Mario Szichman
A partir de enero de este año, el gobierno de Buenos Aires ha ingresado en
otra de esas crisis terminales, registradas aproximadamente cada década. En
este caso un episodio policial abre varias posibilidades a un narrador. Puede
limitarse a escribir un relato de misterio, o directamente una moderna versión
de A la búsqueda del tiempo perdido.
Pero primero, vamos a los hechos. El 18 de enero pasado, el fiscal
argentino Alberto Nisman fue hallado muerto en su apartamento del centro de
Buenos Aires. Encontraron una pistola calibre 22 cerca de su cadáver. La primera hipótesis, enunciada por la jefa
de estado, transformada en la Sherlock Holmes de la política argentina, fue que
se trataba de un suicidio.
Días antes de su muerte el fiscal había acusado a la presidenta y a varios
funcionarios de su gobierno de intentar encubrir un acuerdo con el gobierno de
Teherán por el cual se protegería a funcionarios iraníes de toda
responsabilidad en el ataque de 1994 a un centro comunitario judío en Buenos
Aires donde murieron 85 personas.
El fiscal también había redactado una solicitud para que fuera arrestada
Fernández y su canciller, Héctor
Timerman.
Nisman no parecía precisamente el prototipo del suicida, pero sí del profeta. Un día antes de su
muerte declaró a un periodista que a raíz de sus investigaciones “Podría
terminar muerto”.
Horas después del hallazgo del cadáver de Nisman, la presidenta escribió
una nota en Facebook lamentando el suicidio del fiscal. Varios medios de la
prensa internacional insistieron en una palabra para conceptuar la nota: era rambling. Los sinónimos de rambling son, si se los usa como
adjetivos: incoherente, farragoso, inconexo. Cuando pasan al territorio del
nombre, se transforman en divagaciones o en desvaríos.
La ilusión del suicidio de Nisman solo provocó bromas macabras. Los
porteños resucitaron un viejo chiste de la primera época del gobierno de Juan
Domingo Perón: “Todos saben que el fiscal se suicidó, pero nadie sabe quién lo
hizo”.
El chiste fue aplicado por primera vez el 9 de abril de 1953 cuando Juan
Duarte, hermano de Eva Duarte de Perón, y ex secretario privado del presidente
apareció suicidado en su apartamento.
“Juancito”, como era conocido de manera inevitable por todos aquellos que
nunca lo vieron en su vida, había sido acusado de toda clase de peculados,
obviamente imposibles de verificar durante la presidencia de Perón. Al parecer,
el simpático calavera tenía metida la
mano en numerosas latas. Debió renunciar al cargo que le proporcionó su cuñado,
y recibió numerosas advertencias de que estaba siendo investigado por presunta
corrupción administrativa. En una alocución radial Perón anunció las medidas
que pensaba adoptar contra los corruptos. Al parecer Juancito se sintió aludido
cuando su cuñado dijo que no pensaba perdonar a nadie. “Aunque sea mi propio
padre irá preso, porque robar al pueblo es traicionar a la patria”, dijo Perón
en esa ocasión.
Tan aludido se sintió Juancito, que decidió abandonar este mundo, tras
redactar una nota que muchos dudan hayan sido de su puño y letra, expresando su
total honestidad, y rogando que no se culpara a nadie de su muerte. La
fementida oposición dijo que las últimas palabras del mártir fueron:
“¡Muchachos, no disparen!”
SUICIDA NO,
PROFETA SÍ
Algunos días después de la muerte de Nisman, Cristina Fernández cambió su
hipótesis de trabajo. En otra nota en
Facebook casi tan rambling como la
anterior, decía que el fiscal no se había suicidado para hacerla quedar mal.
No: había muerto de mano aleve. Era evidente que alguien más deseaba hacerla
quedar mal.
Y ahora, sesenta años después del presunto suicidio de Juan Duarte, y dos
décadas después del atentado contra el centro judío de la Amia, la sociedad
argentina ha llegado a ese punto donde todos son culpables, y todos son simultáneamente inocentes.
Simón Romero, jefe de la oficina de The
New York Times en Río de Janeiro, dio una lista de los sospechosos
habituales, mencionando los rumores que circulan: “La presidenta lo hizo. No,
no fue la presidenta. Fue un jefe del servicio de inteligencia que está
complotando contra ella. Tal vez fue realmente un suicidio, la trágica caída de
un hombre cuyo caso se estaba desplomando. O fue Irán, o el Mossad de Israel. O
la CIA”. Y eso, sin olvidar la perdurable influencia de los nazis que
encontraron refugio en la Argentina tras la caída del Tercer Reich, gracias a
los buenos oficios de Perón.
Una persona entrevistada por Romero le ofreció la siguiente lista de
sospechosos: “Puede tratarse de una facción armada del terrorismo internacional
constituida por narcotraficantes, nazis, y yihadistas, o una mafia de judíos y
marxistas que involucra a la CIA, a Israel y al Mossad”, el servicio de
inteligencia israelí.
En una reciente encuesta realizada en la Argentina, un 48 por ciento de los
entrevistados dijeron que Nisman fue asesinado por el gobierno, otro 20 por
ciento que el fiscal fue víctima de una conspiración contra el gobierno, en
tanto un 33 por ciento, admitieron ignorar quien apretó el gatillo que acabó
con la vida de Nisman.
Por cierto, dice el corresponsal del New
York Times, si Nisman había presentado un informe de 289 páginas acusando a
la presidenta de colusión con el gobierno de Teherán para proteger a los
presuntos responsables del atentado de 1994, “muchos argentinos dicen que el
gobierno es el sitio lógico para buscar a los sospechosos”.
Uno de los que lo creen es el nuevo fiscal de la causa, Gerardo Pollicita,
quien decidió seguir la senda hollada por Nisman. Esta semana imputó a todos los que Nisman
incriminó hace un mes: a la presidenta de Argentina, al canciller, al diputado
Andrés Larroque y al dirigente Luis D’Elía, entre otros. Todos ellos habían
sido acusados por Nisman de encubrir a los presuntos autores del atentado de
1994.
CUESTA ABAJO EN
LA RODADA
Hace un año, la revista The Economist
publicó un interesante trabajo: “The
Tragedy of Argentina, A century of decline.” (La tragedia de Argentina, un
siglo de decadencia). Algo me llamó la atención del artículo, aparte de que
estaba muy bien escrito: antes de mencionar la decadencia argentina se hacía
alusión a esa angustia cotidiana que padece la clase media para cambiar pesos
por dólares. Ahora existen “cuevas” donde se canjean pesos fuertes por dólares
débiles. Por alguna razón, la compraventa se orienta siempre hacia los dólares
débiles.
La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares no es de ahora. Al
menos, en mi infancia ya se hablaba de la necesidad de comprar dólares, u oro,
o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayudara a enfrentar el tóxico
avance de la inflación. Lo mismo que está ocurriendo ahora en Venezuela, pero a
lo bestia.
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va
extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, en la idea que el
ciudadano tiene de su país. Existe la Argentina que llegó rica al centenario de
su independencia, y la Argentina hundida en la crisis económica permanente que
ha saludado su bicentenario. El ensayo de The
Economist ofrece buenas cifras para comparar. En 1908 fue inaugurado el
Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica
universal. Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la Ópera de París. En
1915, fue finalizada la construcción de la estación ferroviaria de Retiro,
también, un monumento arquitectónico en su momento.
A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más
ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y
tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.
En los 43 años previos a la primera guerra mundial, el Producto Bruto
Interno de Argentina subió a una tasa anual del seis por ciento. Cientos de
miles de inmigrantes llegaron a la tierra prometida. En 1914, la mitad de la
población de Buenos Aires había nacido en Europa.
Y luego, a partir de 1930, los salvadores de la patria empezaron a prodigar
sus golpes de estado. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60
años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.
Y tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina, donde entre
9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron
gobiernos civiles, pero el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo
peronista, luego de algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido
Radical. Desde comienzos de este siglo gobiernan los peronistas, aunque la
hegemonía corresponde a la pareja de Néstor Kirchner y su esposa Cristina
Fernández de Kirchner.
En ese lapso, tras algunos años de vacas gordas –favorecidos por el hecho
de que parte de los ahorros de los argentinos fueron enclaustrados en el
secuestro de fondos bancarios denominado “el corralito”– cambió el viento, se
agudizaron los problemas económicos y la Argentina incurrió en otro default
técnico en el 2014, tras sufrir un default de verdad verdad a comienzos de
2002.
EL FANTASMA DE
PROUST
A la búsqueda del tiempo perdido puede
considerarse la novela de un judío que tiene como trasfondo la injusticia
cometida contra otro judío. Pero antes de que los críticos franceses me
crucifiquen, diré que es la obra maestra de la narrativa francesa del siglo
veinte. Proust provenía de una familia judía, y el background de su novela es la ola de antisemitismo que envolvió a
Francia a partir del juicio al capitán del ejército Alfred Dreyfus, de origen
judío. El caso Dreyfus afectó a toda la sociedad francesa, aunque tuvo un final
feliz. Dreyfus fue exonerado de todos los cargos de espionaje formulados por el
alto mando militar tras revelarse que el verdadero traidor era el mayor Major
Ferdinand Walsin Esterhazy.
En el centro del caso Nisman está de nuevo el antisemitismo, un judío en el
centro del escándalo y una comunidad judía, una de las más importantes del
mundo, que se siente acosada por los fantasmas del pasado e insegura de su
futuro.
Cada país tiene sus mitos, sus alegorías, sus frases hechas. Por alguna
extraña razón, el presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, Civilización o Barbarie, una magnífica novela disfrazada de libro
histórico, pasó a la historia como el epítome del buen alumno. Dicen que iba
todos los días a la escuela, y aquellas jornadas en que había terremotos, u
otras catástrofes naturales, iba a la escuela en dos ocasiones.
Después están los mitos que aluden a las fuerzas telúricas o a su
población, que podrían explicar por qué la Argentina está siempre marchando al
abismo. Puede ser la extensión: “El drama del país es la extensión”, dicen los
argentinos afligidos –más o menos el 99
por ciento de la población. No, contradicen otros, “El drama de la Argentina es
la ausencia de brazos” –me imagino que adheridos al cuerpo. Pero, de acuerdo a
la opinión de los economistas conservadores, el drama de la Argentina es que
sobra gente.
La cifra ideal de argentinos, según enunció en cierta ocasión el ministro
de Economía de la dictadura militar José Martínez de Hoz, oscilaría en los
catorce millones de habitantes, más o menos la población existente hace más de
un siglo.
La Argentina es al mismo tiempo un país infrapoblado y superpoblado.
Aproximadamente la tercera parte de la población reside en la Capital Federal y
el Gran Buenos Aires. Toda esa zona está superpoblada. No cabe un alfiler. El
resto del país está definitivamente infrapoblado, pero ¿quién va a querer
colonizarlo, cuando todas las comodidades de la vida están emplazadas en la
Capital Federal y en el Gran Buenos Aires?
El ensayista Ezequiel Martínez Estrada dijo que la Argentina era como la
cabeza de Goliat. Debajo de una cabeza inmensa habitaba un cuerpo raquítico,
que se extendía desde Tierra del Fuego, en el extremo sur, hasta territorios
colindantes con Bolivia, Brasil, Uruguay y Paraguay.
Pero después de los mitos, las alegorías y las explicaciones, está el
núcleo de tóxica fantasía: nada es lo que parece. La fantasía se resume en esta
anécdota: Un día, una señora va al almacén y pide que le vendan queso. El
almacenero le entrega a la señora una ración del presunto queso a la señora,
quien lo huele, prueba un trozo, y enseguida dice: “No entiendo, este queso
tiene la consistencia del jabón y gusto a jabón”. El almacenero toma el trozo
de queso, lo huele, muerde un pedazo, y concluye: “Señora, tiene razón: este
queso tiene la consistencia del jabón y gusto a jabón, pero es queso”. Se lo
envuelve, y la señora tiene que pagar e irse del local antes que la insulten.
La Argentina del dólar débil frente al peso fuerte, de La belle époque y de su horrendo presente, se debate en esas
dicotomías tan frustrantes para un ciudadano, tan ricas para un escritor. El
affair Dreyfus obligó a los mejores intelectuales franceses a revisar su
pasado, a confrontar a sus compatriotas. El grande entre los grandes Emilio
Zola mostró en su Yo acuso el verdadero
heroísmo intelectual al revelar la cobardía del estamento militar francés.
Quizás el affair Nisman permita a algunos intelectuales abandonar cierta
parálisis reflejada en la incapacidad de pensar más allá de Borges o de
Lacan. (Frases favoritas: “Como dijo
Borges”, “Lacan dice”.) Es un buen momento para revisar los fantasmas, pensar
más allá del cinismo, de la resignación, del refugio en las glorias pasadas y
avizorar el futuro.
Marcel Proust decía que “a medida que la sociedad se corrompe, las nociones
de moralidad se van depurando”. Eso va acompañado por un fortalecimiento de la
política del avestruz, ese ave estrutioniforme de la familia struthionidae, que
no vuela, pero se la pasa corriendo, y suele meter la cabeza en un agujero
tolerando así que otros le picoteen la parte más delicada de su anatomía.
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