas, entre ellas Robespierre, Danton, el rey Luis
XVI, y su esposa, la reina María Antonieta. De todas manos, el heredero de la
dinastía se las arregló para dejar su marca en la historia al demostrar
públicamente su horror por el oficio. Henri—Clement sufría con cada ejecución. Por
suerte, sólo tuvo que presenciar dieciocho entre 1840 y 1847. El biógrafo
Morton dice que era costumbre del último de los Sanson ordenar a sus ayudantes encargarse
del guillotinamiento. Él se limitaba a observar. “En ocasiones, se largaba a
llorar. Su rostro adquiría un tono ceniciento, o se cubría de manchas rojas”.
GAJES DEL OFICIO
Vautrin examinando el cadáver de Esther Van Gobseck, en Esplendor y miseria de las cortesanas
Tras abandonar la Sureté, o
mejor dicho, tras ser expulsado a patadas escaleras arriba, Vidocq hizo mucho
dinero divulgando la mayor atracción de su vida: el propio Vidocq. En Londres, exhibió
las herramientas de su oficio, especialmente los disfraces y utensilios
empleados para escapar de prisiones, o atrapar criminales. También narró sus
episodios como soldado, contrabandista, ladrón, acróbata, curandero, espía,
policía y detective privado. Y en medio
de todos sus incidentes, nunca olvidó el apetito sexual. Tuvo más amantes, que
un almanaque tiene hojas. No era muy selectivo en sus affaires, y aunque desde costureras hasta nobles damas le
ofrecieron sus favores, muchas veces terminó ocupando el sitio de los maridos
apaleados, como en las farsas de Georges Feydeau.
En 1796, cuando tenía 21
años, a finales de la Revolución Francesa y el comienzo del Directorio que
culminaría con Napoleón adquiriendo el título de Primer Cónsul de Francia,
Vidocq fue arrestado y condenado a ocho años de trabajos forzados. Durante los
trece años siguientes, su única ocupación fue huir de prisiones. “Escapé de
todos los buques de prisioneros, de más de veinte calabozos de distintos
países, y de cada uno de los departamentos del río Sena”, informó en sus
memorias.
En 1809, comenzó a pasar
información a la policía de París. Dos años después, había creado un equipo
destinado a capturar ladrones. Era como pescar sardinas en un barril. Conocía
al dedillo los bajos fondos de las principales ciudades francesas, y sus excompinches
siempre maldijeron la ocasión en que había sido su compañero de celda.
Aunque no temía a nadie,
pues su audacia y su fortaleza física eran alarmantes, se especializaba en
atrapar estafadores, seres que no suelen apelar a la violencia, y adúlteros.
Sus socios en la empresa de apresar a exsocios, eran personajes que parecían
pertenecer a la picaresca española. Uno de ellos había sido contratado
exclusivamente por su estatura. Podía espiar a presuntos delincuentes a través
de las ventanas del primer piso de un edificio, sin ayuda de una escalera.
Los métodos escasamente
convencionales de Vidocq, parecían anticiparse en años luz a los utilizados por
las policías de otras ciudades de Europa, y también de París.
Inclusive en la Sureté
abundaban los incompetentes, que Vidocq sacó de servicio.
En cierta ocasión, un grupo
de agentes de policías se escondió en el armario de un apartamento para atrapar
a un ladrón. Eso fue aprovechado por el ladrón, quien cerró el armario con
llave. Los policías estuvieron a punto de morir asfixiados.
Entre los atributos de
Vidocq figuraba su capacidad de achicarse entre diez y quince centímetros. Eso
resultaba muy útil cuando debía usar el pasaporte de un hombre de inferior
estatura. Con ese cuerpo reducido de tamaño, podía caminar sin dificultad
alguna, y hasta saltar charcos.
Al mismo tiempo, su
paciencia era increíble. En 1812, durante uno de los inviernos más feroces que
padeció Francia, Vidocq pasó una noche entera hundido en basura que le llegaba
hasta la cintura, para capturar a un ladrón.
En cuanto a los centenares
de forajidos que capturó durante su vida, nunca tuvo una buena opinión de
ellos. Decía que eran “diabólicamente estúpidos”. En cierta ocasión, una ladrona, la señora Bailly,
tras enterarse que podía obtener dinero adicional como soplona, ofreció a la
policía información sobre varios atracos, incluidos algunos en los que había
participado. Quedó muy desconcertada cuando la policía la capturó y un juez la envió
a la cárcel.
Pese a los numerosos
traspiés durante su época como criminal, Vidocq siempre supo sacar ventajas del
ambiente en que moraba. En su época de juventud, a los delincuentes les
entregaban grandes hogazas de pan, para que les duraran varios días. Vidocq
vació de migajas una de esas hogazas, e introdujo en su interior “una camisa,
un par de pantalones, y algunos pañuelos”, y la usó como maleta en uno de sus
escapes.
Vidocq falleció en París, en
mayo de 1857, a los 82 años de edad. Sus enemigos finales no fueron sus excompinches,
sino dirigentes sindicales y políticos revolucionarios, contra los cuales actuó
como un agente provocador, infiltrando sus filas, y llevándolos a la cárcel.
Durante sus últimos años, tenía la costumbre de colocar una pistola cargada en
su mesa de luz, y abollar hojas de periódico y distribuirlas por su dormitorio,
antes de irse a dormir. De esa manera, si alguien intentaba entrar de manera
furtiva para asesinarlo, el crujido del papel al ser pisado por el incursor, lo
despertaría de inmediato y podría enfrentarlo.
La precaución fue
innecesaria. Nadie intentó asesinarlo. En realidad, solo once mujeres hubieran querido vengarse
de su infidelidad. Pero su cuerpo ya se estaba enfriando en su lecho, y era
tarde para un ajuste de cuentas.
Cada una de las once mujeres
que se congregaron a la puerta de su apartamento, portaban consigo un
testamento. Las acreditaba como única heredera de la fortuna del exdelincuente
transmutado en defensor de la ley.
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