Mario
Szichman
Decidir cuál es el punto de inflexión de una literatura suele ser
arbitrario. Para Bertolt Brecht, la literatura moderna se iniciaba con Marcel
Proust. O, para decirlo de otra manera: había una forma de escribir posterior a
Proust. En comparación con ella, la previa podía ser descartada. Brecht sugería
que quien escribía sin haber leído antes A
la búsqueda del tiempo perdido lo hacía a su propia cuenta y riesgo.
Con Proust –esta es mi particular lectura– el cuerpo del autor se
ubica en el centro del mundo, especialmente cuando está enfermo. El autor detenta
como protagonista a un personaje llamado Marcel, que no puede ser el autor –ya hablaremos
de eso, y su proyecto es totalmente insensato: escribir una novela de unas tres
mil páginas sobre un niño rico y mimado de la burguesía francesa llamado
Marcel, que nunca dispone de bastante tiempo o atesora suficientes ganas, o disfruta
del talento necesario para empezar una novela.
En Proust, los cinco sentidos son una emanación de su organismo,
imposibles de ser auscultados desde la mirada médica. La ausencia de un sentido
es más literaria que su presencia. Basta leer las páginas dedicadas a la mirada
de un sordo. “El hombre sordo”, dice Proust, “descubre con éxtasis que recorre
una tierra transformada prácticamente en un edén, donde el sonido aún no ha
sido creado. Las cataratas más altas se despliegan solo ante sus ojos como
láminas de cristal, puras como las cascadas del paraíso. Puesto que el sonido
era para él, antes de su sordera, la forma perceptible que asume la causa del
movimiento, los objetos desplazados privados de sonido parecen deslizarse sin
razón alguna. Despojados de la cualidad ofrecida por el sonido, exhiben una
actividad espontánea, simulan estar vivos. Surgen por voluntad propia, y
desaparecen a su antojo en el aire, como los monstruos alados de la prehistoria”.
Marcel, el novelista en ciernes que nunca podrá concretar su anhelo de
escribir una novela recuerda a Sancho Panza. No el Sancho Panza de Cervantes
sino el verdadero, el de Franz Kafka.
Según nos informa el autor “Sancho Panza, que por lo demás nunca se
jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una
cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de
la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de
don Quijote, que este se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las
cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente
hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre
libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la
responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y
útil esparcimiento hasta su fin”.
Marcel, quien no puede escribir, ha inventado a Proust el escritor, lo
sigue en sus andanzas, y de esa manera alcanza “un grande y útil esparcimiento
hasta su fin”.
La vida de la persona llamada Marcel Proust está nítidamente
escindida. Marcel, el improbable e imposible autor, provee a Proust, su alter
ego, de toda clase de experiencias y numerosos seres humanos, incluida su
familia, desbrozada en diferentes direcciones, o sus pasiones, muchas veces discordantes.
(Pese a su homosexualidad, como lo demostró su biógrafo George D. Painter,
Proust también amó a varias mujeres).
La tarea de Proust fue bastante sencilla: convertirse en un copista,
pasar en limpio tanta confusión, dispersas nostalgias y dar unidad al relato,
hasta transformarlo, como decía Vladimir Nabokov, en un sencillo cuento de
hadas.
Hay un escritor colombiano, Elkin Restrepo, que me hace recordar a
Proust. Siempre aguardo con impaciencia sus nuevos textos. Hace poco leí uno de
ellos, Un amor robado (Revista
Universidad de Antioquia, Número 318) que confirma su calidad. No esperen gran
dramatismo en sus narraciones, excepto el drama de comprobar que nuestro paso
por la tierra es efímero, que a pesar de las múltiples tentaciones que nos
ofrece la vida terminamos siempre siendo recoletos en nuestros afectos,
moderados en nuestras desdichas, y especialmente, que somos un proyecto totalmente (o
felizmente) inacabado.
Los relatos de Restrepo evocan esas virutas de hierro que necesitan de
la piedra imán para configurar imágenes.
Un hombre se dirige a una vieja casa, de estilo colonial, para
reunirse con una pareja de amigos. La mujer ha sido la amante del protagonista.
El marido es un personaje relativamente exitoso, pero insatisfecho con sus
triunfos, agraviado por el transcurrir de su vida. A poco de andar, el lector
descubre que está recorriendo vidas fantasmagóricas, inclusive es difícil estipular
si los personajes están vivos o muertos, o si en alguna ocasión lograron empezar
a vivir. La única presencia humana es la de los gatos que habitan la mansión.
¿Sigue enamorado el protagonista de Leonor, la mujer que en una ocasión fue su
amante? En cada encuentro, hasta en el
más fugaz, parece emerger una constelación de vidas. Restrepo se limita a
decir: “Había embarnecido y su cautivadora sonrisa de antes se había tornado
melancólica, casi elusiva, distante. Quizás yo veía en ella lo que quería
ignorar en mí: que el tiempo había transcurrido y que ahora éramos por entero
obra y producto suyo, realmente sus víctimas”.
Restrepo ha escrito varios libros de cuentos, y bella poesía. En el
2014 publicó Una verdad me sea dada en lo
que escribo. En el 2012, sus relatos breves A un día del amor.
Me voy a limitar a los relatos de La
bondad de las almas muertas (Editorial Panamericana, Bogotá, 2009) Si no fuera por la reciente devaluación de la
palabra, calificaríamos de mágicos a esos relatos. Cada uno de ellos viene
provisto de una tersa escritura, un paisaje urbano o rural bastante común, seres normales y corrientes, y una puerta trampa que altera el paisaje y
sus protagonistas. Un hombre sale a caminar en la madrugada por una ciudad que
le parece extraña, “más íntima y sosegada, menos arbitraria”, al punto que “casi
podría amarla”, y tropieza con dos muchachas: “la una con el pelo amarillo y la
otra verde, con gafas de fantasía y vestidas al modo punk”. Allí comienza una comedia de equívocos que termina en una
tragedia con elementos oníricos.
En otro relato, una astróloga comienza exhibiéndose como un ángel de
bondad y termina convertida en un verdugo, tal vez resultado de vivir en un
lugar que la desconoce y la rechaza. “Era como si dentro de la ciudad conocida”,
dice Restrepo en su cuento Vecinos, “hubiera
otra aún más intricada y caótica que la deformaba y envilecía, mostrando su
revés oscuro”.
En La bondad de las almas
muertas, los amores poseen la duración del infierno, las parejas se anudan
y desanudan obedeciendo más a la topología que las leyes del deseo, los seres
humanos son enclaustrados en nombres que no les pertenecen. En cuanto a los
terceros que intervienen en sus vidas son siempre terceros en discordia,
demasiado perfectos, o demasiado codiciados, cuyo propósito en la vida es
alterar sus existencias de manera irreparable.
Algunos hombres encarnan vidas que les pertenecen a otros. Algunas
mujeres adquieren secretos que ni siquiera se animan a revelar a ellas mismas. Y
el reino animal está siempre al acoso,
para alterar sus experiencias. Como ese gato que comparte el amor con dos
mujeres, o esos gatos que son la única presencia viva en el mundo de nostalgias
retenido en Un amor robado.
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