Mario Szichman
(Una versión
resumida de este trabajo fue publicada en la última edición del suplemento “Fin
de semana” del periódico Tal Cual de
Caracas, con el seudónimo de Harry Blackmouth)
Hay ciudades que son alegres, como Caracas, y otras que son lúgubres, como
Bogotá y Buenos Aires. Permítanme ser arbitrario con el clima. Hace muchos años
viví casi un mes en Bogotá. Todos los días, al atardecer, se largaba a llover.
Quizás era un fenómeno climático que me reservaron de manera exclusiva para que
nunca más intentara pisar la capital de Colombia. (En cambio, siempre tuve
nostalgia de retornar a Barranquilla, con su lustroso Mar Caribe). Quizás tras
mi partida de Bogotá, todos sus días han sido de sol radiante y me he perdido la
oportunidad de vivir en una gran ciudad.
Buenos Aires es otra ciudad llorosa. Llueve a cada rato. O por lo menos,
llueve en ocasiones importantes. De esa manera, todo adquiere un tono trágico
que alienta el morbo de la muerte, especialmente entre los verdugos.
La Revolución de Mayo, que inauguró la lucha por la independencia en el
Virreinato del Río de la Plata, ocurrió en medio de un copioso aguacero. Lo
primero que enseñaban a los inmaculados niños de la escuela primaria
–inmaculados gracias a los tableados guardapolvos blancos– era que el 25 de
mayo de 1810, cuando el sector más pudiente de Buenos Aires pidió ante el
Cabildo una serie de informaciones (el pueblo quería saber “de qué se trata”),
cayó un memorable palo de agua. Ahí los escolares descubrimos que ya en esa
época existían los paraguas. En las estampas de época mostraban a un montón de
personajes muy elegantes, rivales del hermoso Brumell, protegidos por esos
adminículos. En otras partes del mundo, a los paraguas los llaman parasoles.
Eso ofrece esperanzas a sus habitantes. Pero no en Buenos Aires.
Y en Buenos Aires, centro del poder, siguió lloviendo en todas las
ocasiones importantes. Tenía 10 años cuando falleció Eva Perón. Ignoro si todos
los días, pero al menos buena parte de las jornadas dedicadas a llorar por la
Jefa Espiritual de la Nación, el cielo porteño derramó lágrimas a mares.
Cuando unas 400.000 personas (la cifra es de The Economist) salieron a la calle el 18 de febrero de 2015 para
protestar por la extraña muerte del fiscal Alberto Nisman en la llamada “Marcha
del Silencio”, los cielos de la Pampa húmeda volvieron a humedecerse.
Nisman fue hallado muerto el 18 de enero pasado, en su apartamento del
centro de Buenos Aires. Encontraron una pistola calibre .22 cerca de su
cadáver. La primera hipótesis, enunciada
por Cristina Fernández de Kirchner, quien de jefa de estado se transmutó en la
Sherlock Holmes de la política argentina, fue que se trataba de un suicidio.
Días antes de su muerte el fiscal había acusado a la presidenta y a varios
funcionarios de su gobierno de intentar encubrir un acuerdo con el gobierno de
Teherán por el cual se protegería a funcionarios iraníes de toda
responsabilidad en el ataque de 1994 a un centro comunitario judío en Buenos
Aires donde murieron 85 personas.
El fiscal también había redactado una solicitud para que fuera arrestada
Fernández y su canciller, Héctor
Timerman.
Nisman no parecía precisamente el prototipo del suicida, pero sí del profeta. Un día antes de su
muerte declaró a un periodista que a raíz de sus investigaciones “Podría
terminar muerto”.
Horas después del hallazgo del cadáver de Nisman, la presidenta escribió
una nota en Facebook lamentando el
suicidio del fiscal. Varios medios de la prensa internacional insistieron en
una palabra para conceptuar la nota: era rambling,
repleta de desvaríos.
La ilusión del suicidio de Nisman solo provocó bromas macabras. Los
porteños resucitaron un viejo chiste de la primera época del gobierno de Juan
Domingo Perón: “Todos saben que el fiscal se suicidó, pero nadie sabe quién lo
hizo”.
Como señalé en un post anterior, el chiste fue aplicado por primera vez el
9 de abril de 1953 cuando Juan Duarte, hermano de Eva Duarte de Perón, y ex
secretario privado del presidente, apareció suicidado en su apartamento, aunque
la nota de su suicidio no parecía escrita de su puño y letra. “Juancito” había
sido acusado de malversación de fondos públicos, y estaba tan apenado por las
calumnias que decidió quitarse la vida. O tal vez alguien decidió que debía
quitarse la vida, sin consultarle.
En el caso de Nisman, uno de quienes creen que el gobierno es el sitio
lógico para buscar a los sospechosos habituales es el nuevo fiscal de la causa,
Gerardo Pollicita. El magistrado decidió seguir la senda hollada por Nisman e
imputó a todos los que el fallecido fiscal incriminó previamente: a la
presidenta argentina, al canciller, al diputado Andrés Larroque y al dirigente
Luis D’Elía, entre otros. Todos ellos habían sido acusados previamente por
Nisman de encubrir a los presuntos autores del atentado de 1994.
EL JOLGORIO
MACABRO
No estoy formulando una crítica a la meteorología. Sólo estoy haciendo un
recordatorio de que a veces el clima influye en el ánimo de las personas. La
“marcha del silencio” en que se rindió homenaje a Nisman era una lúgubre
ocasión, pues el pueblo, o al menos 400.000 personas de ese pueblo, intentaba saber
de qué se trataba, por qué se había cometido lo que parecía un homicidio, no un
suicidio. Resultaba medio raro que el fiscal se hubiera convertido en un
profeta de sí mismo y un día antes de su presunta autoinmolación le hubiera comunicado a un periodista su temor
a ser asesinado.
Pero el clima tiene sus bemoles, especialmente el clima lluvioso. Pone a la
gente de un humor de perros. Y si en medio de la depre generalizada (los
porteños no sufren depresión, solo sufren de la depre, que los psicoanalistas demoran en curar porque están tan depres como ellos) es necesario lidiar
con una contrincante como la jefa de estado, cuyo sentido del humor es algo
extraño. La depre, por alguna razón,
suele combinarse con malos deseos y toda clase de maldiciones. Especialmente
contra la presidenta. El 11 de febrero, una semana antes de la marcha, la
jacarandosa Cristina Fernández de Kirchner dijo a sus partidarios: “Nosotros
seguimos con nuestras canciones, con nuestra alegría y con nuestros gritos de
´Viva la Patria´. Y dejamos que ellos (los potenciales manifestantes que se aprestaban
a protestar por la súbita muerte de Nisman) se queden con el silencio”.
Para echar más leña al fuego, que ni un buen aguacero puede apagar, su
secretario de prensa dijo que la marcha del silencio formaba parte de un “golpe
judicial”. Otro asesor de la presidenta dijo que algunos de los fiscales
estaban vinculados con el narcotráfico, y un tercero que los organizadores de
la marcha eran “antisemitas”, cuya intención era obstaculizar la
investigación del atentado contra la
AMIA. Debe recordarse que la
investigación se inició en 1994, y veinte años después, no hay un solo
imputado.
The World Economic Forum divulga,
creo que una vez al año, una evaluación de la independencia judicial en
distintos países. Argentina figura ahora en el puesto 127º de un total de 144
países. (Esperemos que delante de Venezuela, Zimbabue y Corea del Norte).
Es una suerte que los asesores de Cristina Fernández no acusaran al fiscal muerto
de haber participado en el complot destinado a echar por la borda las pesquisas
sobre el asesinato de 85 personas. Quien se encargó de eso al principio de la
pesquisa fue la presidenta, cuando sugirió que el suicidio del fiscal tenía
como único propósito hacerla quedar mal. En ese momento el gobierno manejaba la
hipótesis del suicidio con la secreta esperanza de que alguien la creyera.
JUNTACADÁVERES
A veces, el territorio que transitan los funcionarios argentinos parece
haber sido previamente hollado por The
Joker, ese sádico bromista de las aventuras de Batman. Recuerdo que durante
la dictadura militar de 1976-1983, los integrantes de los “grupos de tareas”
encargados de hacer “desaparecer” a presos políticos, acuñaron un término para
aludir a esas religiosas empeñadas en la defensa de los derechos humanos.
Varias de ellas fueron arrojadas desde un avión de transporte militar a las
aguas del río de la Plata. Los jokers
de esos operativos bautizaron a las monjas “las novicias voladoras”.
Existe en la Argentina, en realidad en Buenos Aires, una extraña
fascinación con la muerte depravada. Después de todo, una de las obras
fundacionales de la literatura argentina es El
Matadero, de Esteban Echeverría, donde se alude, en parte, a las prácticas empleadas
para sacrificar las reses. No olvidemos que uno de los grandes inventos de los
torturadores argentinos es la picana eléctrica, usada previamente para azuzar
al ganado, me imagino que con la intención de introducirlo en un corral.
El 29 de mayo de 1970, presuntos miembros del grupo guerrillero peronista
Montoneros secuestraron al ex gobernante militar Pedro Eugenio Aramburu. Tres
días después de su secuestro, lo asesinaron, tras una especie de juicio. Aramburu
recibió dos balazos en el pecho provenientes de dos pistolas diferentes. El ex
jefe militar fue acusado del fusilamiento de 27 peronistas en los basurales de
José León Suárez, tras la frustrada rebelión peronista de junio de 1956. (El
mejor relato sobre esa matanza está en Operación
Masacre, escrito por Rodolfo Walsh, luego asesinado por la dictadura
militar encabezada por el general Jorge Rafael Videla).
La dirigencia montonera mostró una especial fascinación por el cadáver de
Aramburu. En 1974, los restos del asesinado gobernante fueron robados por el
grupo guerrillero para realizar un canje simbólico. Recién restituyeron los
restos a sus deudos luego que la entonces presidenta Isabel Martínez de Perón
aceptó traer a la Argentina el cadáver de Eva Perón.
Tras la muerte de Juan Perón, el 1º de julio de 1974, su cuerpo fue
embalsamado y enterrado en un ataúd en el Cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires.
En julio de 1987, 13 años después de su fallecimiento, las manos de Perón
fueron robadas de su tumba, junto con su gorra militar y su espada. En una
carta al Partido Justicialista los presuntos profanadores de la tumba
reclamaron un rescate de ocho millones de dólares.
Se inició una investigación, varios hombres fueron arrestados y cinco
procesados, pero ningún sospechoso fue acusado de manera formal.
El periodista Gustavo Carbajal hizo una investigación sobre el macabro
episodio. (“El enigma de la profanación”
diario La Nación, 27 de junio de
2004). De acuerdo a los investigadores, dijo Carbajal, “el macabro hecho fue
obra de agentes de inteligencia de una fuerza militar”. Según el periodista, “Muchos de los que
participaron en la investigación de la desaparición de las manos de Perón
(incluyendo el propio juez Jaime Far Suau) han muerto desde entonces, en muchos
casos asesinados”.
Far Suau murió en noviembre de 1989, “cuando el Ford Sierra que manejaba de
regreso a Buenos Aires volcó en plena recta a pocos kilómetros de Coronel
Dorrego. Para el juez de Bahía Blanca que investigó el episodio, no fue un
accidente”. El juez Far Suau trabajó en la investigación junto con el comisario
Carlos Zunino que tenía jurisdicción en el cementerio de la Chacarita, donde
estaban los restos de Perón. El periodista de La Nación dijo que Zunino “salvó su vida de milagro cuando el
balazo que le dispararon a la cabeza se partió en dos”. Pero las muertes
misteriosas continuaron. “El cuidador del cementerio Paulino Lavagna falleció
poco después de haber denunciado que lo querían matar. En el certificado de
defunción, se dejó constancia de que la muerte había sido causada por un paro
cardiorrespiratorio no traumático. La autopsia ordenada por (el juez) Far Suau
determinó que Lavagna había muerto a causa de una golpiza”.
Y María del Carmen Melo, una mujer que llevaba flores a la tumba de Perón, “murió
de una hemorragia cerebral causada por una golpiza, días después de intentar
hablar con uno de los investigadores para tratar de aportar la descripción de
un sospechoso que vio cerca de la bóveda”.
Carbajal mencionó la existencia de pruebas indicando que “el robo pudo haber
tenido algún tipo de apoyo de los servicios secretos argentinos, ya que los
ladrones utilizaron una llave para entrar en la tumba”.
Cito este caso como un simple ejemplo, aunque los suicidios que no son
suicidios, y las muertes accidentales que no son accidentales, abundan en el
panorama político de la Argentina moderna. Es como con Drácula, una vez se
prueba la sangre, es muy difícil abandonar su degustación.
Y sin ponerse paranoico: si la profanación de un cadáver ha dejado tantos
muertos en el camino, y existe la sospecha de que “los servicios” estuvieron
involucrados en el episodio, el caso de Nisman debe haber hecho sonar numerosas
alarmas entre los memoriosos especialmente aquellos interesados en permanecer
vivos.
Cuando trabajaba como periodista en Buenos Aires, siempre existía la
sospecha de que alguno de mis colegas trabajaba para los servicios de
inteligencia. Quizás era producto de la paranoia, como la que sufrió Ernest
Hemingway, quien creía que agentes del FBI lo estaban persiguiendo. Cuando
falleció el escritor, se divulgó un legajo del tamaño de la guía telefónica
donde se ofrecían datos de la vigilancia que le habían montado a Hemingway, ya
desde la época de la guerra civil española.
Los
hombres de los servicios de inteligencia argentinos parecían estar infiltrados en todas partes.
Algunos, inclusive, estaban infiltrados en los servicios.
Como en la Rusia de los zares, donde los censores de libros eran más
numerosos que los libros publicados, es posible que hubiese más empleados de
los servicios de espionaje en las distintas oficinas públicas y en los medios
de comunicación que aquellos dedicados a cumplir con sus tareas específicas.
LA RISA, REMEDIO
INFALIBLE
Solo conozco tres gobernantes en el mundo que creen o creían que el humor
consiste en tomarles el pelo a los demás: Hugo Chávez Frías, Adolf Hitler, y
ahora Cristina Fernández de Kirchner. Hasta Josef Stalin condescendía al humor
que los sajones han bautizado como self–deprecating,
en el cual el emisor de la broma se burla de sí mismo. En cierta ocasión,
cuando estaba reunido con Winston Churchill, Stalin formuló un chiste macabro
sobre Hitler, y al observar el gesto de disgusto del primer ministro británico
le pidió disculpas por ser tan soez y tan maleducado.
Tomar el pelo está siempre ligado con el sadismo, y es además prueba de
inferioridad mental. (En cambio nadie supera en grandeza a quien admite su
propia pequeñez).
En su reciente viaje a China para promover inversiones y vínculos de
comercio con el gobierno de Beijing, la presidenta argentina usó su cuenta
oficial en Twitter con el propósito de burlarse de la forma de hablar de los
chinos. En uno de los tweets escribió “Más de 1.000 asistentes al evento…
¿Vinieron sólo por el aloz y el petlóleo?”
Segundos más tarde, Cristina Fernández recibió esta respuesta de un tuitero
que se identificó como: @fernanjos:
“@CFKArgentina
ignorante, estúpida y racista, una joya vamos. Y esta es la representante de un
país, pobrecitos argentinos”.
Impertérrita, la jefa de estado argentina envió otro tweet:
“@CFKArgentina
Sorry. ¿Sabes
qué? Es que es tanto el exceso del ridículo y el absurdo, que sólo se digiere
con humor. Sino son muy, pero muy tóxicos”.
Pero la presidenta argentina no detenta el monopolio del humor. Otro
tuitero, @AriGarciaBA, envió este mensaje repleto de hashtags:
“#Aloz #Petlóleo
#Clistina #Colupta”
Los tweets, que recibieron gran atención en la prensa mundial, volvieron a
poner en el tapete el tema del estado mental de Cristina Fernández. The New York Times dijo que algunos
críticos “sugieren que podría estar desmoronándose bajo las presiones del
escándalo causado por la muerte del fiscal Alberto Nisman”.
LA DEMENCIA DEL
PODER
En noviembre de 2010, el sitio en internet WikiLeaks citó memorandos secretos enviados por la entonces
secretaria de Estado Hillary Clinton a la embajada de Estados Unidos en Buenos
Aires en diciembre de 2009. En esos cables, Clinton preguntaba a funcionarios
sobre las “dinámicas interpersonales” entre Fernández y su fallecido esposo,
Néstor Kirchner.
“¿Bajo qué circunstancias maneja mejor las tensiones? ¿Cómo afectan las
emociones de Cristina Fernández de Kircher su toma de decisiones y cómo se
calma cuando está bajo estrés?", preguntó Clinton de acuerdo el contenido
de un cable divulgado por el periódico londinense The Guardian.
El único que comentó la noticia fue Hugo
Chávez, quien expresó su “solidaridad con la presidenta de Argentina”. Chávez,
que además de ser el proctólogo mayor de Venezuela decía contar con gran
intuición en el terreno de la psicología, señaló en esa ocasión: “Alguien
tendría que estudiar el equilibrio mental de la señora Clinton”.
El cable filtrado por WikiLeaks
parecía haber sido “en respuesta a roces diplomáticos que mostraron que el
gobierno de Fernández ´era extremadamente susceptible e intolerante de la
crítica´”, dijo The Guardian.
Se habla tanto del realismo mágico, que se olvidan otros géneros mágicos.
Quizás en la Argentina, sin que se haya hecho mucha alharaca, haya surgido la
variedad narrativa del macabro chic, muy cultivado en la superficie, muy
espeluznante en su interior. Algo así como el espectáculo nocturno observado
por Young Goodman Brown en el cuento de Hawthorne. Durante el día, la buena
gente del pueblo muestra su cordialidad. En el curso de la noche, participa en
aquelarres.
Y al frente de ese mundo hay una mujer muy proclive a burlarse de los
demás, aunque terriblemente susceptible e intolerante a la crítica. Esa dama
vive el momento más difícil de su carrera política. Nunca fue fácil tomarla en
serio, en un país donde impera la “cachada”, la tomadura de pelo. Pero ahora,
resulta imposible. Ella quiere reírse de los demás y su gobierno ha terminado
por convertirse en el hazmerreír de un continente donde proliferan las
ocasiones para la risa sardónica. El problema es que ha contribuido, de manera
decisiva, a convertir a la Argentina en la nación del hazmellorar.
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