Mario Szichman
Muchas novelas que tienen como protagonista a
un viajero del tiempo se colorean con la pátina de lo improbable. Por alguna
razón, sus autores maquillan los recuerdos de una época, o brindan solemnidad y
trascendentales discursos a los protagonistas.
Cuando se incursiona en otros pasados, suele
olvidarse que todos ellos eran flamantes para quienes residían en ellos. Eso
incluye la basura cotidiana, el deterioro, también flamante, de los edificios,
las cuatro estaciones, y personajes siempre en ciernes, con frecuencia
improbables.
Estamos tan acostumbrados a revisar épocas
pretéritas a través de cuadros famosos, que todo un período corre el riesgo de
trocarse en litúrgico. Puede influir en los diálogos, en las vestimentas, en
los decorados. Y además, se enfatizan eventos considerados cruciales, aunque no
lo fueran en su momento.
La toma de La Bastilla solo fue importante en
los grabados y pinturas surgidos años después del suceso. Los parisinos que la
presenciaron tuvieron recuerdos muy confusos del episodio. Proliferaron las
versiones. Muchos, sencillamente lo pasaron por alto. Algo comprensible en un
proceso de enorme turbulencia, que abarcó varias ciudades de Francia.
Es probable que el pasado histórico haya
sufrido un corte irreversible con la invención del daguerrotipo. Si Abraham
Lincoln parece más contemporáneo que muchas figuras del siglo diecinueve, es
gracias a las fotografías que lo eternizaron, especialmente durante sus visitas
a campos de batalla. Al mismo tiempo, el presidente de la Unión resulta menos portentoso
que otros personajes de los cuales no existen fotografías. Vemos a Lincoln
delimitado por un cuerpo, vestido de acuerdo a los ropajes de su tiempo. Lo
vemos envejecer, primero de manera paulatina,
luego, con gran velocidad, desde que asume la presidencia en 1861, hasta su
asesinato, el 15 de abril de 1865.
Lincoln está vivo, respirando, confinado en
esas fotografías, ignorante de su ulterior asesinato. Eso nunca ocurre, por
ejemplo, en los casos de Marat —recordemos el indeleble retrato de David—, o de
Napoleón, a quien solían rodear de ángeles en algunos cuadros destinados a
exaltar su gloria. Es más fácil ser un prócer cuando un pintor resume toda una
existencia en un cuadro con exceso de simbolismo, que en una fotografía
encargada de reseñar el instante.
Cuando comencé a escribir Eros y la doncella, una novela sobre la Revolución Francesa, decidí
desechar la mayoría de los libros de historia. Se trata de relatos siempre
definitivos que nuevas exploraciones, o la adición de bibliografía, los
transfiere al desván de los recuerdos.
No pude eludir, me
resultó imposible, The Days of the French
Revolution, de Christopher Hibbert. Además
de estar muy bien escrito, está muy bien narrado. Hibbert es un sólido
historiador, pero también cuenta con el olfato de un gran periodista. Cada
episodio transcurre como posiblemente ocurrió, pero el autor no se adelanta a
las consecuencias, y mantiene al lector en suspenso. El ensayo es una especie
de novela policial que describe un episodio de enormes consecuencias históricas
estrictamente durante su desarrollo.
La tarea del historiador es, a veces, la de
jugar con cartas marcadas. Él sabe lo que ocurrió. Y en torno a lo sucedido, va
urdiendo su trama. El cronista, en cambio, nos propone varios futuros posibles,
y nos hace cómplice de su pesquisa.
Creo, sin embargo, que el libro insuperable a
la hora de observar la Gran Revolución en su avance cotidiano es The Diary of a Citizen of Paris During ´The
Terror,´ de Edmond Biré. En esos dos volúmenes el autor recopila aquello
que está ocurriendo en París. Anque acata la cronología, ignora la
trascendencia de muchos episodios. Varios de ellos no se incorporaron a la Gran
Historia. Una evidencia más de que articulamos el pasado de acuerdo a nuestras
conveniencias, nuestros prejuicios, y especialmente, nuestra ideología. No
solemos acatar la realidad, solo aceptamos una construcción destinada a
favorecer aquello que necesitamos privilegiar.
Todos los artífices de la Revolución están
presentes en el diario de Biré. También aquellos que carecían de trascendencia.
Algunos la alcanzaron más tarde. Otros se esfumaron sin dejar rastros.
Pero además, esos seres aparecen con sus tics,
sus vanidades, su desprecio por el prójimo, y una enorme ambición de poder que no
se correspondía con sus aparentes virtudes.
Y ahora, voy a retroceder un poco en el tiempo,
pues la novela se organizó de extraña manera.
LA PELUCA DE ROBESPIERRE
Siempre necesitamos un anclaje para iniciar
una historia. Algo que nos inquieta, y que resulta difícil de averiguar.
De todo ese período de trastornos históricos
que fue la Gran Revolución, siempre me intrigó la imagen de Maximiliano
Robespierre tras subir al cadalso en París.
(La segunda imagen, de gran guignol, tuvo como protagonista a Danton,
otro de los caudillos de la revolución. Danton no estaba en París cuando
falleció su amada esposa, por lo que decidió desenterrar el cadáver con sus
manos, y contratar a un escultor para que encasillara su cuerpo en yeso al
inicio de su disolución).
Estaba seguro de que algo había ocurrido con la
peluca de Robespierre en el momento de ser degollado. Ignoraba exactamente qué.
¿Tenía acaso alguna trascendencia? Entre 16.000 y 40.000 personas fueron
guillotinadas durante la Revolución. Al parecer era la guillotina, no los
guillotinados, la encargada de robarse la escena. Fue una ocurrencia casual que
decidió el título de la novela, y buena parte de la trama. Era cuestión de
simplificar el relato. Con la ayuda inapreciable de la profesora Carmen
Virginia Carrillo, editora de mis novelas, Eros
y la doncella se convirtió en el romance de la guillotina. Robespierre y la
doncella, como era conocida esa máquina de matar, pasaron a protagonizar la
tragedia.
RECUPERANDO LA HISTORIA
Cualquier narración se convierte, de manera
inevitable, en una obsesión. Necesitaba partir de la doncella, para explorar
mejor la naturaleza del amante. Por lo tanto, decidí revisar los periódicos de
la época a través de la magia de Google Books, y tropecé con otro libro que
merece ser rescatado del polvoriento estante de alguna biblioteca: The History of the Guillotine, de John
Wilson Croker, publicado en Londres en 1844. Según el autor, máquinas muy
similares a la guillotina fueron usadas en Alemania, Inglaterra e Italia, antes
del siglo XIV de nuestra era. El doctor Guillotín fue el más ostentoso de sus
plagiarios. Al igual que la maldad, la guillotina parece ser casi tan antigua
como el mundo.
En su época, se consideraba la guillotina como
el método más humanitario para ejecutar a un prisionero. Si se observa que el
rival de la guillotina era el suplicio de la rueda, un artefacto en el cual se
destruían a martillazos todos los huesos de un procesado, es fácil advertir que
la guillotina era muy humanitaria cuando se intentaba enviar personas al otro
mundo. Hubo otros instrumentos menos humanitarios. Los revolucionarios
franceses apelaron también a los “bautizos republicanos”, que consistían en
ahogar a niños en los ríos, o a los “matrimonios republicanos”, en que cónyuges
enemigos de la Revolución eran atados desnudos, en ocasiones espalda contra
otra espalda, en otras, vientre contra vientre, y lanzados a aguas correntosas.
Por cierto, tampoco escaseaban las barcazas con fondo falso donde eran ahogados
decenas de condenados en una sola hornada.
QUIEN A HIERRO MATA …
Y así, sin proponérmelo, llevado de la mano del
Incorruptible Robespierre, la guillotina pasó a dictar algunos episodios claves
de Eros y la doncella. La dama era
absolutamente irresistible. Y ecuánime.
Tengo brumosos recuerdos sobre la confección
de la novela. Solo puedo atestiguar que algunos días trabajé hasta quince horas
intentando dilucidar los episodios. Como dicen en estas tierras, fue un proceso
llevado a cabo “in white heat.” Fue un período muy difícil, pero de grandes
recompensas. Todo parecía algo descentrado. Algunos de los momentos que
consideraba más logrados, se configuraban como una obra de principiantes al
pasar por la fría lógica de la profesora Carrillo. Otros, a los que intentaba
desechar por considerarlos carentes de importancia, de repente reflotaban y
crecían, gracias a la mirada crítica de la editora.
Todo el proceso de escritura demoró el tiempo
de la gestación de un niño. Lo único que no podía descubrir era qué había
sucedido con la peluca entalcada de Robespierre en su jornada final. Pensaba
que allí residía la clave del texto.
Observar esa pareja perfecta de Robespierre y
la guillotina me alegraba por su simbolismo. (Por lo general, detesto el
simbolismo). Pero algo seguía merodeando en mis recuerdos. Todos los días
recordaba las vísperas de la ejecución del Incorruptible. Le dí a la guillotina
atributos humanos, expresé la frustración de la dama, “estilizada como una
escuadra de carpintero, escueta como un atril, virtuosa como un altar”, aguardando
a su desleal amante, quien no acudió a la cita en esa, “su última noche en la
tierra”.
Algo más ocurrió en el proceso. La guillotina
empezó a ganar todo mi respeto, gracias a su imparcialidad. Generalmente, los
pelotones de fusilamiento, y otros batallones de exterminio, acaban
exclusivamente con los perdedores. Eso no ocurrió con la doncella.
Dije que “Bajo el rasero de la doncella
murieron los culpables y los inocentes. Murieron aquellos cuyo nombre había
sido bien escrito, y aquellos cuyo nombre había sido mal pronunciado. Murieron
los involucrados en conspiraciones, y aquellos que quedaron involucrados en
conspiraciones por frecuentar casas de conspiradores, o casas aledañas a los
conspiradores, o por sonreír a los conspiradores, o por mostrarse inmutables
ante los conspiradores. Murieron en la misma hornada los familiares de
conspiradores, los criados de conspiradores, y los vecinos de conspiradores.
Fueron reducidos por la doncella aquellos cuya justificada detención los
condenaba al cadalso, y aquellos cuya injustificada detención los hacía
sospechosos y los condenaba al cadalso. La doncella nunca rehusó carne alguna.
(…) Una vez fueron ejecutados los presuntos
traidores, los hipotéticos partidarios del primer ministro inglés William Pitt,
los probables contrarrevolucionarios, los supuestos agiotistas, los
propagadores de rumores, los causantes de hambrunas, los desleales y quienes
escuchaban las calumnias con aire de aprobación, o hablaban el mismo lenguaje
que los revolucionarios con propósitos burlones, y aquellos que lucían similar
máscara de patriotismo; y tras guillotinarse aquellos hijos que cargaban con el
mismo nombre que sus padres —luego alcanzados por sus padres para subsanar el
error—; y una vez se guillotinó a personas que nada tenían que ver con nada,
por simple portación de apellidos —un Maille ejecutado en lugar de un Maillet,
un Morin, que usurpó el lugar de un Maurin— y después que un miembro del Comité
de Seguridad pública envió a la guillotina al encargado de una taberna, ansioso
por observar a un hombre subiendo al cadalso con un delantal ceñido a la
cintura … y tras degollar a duquesas y a cocineras, a indecisos, a vacilantes,
a perplejos y a indiferentes, a desorientados y a inciertos, a príncipes y a
porteros, a condes y a carteros, a magistrados, sacerdotes, soldados,
almaceneros, artesanos, jornaleros, y en ocasiones a delincuentes comunes, el Tribunal
Revolucionario decidió sentar en el banquillo de los acusados a Robespierre,
pues necesitaba exhibir ecuanimidad previo a la ejecución de los miembros del Tribunal
Revolucionario, cuya exclusiva tarea había sido posponer su ascenso al cadalso
con entre dieciséis mil y cuarenta mil especímenes de todas las estaciones de
la vida, engendrados en todas las fechas posibles en los treinta, cuarenta,
cincuenta o sesenta años anteriores, y cuyos obituarios los desbrozarían unos
de otros por escasas semanas o meses”.
Era inevitable que la serpiente concluyese
devorando su cola. Había que poner fin a su relación con Robespierre. Era ineludible
satisfacer el último deseo de la doncella. Ella necesitaba vengarse de su
infiel amante. (La dama ignoraba que Robespierre había sido apresado por sus
enemigos, y que su mandíbula estaba rota, tras un fallido intento de suicidio).
La cabeza de Robespierre tras su ejecución
Y en ese momento de la narracion, pensé
nuevamente en el germen de la historia. Siempre me había obsesionado esa
empolvada peluca de Robespierre. Estaba convencido de que algo había ocurrido
durante su ejecución, algo imprevisible, casi mágico. Y ese detalle era
irresistible. Pues otro de los protagonistas de la historia era un mago, el
señor Robertson, que “causó sensación en París haciendo navegar cabezas de
muertos ilustres en su gabinete de maravillas” .
El mago Robertson lucía en sus presentaciones
la llamada “peluca jacobita”, de risos cortos y negros. Algún día habría que
escribir un tratado sobre la importancia de las pelucas masculinas en el tiempo
de la Gran Revolución. Por cierto, los hombres se aderezaban aún más que las
mujeres. Los llamados “lunares de amor”, eran más frecuentes en el sexo masculino,
así como los pómulos teñidos de rubor gracias al maquillaje.
Pero la peluca empolvada de Robespierre era
una anomalía. Solo la aristocracia lucía peluca blanca. Los hombres del pueblo
llano se adornaban con pelucas negras.
Revisé unos cuantos libros hasta tropezar con
un dato que me permitió averiguar el destino final de la peluca de Robespierre.
La búsqueda tuvo sus recompensas.
En Eros
y la doncella narré el encuentro final entre el verdugo Sanson y
Robespierre:
“Sanson inclinó brevemente su cabeza. Uno de
sus ayudantes ladeó la báscula para que reposase entre los dos montantes
verticales de la guillotina. Casi de inmediato, el cepo de madera aseguró el
cuello de Robespierre. Sanson bajó la palanca y el seco trallazo de la doncella
separó la garganta del grito de Robespierre. Al rodar su cabeza, su empolvada
peluca diseminó una nube de talco”. Una especie de sucedáneo de esos estallidos
de pólvora que provocan los magos para hacer desaparecer objetos. El mago
Robertson hacía uso frecuente de ellos. La empolvada peluca de Robespierre, que
había cubierto la cabeza del Incorruptible, se desvaneció como por arte de
magia, en medio de una nube de talco.
Muchas cosas se sintetizan en ese viaje final
de Robespierre al cadalso. Así suele transitar la gloria en este mundo. Nunca contamos
una historia, sino hacia atrás. Y cuando observamos el final de ciertos
poderosos, descubrimos no solo la grandeza, sino también la frivolidad. El jefe
de los republicanos franceses tuvo como acompañante final no a sus devotos seguidores,
sino a uno de los símbolos más ridículos de la odiada nobleza.
Que buena literatura. Ya podemos ver lo que de verdad hacían antes por que la verdad si lo hacían pues ahorita con la ayuda de Arnandis ya eso paso a ser un cuento como actualmente esta.
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