Mario Szichman
Hay una idea de la cultura que tiene escasa analogía con la realidad:
presume que el autor es el personaje más importante. Pero, como lo demuestra
Levin L. Schucking en El gusto literario,
el escritor, el escultor, el pintor, el músico, son apenas engranajes en la empresa
de diseminar una novela, una efigie, un cuadro, o una ópera. Los mecenas, los
dueños de imprentas, los propietarios de salas teatrales, los editores, son los
verdaderos héroes culturales.
Recuerdo que traté durante algún tiempo al escritor argentino Bernardo
Kordon, autor de excelentes novelas y cuentos, que solían tener como
protagonistas a personajes de los bajos fondos. En cierta ocasión Kordon me
dijo que lo había bendecido la suerte: su padre había sido un próspero
fabricante de almanaques, y como la imprenta no estaba dedicada las
veinticuatro horas del día a producir almanaques, era posible emplearla en
otros menesteres, por ejemplo, imprimir periódicos, revistas, y eventualmente
libros. Y así se inició Kordon en el
terreno de la literatura.
Tal vez el mejor homenaje que un escritor dedicó a la imprenta es el de
Balzac, en esa obra maestra titulada Ilusiones
Perdidas. Balzac contaba con una imaginación mucho más poderosa que
Flaubert (aunque rescato al gran Flaubert no por Madame Bovary, sino por Bouvard
y Pecuchet, y por su Diccionario de
las ideas recibidas). Y realmente la historia de Lucien de Rubempré, quien
se convierte en una celebridad de la prensa parisina y en un fracasado autor de
novelas, es, más allá de una demoledora sátira del periodismo y de sus
truculentas e innobles relaciones con el poder, el gran poema de la imprenta,
de su incomparable rol en la sociedad.
Balzac nos hace devorar las páginas que dedica al proceso de fabricación de
un diario, y a la técnica de elaboración del papel. Hacia el final del libro,
de la misma manera en que en La piel de
zapa la pasión acorta la vida del protagonista junto con la membrana de
onagro, la sumisión de Lucien al gran villano Vautrin es precedida por la
metáfora del hombre que se envicia devorando papel.
Retorno de manera obsesiva a Balzac, y a los avatares del artista, porque
durante veinte años, entre 1980 y el 2000, no pude publicar una sola novela.
Escribía todos los días, produje numerosos textos, pero los editores no querían
publicar mis ficciones. No era un escritor inédito. Ya había escrito una saga
completa sobre los Pechof, una familia judía radicada en Buenos Aires: La verdadera crónica falsa, Los judíos del Mar Dulce, y A las 20:25 la señora entró en la
inmortalidad. Pero pese a esas credenciales, ignoro si abundantes o magras,
las editoriales bonaerenses a las que ofrecí mis manuscritos no tenían la menor
intención de publicarlos.
Aproximadamente entre 1985 y 1995, empecé a trabajar otra veta narrativa,
la novela histórica. Colaboraba en esa época con el Suplemento Cultural del
diario Ultimas Noticias de Caracas.
Su director era Nelson Luis Martínez, quien parecía no tener otra vida que
trabajar en el diario, pese a su extensa familia. Nelson Luis estaba fascinado
con la vida del Precursor Francisco de Miranda, y me regaló prácticamente todos
los tomos de Colombeia, ese cajón de
sastre en que Miranda fue acumulando documentos relacionados con sus andanzas
en América y en Europa, primero como militar al servicio de la corona española
–que incluyó su participación en combates por la independencia de Estados
Unidos– luego como general de los ejércitos de la Revolución Francesa,
finalmente, como líder de la independencia de la Gran Colombia, que concluyó
con su capitulación frente a los españoles, y su muerte en la cárcel de La
Carraca, en Cádiz, en 1816.
Creo que un escritor puede dedicar toda su vida a escudriñar Colombeia, y escribir al menos veinte
novelas con sus aventuras. Alejandro Dumas hubiera sido un buen candidato para
reseñar sus hazañas, sus aventuras amorosas, su trágico fin.
Ignoro cómo elaboré Los papeles de
Miranda, y creo que es un error que los escritores deben evitar. Recién en
mis últimas cuatro novelas he tenido una idea muy clara de la trama y de la
manera de trabajar los personajes, pero es que ahora trabajo de una manera
diferente, y además, cuento con una editora, la profesora Carmen Virginia
Carrillo, que me provee de numerosas ideas, y me impide que delire en dirección
a los cerros de Úbeda.
Bueno, envié una primera versión de Los
Papeles de Miranda a un concurso en España, y el editor me dijo con gran
gentileza que la novela podría figurar entre las finalistas, excepto por un
problema: había sido examinada por dos lectores. Uno de ellos creía que debía
ser publicada. El otro discrepaba con ese criterio. Finalmente, quien disentía
con el criterio triunfó, y la novela volvió a ser archivada.
En 1979 un intelectual, artista caraqueño y gran amigo, Luis Daniel
Barrios, enterado del tema de la novela, me propuso que la publicara en
Venezuela. Primero mencionó un editor. Le envié el manuscrito, me lo elogió,
pero dijo que el tema era muy controversial, pues Miranda había sido entregado
a los españoles nada menos que por el Libertador Simón Bolívar. El editor no
quería tener problemas con el gobierno de Caracas, que por cierto ya se proclamaba
bolivariano.
Cuando ya estaba sumido en algo similar a la desesperación, Luis Daniel me
dijo que hiciera un nuevo intento. ¿Por qué no hablaba con José Agustín Catalá,
el propietario de Ediciones Centauro?
Y fue así que conocí al gigante.
EDITOR DE
EDITORES
Catalá leyó el manuscrito de Los
papeles de Miranda, le gustó, y me pidió permiso para que Domingo Alberto
Rangel, otro de los grandes intelectuales que ha dado la Venezuela moderna,
escribiera el prólogo. Ese no es un prólogo: es una condecoración.
Así reanudé mi vida de escritor, gracias a José Agustín Catalá. Luego
vinieron Las dos muertes del general
Simón Bolívar (con prólogo de Teodoro Petkoff, otra condecoración), y Los años de la guerra a muerte.
Hablar con Catalá era dialogar con un maestro, que conocía al dedillo no
solo la historia de Venezuela sino también de los países vecinos, y de toda el
área del Caribe. Y además, se trataba de una historia viva, cargada de
anécdotas y de inteligentes reflexiones sobre sus personajes más conocidos,
como Rómulo Betancourt, Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza Debayle
(conocidos, respectivamente, como Chapitas Trujillo, y Tachito Somoza), y Fidel
Castro.
En los próximos días se celebrará el centenario del nacimiento de José
Agustín (1915-2011). Es uno de los grandes héroes civiles que ha dado
Venezuela. Y como muchos otros héroes civiles, uno no sabe dónde termina el
hombre y comienza la leyenda.
Venezuela, supongo que otras repúblicas latinoamericanas, ha sufrido la
dicotomía de exaltar a sus destructores en la primera plana de sus periódicos y
de confinar a sus benefactores a las páginas interiores. Por eso, en un país
donde hay gigantes de la cultura del calibre de Teresa de la Parra, Ana Teresa
Torres, Ramón J. Velázquez, Simón Alberto Consalvi, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo,
German Carrera Damas, la atención se ceba en sus gigantescos enanos políticos,
incluido ese comandante eterno que algún día pasará a la historia como el gran
destructor de Venezuela.
Catalá
integraba el selecto círculo de los gigantes de la cultura venezolana. Llegó a los 97 años de edad, y tuvo la
bendición de vivir lúcido y de morir lúcido. Adolescente apenas, fue condecorado
con la cárcel por el dictador Juan Vicente Gómez.
El editor dejó un legado: 70 años de publicaciones, que es indestructible
siempre y cuando algún novedoso inquisidor no decida que ha llegado nuevamente
la hora de quemar libros.
La historia moderna de Venezuela, la historia épica de Venezuela, las
polémicas de Venezuela, algunas de las mejores biografías escritas en
Venezuela, salieron de la editorial que dirigía Catalá. Si algún texto había
sido censurado o expurgado por los historiadores oficiales, Catalá se encargaba
de restablecer el prístino original, como ocurrió con esa joya editorial que es
el Diario de Bucaramanga de Perú de
Lacroix. Si algún texto había pasado de la imprenta a un sótano para que nadie
se enterara de su contenido, allí estaba Catalá para resucitarlo y hacerlo
conocer, como ocurrió con otra joya editorial: Las Memorias de Jean Baptiste Boussingault.
Las Memorias fueron
impresas por primera vez en castellano, en Venezuela, en 1949. Pero cuando el
entonces ministro de Educación de Venezuela se enteró de su contenido –era una
época de la historia venezolana en que los ministros de Educación sabían leer–
determinó que debían ser incineradas pues atentaban contra la moral y la
correcta interpretación de la historia bolivariana. Cinco mil ejemplares de Las Memorias fueron incinerados.
Y allí apareció nuevamente Catalá, con el sello de Ediciones Centauro publicó esas Memorias,
pues siempre pensó que con la verdad nunca se teme u ofende.
Y para volver a mi opinión enunciada al comienzo de este texto, buena parte
de la cultura impresa de un país depende más de sus editores que de sus
autores. Un clásico de la literatura francesa como Del Amor, de Stendhal, vendió apenas 17 ejemplares durante la vida
del autor, porque su editor era un pésimo distribuidor. Muchas obras geniales
se quedan en el territorio del manuscrito porque sus autores no han conseguido
un editor. Y otros autores, que podrían escribir obras geniales, deciden no
emprender la tarea, porque tienen dificultades para descubrir editor. Inclusive
autores consagrados, si carecen de obstinación suficiente, pueden abandonar la pluma
cuando no reciben aliento de los editores.
Juan Carlos Zapata, en su delicioso libro Gabo nació en Caracas, no en Aracataca, recordó que cuando Gabriel
García Márquez envió su manuscrito de La
hojarasca a la Editorial Losada, su editor, Guillermo de Torre, se lo devolvió
con una breve nota donde le aconsejaba que se dedicara a labores más provechosas.
Afortunadamente, García Márquez desechó el consejo.
Catalá no pertenecía a esa ilustre pléyade de castradores intelectuales.
Nunca rechazó manuscritos por razones políticas, por razones de conveniencia
personal, o para quedar bien con el poder constituido. Lo único que le
interesaba era la calidad.
Creo que podría escribir un volumen entero sobre Catalá, sobre su valentía
personal, su coraje intelectual, su alegría de vivir, o sobre los personajes
que conoció. (Y posiblemente lo haga). La entera historia política de la
Venezuela contemporánea pasó por sus prensas, y sus protagonistas pasaron por
su oficina, porque era imposible no admirarlo.
Gibbon decía: “Mientras la humanidad ofrezca más aplausos a sus
destructores que a sus benefactores, la sed de gloria a nivel militar será
siempre el vicio de sus personajes más exaltados”.
Ojalá que algún día cambie nuestra mezquina, deprimente historia, repleta
de héroes a caballo que poco hicieron por nuestro progreso, y comencemos a
ofrecer más aplausos a sus benefactores que a sus destructores. Y entre tanto,
hago una apuesta que es absolutamente ganadora: José Agustín Catalá, ese
admirable ser humano, ese eximio editor, perdurará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario