Siempre me han aterrado los amateurs.
Cuando era niño, mi padre me contó de un amigo que había creado un ensamble teatral. La intención era
llevar al escenario una obra de un dramaturgo ruso. Algo tenía que ver con un
insecto, no sé si se trataba de un gusano de luz, una mariposa o una polilla.
El amigo de mi padre y el ensamble se
reunían una vez por semana en alguna casa de los émulos de Talia. En el curso
de los ensayos florecieron romances, un marido celoso asesinó al amante de su
esposa, los hijos de los integrantes del elenco crecieron, tuvieron hijos, y
los miembros del ensamble continuaron
asistiendo a los ensayos, hasta que el fallecimiento de algunos de ellos puso fin
a las ilusiones de estrenar la obra.
Por cierto, rebobinando recuerdos, durante mi infancia había un excelente
teatro judío en Buenos Aires. Verdaderos monstruos de la dramaturgia, como
Josef Bulov, visitaron Argentina en la década del cuarenta del siglo pasado. Hay
una película, Esperanza, dirigida por
otro grande del teatro y del cine argentino, Narciso Ibañez Menta, que cuenta
con Bulov en el papel protagónico. Es, si no recuerdo mal, la historia de un
grupo de colonos judíos que intentan convertirse en gauchos en una zona rural
de la provincia de Santa Fé.
Bulov hablaba el idisch, el hebreo, el ruso, el inglés, creo que el
francés, y varias lenguas de Europa oriental, pero no sabía castellano. Y como era
un profesional, para adaptarse a su rol en Esperanza
aprendió el castellano y pidió a sus paisanos proporcionarle expresiones judeo
castellanas con el propósito de que su personaje “sonara” más auténtico. Y otro
aparte más, antes de seguir adelante. Bulov era compañero del actor Frederich
Meshilem Meier Weisenfreund, quien inició su carrera en El teatro judío de
Chicago. Nadie lo recuerda por su nombre original, sino por el de Paul Muni, el
famoso intérprete de Scarface, de They Made a Criminal, quien encarnó a
Emile Zola, ganó un Oscar por su papel en The
Story of Louis Pasteur, y es una de las leyendas de Hollywood.
Excluí de mi trilogía del Mar Dulce los recuerdos de ese conjunto teatral
que nunca pasó de la etapa del ensayo, pero sí dediqué algunos capítulos, y
destiné uno de mis personajes, Itzik, a trabajar como acomodador y enforcer de un teatro judío. Y por ahí
existe un inédito libro de relatos, Cuentos
para la Hora del Davenen (rezos) donde figura Audiencia cautiva. Allí narro las aventuras de dos directores de
teatro judíos, feroces rivales en amores y en tendencias artísticas, durante la
época de la insurrección del ghetto de Varsovia.
EL RETORNO DEL
PASADO
A lo largo de su prolongada vida, Charles Chaplin fue acumulando rutinas de
su época en que era actor de vodevil. Los mejores actores y actrices de
Hollywood que hicieron el tránsito del cine mudo al cine hablado, provienen del
vodevil. No solo cómicos como Buster Keaton, sino también intérpretes
dramáticos. Es el caso de Lon Chaney, el insuperable protagonista de El fantasma de la Ópera, pero también
James Cagney, otro monstruo sagrado del cine. Únicamente Cagney pudo pasar sin
transición alguna de ser el gánster más famoso en la historia del cine –aunque
Edward G. Robinson le pisa los talones– a interpretar a un empresario artístico
en Footlight Parade y un compositor
musical en Yankee Doodle Dandy, y
bailar con insuperable arte en ambos filmes. Y eso se debe a sus comienzos en
el vodevil. Era el medio teatral por excelencia.
Por cierto, Paul Muni, antes mencionado, debutó en el vodevil, en Chicago.
Cuando tenía 12 años de edad, interpretó a un octogenario. La audiencia quedó
convencida que se trataba de un anciano de verdad.
Pero volvamos a Chaplin. Uno de sus biógrafos cuenta que algunas de las
prácticas planeadas por el cómico en sus comienzos pudo concretarlas recién
treinta, cuarenta años más tarde, algunas de ellas en Candilejas, cuando, acompañado de Buster Keaton, hizo la famosa
rutina –de nuevo, en el papel de un cómico de vodevil– en que su pie derecho se
va encogiendo hasta desaparecer dentro del pantalón, mientras Keaton, un
imperturbable pianista, intenta acomodar
sus partituras en el atril, que se deslizan implacables hacia el teclado.
Me imagino que todos nacemos con ciertas obsesiones, y éstas reaparecen en
los momentos más inesperados. Cuando estaba escribiendo La región vacía, mi novela sobre los ataques del 11 de septiembre
de 2001 contra las torres gemelas de Nueva York y contra un ala del Pentágono,
de repente, por alguna razón, volví al ensamble
teatral que mencionaba mi padre sesenta años antes. Una novela, en buena
medida, está marcada por contrapuntos, por el solo hecho de que un protagonista
necesita un antagonista. Pero existe también la necesidad de contrapuntos en el
armado de escenas. La tragedia necesita ser animada por risas, lo sublime debe
estar acompañado del ridículo.
El tema del ensamble teatral resurgió
tras la representación de una faena artística que padecí en Nueva York, y de
ciertos atributos de la cultura neoyorquina, por ejemplo, la predilección que
existe en ciertos círculos por A work in
progress, la obra inconclusa.
Marcia, mi adorada protagonista, quien perdió a dos de sus hijos en los
ataques lanzados por al-Qaida en Nueva York, hace collages para ganarse la
vida, pero también considera su oficio el preludio a su carrera artística. Y en
uno de sus soliloquios piensa que el principal problema para su despegue son
los amateurs. “Nunca podría despegar de
su entorno”, piensa, “si seguía teniendo compasión por tanto aficionado. Lo
primero que hacía un artista consagrado era contratar a un jefe de prensa para
que ahuyentara a sus ex amigos como si hubieran sido alimañas. Pero ella seguía
rodeándose de aspirantes al estrellato, y durmiendo con uno de ellos. Todos
estaban enamorados de sus estancados proyectos”. Su amante, un fotógrafo, tiene
un flamante proyecto: “Fotografíar al fotografiado”. Ni siquiera el título es
definitivo. “Por ahora es provisorio”, le explica a Marcia. “Quiero dejar
flotar la imaginación. Ya conjuraré un título definitivo”. Pues el amante de Marcia no piensa en títulos,
los conjura. Y Marcia sufre un ataque de pánico, ya que el nuevo proyecto de
Ralph es su eterno viejo proyecto. El título provisorio es su eterno título
provisorio. Marcia sabe que todos los amateurs de Nueva York tienen flamantes
proyectos con títulos provisorios que vienen anunciando desde hace décadas.
Uno de los amigos de Marcia comete el error de finalizar un mediometraje.
(Esta historia es auténtica. Le ocurrió a un cineasta uruguayo). Luego pide dinero
para distribuir la película. La mitad de las instituciones culturales le cierran las puertas en las narices. El amigo
de Marcia aprende la lección. Elimina veinte minutos del mediometraje y lo
presenta como A work in progress.
Recién cuando le corta otros diez minutos prescindiendo de toda secuencia
comprensible se reabren para él las puertas de las fundaciones. Y una vez trasfigura
algunos pies de película en un galimatías que ni él mismo le encuentra sentido,
es invitado a un festival y logra un grant
suficiente para financiar varios proyectos, todos ellos frustrados.
Por azar, en el mundo de Marcia se introduce el tío Augustus, un
dramaturgo. Un día, el tío la invita a presenciar su nueva obra, La luciérnaga. Marcia tiembla al
escuchar la voz del tío Augustus. Está segura que es la misma obra que el tío
venía estrenando desde hacía más de veinte años en salas de conferencia de
distintos puntos de Manhattan. Lo único que cambiaba era el título. El tío
tenía predilección por las metáforas con insectos. Marcia estaba segura que
algún día probaría con la mosca de la fruta.
Me gustaría descubrir cómo encajan en una escritura las piezas de un
rompecabezas. La pieza llamada tío Augustus ayuda a resolver varios problemas
de la trama en La región vacia. La
mente es un cajón de sastre, e intentamos llenar el casillero vacío con algún
vestigio. Por suerte, el vestigio nunca encaja a la perfección en el drama, y nos
permite hacer nuevos intentos.
La incómoda sombra del amateur me persigue a todos los lugares donde voy.
Creo que se trata de un personaje que merece mayor atención por parte del
escritor.
Adolf Hitler era un pintor amateur. Joseph Goebbels, su ministro de
Propaganda, era un escritor amateur. Redactó una novela, Michael, que es la historia de un joven idealista cuya pasión es trepar montañas –al parecer, todos
los jóvenes que luego terminaron como jefes del Tercer Reich adoraban el
alpinismo– y mantenerse sano de cuerpo y espíritu. Hasta que un día, viene la
revelación.
Es posible que pocos meses antes de la publicación de Michael, en 1929, tal vez cuando corregía las galeras para la
publicación de la novela, Goebbels incluyera la parte más famosa del libro, su
visión del líder:
“Me siento en un cuarto que nunca antes había visto.
“Apenas advierto la presencia de una persona que de repente se para en el
cuarto y comienza a hablar. Tímido y vacilante al principio, como si estuviese
buscando palabras para cosas demasiado grandes, imposibles de ser comprimidas
en formas estrechas.
“Entonces, súbitamente, el flujo de su discurso se desata. Quedo cautivo,
presto atención. El hombre gana ímpetu. Parece iluminado.
(...)
“No es un orador. Es un profeta.
(...)
“El hombre en el podio me observa por un momento. Esos ojos azules me golpean
como flamígeros rayos. ¡Es una orden!
“En ese momento me siento renacer”.
Hitler era el caudillo de ojos azules que deslumbró al protagonista de la
novela. A partir de Michael, Goebbels
empezó a ascender en la nomenclatura nazi. Llegó tan alto, que tuvo el honor de
suicidarse por los mismos días en que el Führer y su flamante esposa, Eva
Braun, optaron por quitarse la vida.
Goebbels se suicidó con su esposa, tras envenenar a sus seis hijos. Nunca
pudo establecerse con exactitud donde concluía el cínico y empezaba el
romántico, pero esos son también atributos del amateur, que nos sorprende al exhibir la patraña de su
grandeza.
La vida puede ser A work in progress.
Pero durante nuestra estadía en la tierra, debemos concretar nuestros
proyectos, probar su excelencia, aceptar nuestros errores, corregirlos. ¿Cómo
conectar al amateur que nunca estrena una obra de teatro, con otro que destruye
la mitad de Europa? El tío Augustus que persiste en renovar el repertorio
teatral con La luciérnaga ¿puede
considerarse un pariente lejano de Adolf Hitler? Lo ignoro. Pero sigo creyendo
más en los profesionales. El verdugo interpretado por Max von Sydow en Los tres días del Cóndor, que no mata a
su archienemigo interpretado por Robert Redford, simplemente porque el
asesinato no figuraba en su contrato, me parece temible, pero no monstruoso. El
presidente de un país que de un plumazo destruye cientos, o miles de fuentes de
trabajo porque sus enemigos no merecen ni misericordia, me aterra. Es peligroso
permitir a los amateurs gobernar el mundo. Un profesional aprende rápido cuáles
son sus límites. Un amateur solo sueña con traspasarlos, y de esa manera,
contribuye a la acumulación de las work
in progress.
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