Mario Szichman
Cuando se intentó traducir por primera vez al francés La guerra y la paz, de León Tolstoi, hubo un problema de marketing. ¿Podía hablarse estrictamente
de una novela? En su artículo “Algunas palabras sobre Guerra y Paz”, Tolstoi
dijo que no había escrito una novela, pues los rusos ignoraban cómo escribir
ese tipo de narrativa al menos en el sentido asignado por los europeos.
“La historia de la literatura rusa”, decía Tolstoi, “ya desde la época de
Pushkin, permite observar muchos ejemplos de un desvío de las formas europeas.
Pero, al mismo tiempo, no ofrece un solo ejemplo de lo contrario. Desde Las almas muertas de Gogol, hasta La casa de los muertos, de Dostoievsky,
no existe una sola obra artística en prosa que pueda adecuarse a la forma de
una novela, una épica, o una historia”.
Tal vez la novela es la forma artística más informe o deforme en el campo
de la literatura. El teatro, el cuento, inclusive la poesía, parecen acatar
mejor los moldes donde deben vaciarse las palabras. Creo que el escritor Jim
Thompson dio la mejor definición de qué es una novela, aunque hablaba en
realidad del desaforado desarrollo de una ciudad trasfigurada súbitamente por
el hallazgo de un yacimiento petrolero. “Del día a la noche”, decía Thompson en
Wild Town, la población “adquirió
protuberancias, como una mujer de ocho meses de embarazo gruesa con trillizos”.
Es difícil pedir sensatez a un escritor cuando escribe una novela.
Imaginamos como factible un relato que contenga entre cinco y quince páginas, y
toleramos obras de cinco actos, como las de Shakespeare, aunque nos sentimos
más cómodos con la fórmula aristotélica de los tres actos. Pero a la hora de
incurrir en la novela, entran en el mismo saco El coronel no tiene quien le escriba, pese a la tentación de
llamarla nouvelle, pues no llega a
las cien páginas, y A la búsqueda del
tiempo perdido, que supera las tres mil. Pensamos que la estructura de la
novela acepta aquello que rechazamos en otros géneros, desde los apartes, hasta
las disgresiones. Esa novela magnífica de Herman Melville que es Moby Dick, de repente se empantana en la
cacería de cetáceos, o en su abrumadora bibliografía. Catch–22, de Joseph Heller, tiene partes imprescindibles, y otras
totalmente innecesarias. Norman Mailer decía que podían cortarse tranquilamente
ciento cincuenta de sus seiscientas páginas, y nadie se daría cuenta.
Solo la novela policial parece requerir mayor cohesión en la trama y en los
personajes, pues se trata siempre de descubrir
un crimen, y el lector no perdona la existencia de personajes superfluos
o de disgresiones. Necesita descubrir, a través de las pistas que va
diseminando el autor, quién es realmente el homicida. (Solo Agatha Christie
pudo conseguir el milagro de mantener vivo a Roger Ackroyd después de su
asesinato).
Pero en la novela tradicional, el territorio que recorre el novelista es
más vasto que el de Julio Verne en La
vuelta al mundo en 80 días, y especialmente, cuando el narrador intenta
reconocer o transgredir los límites.
Los narradores rusos tenían una tarea adicional, usar la novela como caja
de resonancia de sus críticas a la Madrecita Rusia, y en esas disquisiciones
crearon un género muy especial que superó la sátira tradicional, y le impidió
envejecer.
En ese sentido, Las almas muertas,
de Nikolai Gogol, parece siempre flamante, como el año en que salió a la venta,
en 1842. Si de alguien puede decirse, como indicaba Tolstoi, que su texto no
puede adecuarse a la forma de una novela, una épica, o una historia, es de
Gogol. En realidad, el autor parece haberse dedicado sistemáticamente a violar
todas las normas narrativas. Por una curiosa vuelta de tuerca, contribuyó a perpetuarlas.
Cada una de sus obras abrió el camino a una forma distinta de contar. Una de
las frases más famosas que posiblemente Dostoievski nunca pronunció es “Todos
venimos de El capote de Gogol.” (El
ensayista Donald Fanger dice que no hay un solo testimonio en todas las
biografías de Dostoievski capaz de confirmar la frase).
De la misma manera, los grandes escritores rusos pueden asegurar que todos
ellos vienen de la obra teatral de Gogol El
Inspector, o de La nariz, o de Memorias de un loco, o de Taras Bulba. En una época dominada por Los hermanos Karamazov, Crimen y Castigo, La guerra y la paz, Anna
Karenina, Un héroe de nuestro tiempo,
Oblomov, o La familia Golovlev, la prosa de Gogol parece fuera de contexto. Su
frase: “Todo es grande en Rusia, los lagos, los ríos, las montañas, los pies y
las narices”, da un poco la idea de su humor absurdo, de su necesidad constante
de destruir las grandes frases o el desaforado heroísmo de su burocracia, la
más letal e indestructible en el mundo entero.
Mucha de la prosa rusa del siglo diecinueve ha envejecido. La de Gogol
siempre está vigente. Además, logra engarzarse con gran facilidad en cualquier
generación modernista. En una época, Gogol es conteporáneo de Kafka, en otra,
de Jaroslav Hasek, de Slawomir Mrozek, o de Heller.
Quizás su vanguardismo perpetuo se basa en la destrucción de jerarquías.
Siempre intenta rescatar al hombre sin atributos, a los porteros, los lacayos,
los escribientes, los cocheros, mientras
se encarga de arrasar con seres que aparentan ser importantes, dándoles un
atributo que termina siendo una condena, aunque exhibe la compasión de
redimirlos a través de la tragedia.
Su método es la aproximación indirecta, revestir a un personaje de
supuestas dotes que ayudan a revelar su mezquindad o sus ruines propósitos.
Gogol no dice nunca que cierto personaje es avaro, pero sí indica: “Cuando
Pliuchkin pasaba por una calle, era innecesario barrerla. Si un oficial,
mientras recorría el lugar, perdía una espuela, de inmediato pasaba a ingresar
al peculio de Pliuchkin”. Del mismo modo no dice de Chichickov, el protagonista
de Almas muertas, que es un felpudo,
solo destaca: “Cometió el error de equivocarse a propósito, y llamó en dos
ocasiones Su Excelencia al vicegobernador y al presidente del tribunal. De esa
manera, esos dos simples consejeros de estado mostraron una gran satisfacción”.
Gogol sabía que estaba transitando territorio sin hollar. Y en Almas muertas no solo se encargó de
crear personajes, sino de servir de guía a quienes lo acompañarían en su
búsqueda. No tuvo reparo en mostrar la cocina donde preparaba sus ficciones, o
de apelar a sus lectores para que lo nutrieran.
En un momento de la novela, y aprovechando que dos de los personajes deben
hacer un fastidioso recorrido por el vestíbulo, la antesala y el comedor, Gogol
enuncia unas palabras sobre el propietario de la vivienda. Y añade: “Pero el
autor debe confesar que esa tarea es muy difícil. Es mucho más fácil pintar
caracteres de gran personalidad. Es suficiente poner los colores sobre el
lienzo con vastas pinceladas: ojos ardientes, cejas espesas, frente surcada de
arrugas, capa negra o roja como el fuego, para que el retrato quede listo. Pero
todas esas personas que, a primera vista, se parecen entre ellas y que luego,
observadas más de cerca, revelan tantos rasgos indefinibles, esas personas no
son fáciles de representar”. Gogol fue uno de los precursores en el arte de dar
nombre y rostro y aflicciones a esos seres pequeños e imprecisos que, al ser
rescatados del anonimato, engrosaron su legión de lectores.
Al mismo tiempo, nunca declinó en su labor de criticar a través del humor,
pues sabía que la grandeza de un pueblo consiste en reconocer sus fallas, a fin
de superarlas, todo lo contrario de esa nauseabunda prédica populista que
miente al pueblo asignándole mentirosos atributos.
En el prólogo a la segunda parte de Las
almas muertas, Gogol se disculpaba por “mostrar más los defectos y los
vicios del hombre ruso, que sus cualidades y virtudes”. Y señalaba: “Mostrar
algunos caracteres hermosos, modelos de las virtudes de nuestra raza, solo
habría contribuido a ensanchar nuestra vanidad y nuestra soberbia. Esa
vanagloria es muy perniciosa. No solo irrita a otros pueblos. También perjudica
a quienes la proclaman. La jactancia envilece la más bella acción del mundo.
Aún sin haber hecho nada meritorio, ya aludimos a nuestras futuras proezas. En
lo que a mí respecta, en vez de esa suficiencia prefiero un desaliento pasajero,
pues existen épocas en que es imposible encaminar a la sociedad o a toda una
generación hacia el bien, a menos revelemos su abyección”.
Y luego, venía el mano a mano con el lector, algo muy difícil de encontrar
en sus contemporáneos, inclusive en la actualidad, cuando muchos autores
parecen sobrevolar a quien adquiere sus textos.
“Inclusive el lector poco instruido puede enseñarme mucho”, decía Gogol.
“Todos pueden educarme, sin importar su instrucción. Pues el hombre que ha
vivido, que ha visto mundo y tratado con personas, ha podido verificar hechos
que otros no han podido captar”.
Y formulaba luego este pedido insólito en un creador de su calidad: “Me
haría un gran favor todo lector que se ponga a leer mi novela con la pluma en
la mano y una hoja de papel sobre el escritorio. Esa persona no tiene por qué
temer criticarme o reprenderme, o señalarme el daño que he causado al urdir una
descripción desconsiderada o inexacta”.
Gogol no se sentía un demiurgo de la prosa. Era, apenas, un elaborador de
experiencias ajenas, un intermediario entre degustadores de narraciones. Se
observaba como un perpetuo aprendiz de escritor.
“A veces es necesario tener adversarios”, proclamaba. “El hombre que se
deja seducir por las cosas buenas no ve los defectos y perdona todo. Por el
contrario, el crítico adverso intenta descubrir el lado malo en todos nosotros
y lo pone de relieve, a fin de que nos veamos obligados a verlo. Tenemos tan
pocas ocasiones de escuchar la verdad, que con tal de oír aunque sea una mínima
parte de esa verdad, podemos perdonar el tono insultante de la voz encargada de
proclamarla”.
En el fondo de nuestra alma, decía, “hay tanto amor propio mezquino, tanta
ambición ridícula, que necesitamos ser vapuleados, heridos con todas las armas
posibles, y agradecer la mano de quien nos ataca”. Y como conclusión, Gogol
afirmaba: “Para el escritor hay un solo maestro: el lector”.
Por supuesto, si Gogol exigía un lector despiadado, es porque se
consideraba un escritor despiadado. Cuando leyó a Pushkin los primeros
capítulos de Las almas muertas, el
poeta celebró las páginas a mandíbula batiente. Al concluir la lectura, Pushkin
musitó: “¡Dios mío, qué triste es nuestra Rusia!” Al principio, Gogol quedó
desconcertado por la reacción del poeta, pero luego debió reconocer que había
cumplido con su objetivo. “Todo el mundo ha sentido aversión por mis personajes
y por su nulidad”, dijo en cierta oportunidad. “La novela nos ha dejado
descontentos con nosotros mismos. Además, tiene cierta tristeza, que me parece
necesaria. Por el momento, es más que suficiente”.
El resto debía provenir del lector, el juez final de sus escritos.
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