miércoles, 6 de mayo de 2015

Orrie Hitt: El Shakespeare de la sordidez


Mario Szichman

“El suspenso es mayor
Cuando los personajes que amamos
Adoptan una decisión que
Nosotros odiamos”.
Chuck Wendig


A medida que pasan los años, uno se va librando de afirmaciones categóricas, pero ésta, que aprendí temprano en la vida, sigue siendo más categórica que nunca: los editores, siempre tienen razón. Una corroboración  la obtuve en fecha reciente al descubrir a Orrie Hitt, rebautizado alternativamente como The King, o The Shakespeare of sleaze, El rey o el Shakespeare de la sordidez.  
La vida de Hitt es tan fascinante como sus novelas. Teniendo en cuenta que escribió más de 150, es mucho decir. Por supuesto, no las he leído todas. Pero aquellas de las que eché mano son sensacionales, aunque los títulos son shocking y absolutamente engañosos: Unfaithful Wives, (esposas infieles), Sexurbia County, (una aproximada traducción sería El condado sexual de extramuros) Untamed lust (Lujuria indomable) Add Flesh to the Fire (Añada carne al fuego), Suburban Sin (Pecado en los suburbios), The Love Season (la temporada del amor), Girls Dormitory, (El dormitorio de las chicas) o Woman Hunt, (La cacería de la mujer). Esas narraciones, que han comenzado a ser transformadas en libros electrónicos a un precio muy razonable, exhiben las portadas originales, donde mujeres con escasas ropas muestran poses muy provocativas.
Sin embargo, ocurre con Hitt lo que sucede con Jim Thompson (Si Hitt es el Shakespeare de la sordidez, Big Jim, el grande entre los grandes, es el Dostoievski del pulp). Basta que el lector, y esperamos que la lectora, abran el libro para que caigan, como por una puerta trampa, en otro mundo.   
Un excelente crítico y guionista, Geoffrey O´Brien, decía que le fascinaba pensar cómo reaccionaban los lectores de las décadas del cincuenta y del sesenta cuando compraban una novela de Jim Thompson, con la única intención de escapar durante algunas horas de la pesada rutina de sus trabajos. El lector se sentía atraído por la incitante portada,  y por las citas promocionales en la parte inferior de la cubierta. (“El usó a dos mujeres para alimentar sus brutales apetitos”, o “Ramera, Asesina, Madre, Jueza. Todo en una sola pieza. Violación y homicidio eran apenas la punta del iceberg. Ese era el Mundo Real, ¡Y nadie podía presumir de inocente!”). El lector, indicaba O´Brien, comenzaba a pasar las páginas, atraído por la apremiante voz narrativa, su humor folklórico y su énfasis. Y de repente, cuando estaba a punto de averiguar la verdad de un asesinato o un robo, o un secuestro, el lector caía por un hueco y quedaba aprisionado en las profundidades “no solo de una ciudad, sino de una mente, sin que le ofrecieran pasaje de regreso”. El lector se identificaba con el novelista “pues Thompson tenía un don especial para conseguirlo”, señalaba O´Brien. De esa manera, el lector, “heredaba la maldición del escritor y empezaba a vivir en un infierno de verdad, que daba vueltas de manera incesante, sin permitirle llegar a ninguna parte”.
Orrie Hitt compartía esa cualidad con Jim Thompson. Tal vez aprendió temprano que, como dice Chuck Wending, “El suspenso es mayor cuando los personajes que amamos adoptan una decisión que nosotros odiamos”. El universo en que residen los personajes de Hitt no es glamoroso. Y sus actividades sexuales no son nada espectaculares, como en esas novelas, sí pornográficas, que transcurren en Dallas, o en Peyton Place, pobladas por seres ricos y famosos. 
Las cualidades de Hitt eran sus diálogos chispeantes y sus protagonistas. Los hombres eran mecánicos, corredores de seguros, empleados de hoteles, jugadores, vendedores de automóviles, oficinistas. Las mujeres atendían clientes en los greasy spoons, (pequeños cafés o restaurantes baratos, donde abundan los platos fritos) bailaban en clubes nocturnos, o trabajaban como modelos o mecanógrafas.  Las poblaciones solían ser suburbios de grandes ciudades como Nueva York, divididos en zonas “buenas” y “malas”, incluidas las llamadas “calles de la vergüenza”, donde proliferaba la venta de drogas, el juego y la prostitución.  Muchos anhelaban abandonar las zonas malas, y en varias ocasiones, en su intento de huir, se fugaban hacia el sitio equivocado, adoptando esa decisión que odian los lectores.  
Las ciudades y villorios recreados por Hitt recuerdan los escenarios de Thompson, o de James M. Cain, el autor de El cartero llama dos veces y de Double Indemnity. Una de las mejores novelas de Hitt, y que luce uno de los títulos más inocuos, es I´ll call every monday, (una traducción no literal sería “Visito a los clientes cada lunes”) donde cuenta la historia de Nicky Wevaer, un corredor de seguros atrapado entre varias mujeres. A poco de andar, la trama empieza a parecerse sospechosamente a Double Indemnity, una de las obras maestras de Cain. Una de las mujeres que se enamoran del agente de seguros tiene un marido que se está muriendo, pero no a gran velocidad.  Además, carece de póliza de seguro. Nicky Wevaer  se encargará de proveer todo lo necesario para que la dama viva de manera próspera una vez obtenga la viudez por medios ilícitos.  
Lo interesante del caso es que la augusta sombra de James M. Cain no afectó ni la prosa ni la trama de Hitt. I´ll Call Every Monday, es una auténtica obra de arte.  Inclusive hay un detalle que la diferencia de Double Indemnity. En la novela de Cain, que conocía muy bien la tragedia griega, la maldición que conducía a los amantes al precipicio era perceptible desde el principio. Los lectores aceptaban la condena, y no se preocupaban mucho por la suerte de los protagonistas, solo por la manera en que eliminaban a un marido molesto, y luego comenzaban a odiarse, hasta concluir en un doble asesinato. Pero eso no ocurre en I´ll Call Every Monday. Desde el comienzo el lector desearía rogarle a Nicky Wevaer que no se enrede con esa mujer ansiosa por enviudar. El protagonista merece una mejor suerte. Y el suspenso consiste, justamente, en perseguir a Nicky por toda la novela y pedirle que no adopte una decisión odiada por el lector.
Afortunadamente, Hitt sabía cómo brindar a sus protagonistas cierta felicidad, la posibilidad de redención. Curiosamente, una cualidad que no tenían Cain o Thompson, pero sí Dostoievski. Es increíble cómo Hitt pudo crear tantos personajes y brindarles semejante humanidad. Pero el material humano estaba a su alcance. Sus héroes y heroínas eran sus vecinos en Port Jervis, Nueva York, donde Hitt vivía con su esposa y sus cuatro hijos.
Quienes lo conocieron decían que parecía el antihéroe de sus historias. Era un marido muy fiel, adoraba a sus hijos, y no tenía tiempo para sus escapadas, pues necesitaba ganarse cotidianamente el pan con el sudor de la frente.   
Joyce Gordon, la hija mayor de Hitt, dijo que su padre solía ser acosado por mujeres que, tras leer sus novelas, “presumían que poseía una gran potencia sexual. Pero mi padre no era un hombre que se dedicaba a perseguir mujeres, apenas alguien con una excepcional imaginación. Y nuestra madre, Charlotte, fue el gran amor de su vida”. 
La rutina de Hitt le impedía ser un Casanova. Todos los días se levantaba al amanecer, emplazaba su antigua máquina de escribir Remington Royal en la mesa de la cocina, colocaba una taza de café a un costado (en cuanto al café, las versiones varían, unos dicen que le gustaba beber café helado, otros, café caliente que se iba entibiando a medida que transcurrían los minutos), encendía un cigarrillo Winston y empezaba a teclear, sin importarle lo que ocurría a su alrededor. Sus hijos corrían y gritaban por toda la casa, pero Hitt estaba en otro mundo.
De esa manera, de siete de la mañana a cuatro de la tarde, con un corto intervalo para almorzar, todos los días del año iba pergeñando sus historias. Cada novela, de unas 35.000 o 40.000 palabras, las concluía en dos semanas. Luego su esposa, Charlotte, se encargaba de corregirlas, y las enviaba a editoriales que se especializaban en publicar narraciones policiales, como Beacon, Softcover, Newsstand, Kozy, Midwood, Boudoir, Oracle, y Nightstand.
Se trataba de editoriales pequeñas, que le pagaban unos 250 dólares por manuscrito. Y en la época en que Hitt producía sus novelas, entre comienzos y finales de la década del cincuenta, 500 dólares mensuales permitían a una familia de seis personas vivir con cierta tranquilidad.  
Nunca logró, como Jim Thompson o James M. Cain, publicar en las grandes editoriales del sleaze: Fawcett Gold Medal, Lion Books, Dell, o Signet, que pagaban royalties mucho más altos. La presión por producir una novela tras otra, que para Hitt era una condena, le permitió, al mismo tiempo, crear obras extraordinarias. Roberto Arlt decía: “Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”.  
¿Cómo lograba Hitt que siempre le aceptaran los manuscritos? Ahí señoreaba la editorial. Las editoriales prestigiosas podían darse el lujo de esperar tres o cuatro años a que el autor produjera una novela. Pero en las editoriales dedicadas a difundir el evangelio del crimen que no paga, y de la malicia erótica, las prensas trabajaban veinticuatro horas por día, y cada día se lanzaban docenas de novelas al mercado, en el formato paperback original, sin que fueran precedidas por otras de tapa dura.  
Esas editoriales eran fábricas de manuscritos, como el Hollwyood de la época dorada era una fábrica de sueños que producía un filme cada dos o tres semanas. Todo estaba estandarizado. Unos diseñaban portadas, otros se dedicaban a la promoción, y el resto a redactar textos que debían atrapar al lector por el cuello y no soltarlo hasta que finalizara la última página. El noventa por ciento de esos productores nunca adquirió fama. El diez por ciento restante creó una literatura excepcional, como David Goodis, Horace McCoy, Edward Anderson, Kenneth Fearing, William Lindsay Grisham, Charles Willeford, los ya mencionados Jim Thompson y James M. Cain, o Cornell Woolrich, otro de los grandes magos del suspenso. Todos ellos escribían novelas “de fórmula”. La sinopsis era proporcionada por el editor. Ya narré en un post anterior cómo en Gold Medal, las sinopsis solían copiar temas de la tragedia griega o isabelina.  
Armado de la sinopsis, Orrie Hitt, como el resto de los obreros intelectuales que se disputaban el mercado, creaba sus personajes y situaciones. Ninguno de ellos se consideraba un ser excepcional. Era una manera como cualquier otra de ganarse la vida. Pero algunos de ellos, sin saberlo, eran verdaderos genios. La vida no los hizo sobresalir, pero la muerte les brindó un gran reconocimiento. En el caso de Hitt, le brindó una visión del mundo poblado de personajes interesantes, la mayoría amados por los lectores, ansiosos por seguir sus peripecias. Muchos cometían traspiés, eran embaucados por simpáticos estafadores, o seducidos por mujeres que no eran trigo limpio. Solían adoptar decisiones que odiaban los lectores, pero al final, enmendaban la plana. Y como una sombra adusta, a veces benigna, estaban las editoriales del sleaze, protegiendo a los escritores y a sus inversiones, evitando que marcharan por la mala senda y se ilusionaran con la idea de que eran creadores. Esas editoriales no podían darse el lujo de tolerar a seres excepcionales, generalmente cargados de reclamos y proclives a pedir de manera asidua aumentos de sueldos.  
Si se explora un poco la historia de la literatura, podrá descubrirse que algunas generaciones previas a Hitt, las mismas tribulaciones padecieron Balzac, Alejandro Dumas, Eugenio Sue, o Dostoievski. Todos ellos estaban desesperados por ganarse la vida. La fama vino mucho más tarde, algunos pudieron enterarse de ella en vida. Hitt no tuvo esa suerte. Pero es evidente que disfrutó escribiendo. Su prosa no miente, sus personajes son incapaces de estafarnos, sus historias nos hablan de seres humanos deseosos de una vida mejor. Y sus triunfos terminan siendo los triunfos de los lectores, que suspiran aliviados al descubrir que por fin, sus héroes y heroínas han comenzado a transitar por la senda que todos amamos.




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